La vida cotidiana del pueblo revolucionario se desarrolla, ordinariamente, entre dos extremos; no son pocos los que no ven la revolución por ninguna parte y se hunden en el desaliento; tampoco faltan los que ven revolución en todas partes y no captan los problemas. Al final, ambas tendencias ponen en evidencia la falta de una conciencia sólida. La revolución está donde quiera que un revolucionario haga la Revolución.
Esa afirmación llena de esperanza es lo más revolucionario y novedoso que podemos sostener ante tanta incredulidad y tanta credulidad de ocasión. Esa es nuestra lectura consciente. Dicen que un optimista es un tonto feliz. Tonto, porque en su lectura de la realidad histórica y cotidiana, se le escapa todo cuanto ésta tiene de trágica, y feliz, porque al hacer esta reducción no permite que la realidad lo inquiete. Un pesimista sería entonces un tonto desgraciado. Tonto, porque no acierta a descubrir las posibilidades de lo real que tiene delante de sí, y desgraciado, porque se cierra a toda novedad y se condena a una existencia sin horizonte.
El optimista anticipa injustificadamente el éxito y el pesimista anticipa –también injustificadamente- el fracaso. Un revolucionario con sólida conciencia no es ni pesimista ni optimista. La conciencia le permite ubicarse lúcidamente en medio de un proceso donde éxitos, fracasos, heroísmos y traiciones se multiplican a su alrededor. La conciencia le proporciona suficiente solidez como para librarse del optimismo tonto y del pesimismo masoquista. La conciencia revolucionaria lo ancla sólidamente en su experiencia de amor. Un revolucionario consciente es un ser de esperanza. La esperanza no es ni optimista ni pesimista, es sencillamente otra cosa.
Desde ya quisiéramos anticipar que la intensión de este mensaje consiste en ver como podemos, con conciencia, ser revolucionarios y revolucionarias de hermandad, de esperanza –serlo y generarla a nuestro alrededor-, en un proceso donde lo más razonable está siendo cada vez más la desesperanza o las salidas tontas y tremendistas. Resistir a la desesperanza y fundamentar esa resistencia en la conciencia es uno de los retos más serios que tenemos en estos momentos.
Puestos en el cruce de dos rutas: aceptación de las cosas sin luchar o disponerse al combate por amor, será la conciencia la que nos hará elegir el camino correcto. El primer enemigo que debemos vencer es la rutina. Todo lo que se repite se gasta. Todo lo repetido pierde novedad y termina siendo aceptado por costumbre. No podemos acostumbrarnos a las sombras que imponen la corrupción o la indolencia. Cuando algo se gasta se anula nuestra voluntad para buscar la verdad como la danta busca la corriente de agua. Cuando las cosas se aceptan por costumbre se pierde la capacidad del asombro, que es la capacidad de discernimiento. ¿Qué debemos hacer? ¡Vivificar! ¡Estudiar! ¡Profundizar! ¡Sembrarnos el corazón y la mente de conciencia!
La condición revolucionaria se verifica en nuestra conciencia y ésta, en el modo de vivir nuestro compromiso. Un revolucionario tiene que atornillar en su corazón una regla de oro: Amar la revolución es amar a los hermanos. Todo lo demás es reduccionismo simple. En nuestros hombres, mujeres y niños servimos a la revolución, en ellos le cantamos, en ellos nos ofrecemos. No debemos deslizarnos por extremos tontos. No cabe duda del valor que tiene cada "árbol del bosque". Tanto, que sin ellos en su conjunto no habría bosque, pero no nos debe caber duda: el bosque es la revolución socialista para una sociedad justa, solidaria y llena de amor. Amor servicio, amor bondad, amor ternura, amor comprensión, amor alegría, amor ilusión, amor entrega, amor irrefrenable por Venezuela.