La actual medida para gravar exponencialmente las ganancias del comercio de bienes regulados es la mejor y más acertada medida tomada por la presente Administración. Multas y fiscalización saldrán sobrando. Es evidente y contablemente demostrable que la especulación debe traducirse en mayores ganancias, si no para el detallista, para el eslabón fabril o comercial que inicia la estampida de precios.
A la libre competencia suele atribuírsele un ventajismo de las transnacionales, de la empresa con mayor capital y por supuesto de mayor composición orgánica.
Cuando el mercado libre (no monopólico) establece un precio o nivel de precio que le parce exagerado al gobierno de turno, este suele regular las mercancías básicas. El gobierno que así lo hace no logra entender que sólo mediante subsidios directos al bolsillo del consumidor contrarrestaría esas alzas de precio porque las mercancías afectadas con algún tipo de regulación-inclusive regulaciones en el comercio exterior[1]-son siempre e inevitablemente objeto de compraventas para competir con los precios que mantenga el libre mercado.
El libre mercado no es ninguna aberración arrogada por el fabricante ni por los comerciantes; es una ley con todo el sentido la fuerza de una ley física cuya inviolabilidad todavía no ha podido demostrase.
Sabido eso, las regulaciones de precios, por bien interesadas que nos luzcan, pasan a ser, más bien, señales de intenciones populistas porque finalmente los precios del mercado terminarán imponiéndose en todas las transacciones del mercado nacional.
Regular precios en una economía burguesa es tan fallido como la búsqueda del movimiento perpetuo.
El Estado puede y debe aplicar diferenciaciones impositivas como lo hace el capitalista con sus precios para fijarlos discriminadamente en función del poder adquisitivo de sus clientes. Sería una aberración que la leche consumida por los ricos tengan el mismo precio de la que que necesitan los trabajadores o personas de bajos ingresos.
[1] Las mercancía de importación prohibida o regulada suelen incitar al contrabando aunque eso las encarezca; de allí que lo aconsejable, pues, es pechar con impuestos elevados y dejar libre la importación sin límite alguno. La industria casera deberá hacer los esfuerzos técnicos necesarios para competir.