Hacia el partido único: incógnitas y propuestas

En Venezuela, y por lo general en toda nuestra América Latina, los partidos políticos que se fundaron alrededor del primer tercio del siglo XX y de ahí en adelante, lo hicieron copiando al carbón las formas organizativas del Partido Comunista de la URSS. Estas organizaciones fueron estructuras concebidas para servir de transmisoras y formadoras de los cuadros militantes, comunicadoras de los fundamentos doctrinarios y estructuradoras de las tácticas y estrategias partidistas para el logro de los objetivos políticos.

Aún aquellos partidos que eligieron el camino de la participación reformista con ciertos aires de originalidad autóctona, como Acción Democrática en Venezuela o el APRA en el Perú, no hicieron sino reproducir los esquemas de organización vertical del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS). Nombres distintos para el Comité Central pero una misma práctica y esencia. Esta forma de organización partidaria en la que el partido se abroga la representatividad del colectivo y sus acciones fluyen de arriba hacia abajo, desde la cúpula hacia las bases y necesariamente centralizan en los polos del poder partidista unos mecanismos que anulan la participación y convierten al partido en una institución dictatorial de hecho, arruina el protagonismo popular.

La concepción del Estado Democrático Revolucionario está en abierta contradicción con estas formas cupulares de organización partidista. La naturaleza de la democracia revolucionaria estriba en la apropiación del poder político por parte del pueblo. Al no fluir con autoridad la vocería constituyente desde la base hacia los centros del poder partidario constituido -que necesariamente deben ser reducidos en número- el pueblo pierde su poder en beneficio de los poderes constituidos. El rol necesario del partido político pierde aquí su esencia de transmisor y comunicador de la voluntad popular. En primer lugar, porque el partido va monopolizando la instrumentalidad del poder popular, convirtiéndose así en el vehículo exclusivo para acceder a los centros de poder del Estado. En segundo lugar, porque prolonga en el tiempo los controles sobre el ejercicio del poder popular sometiendo al pueblo a la disciplina partidista y, en tercer lugar, porque es en los Comités Centrales donde se deciden los problemas sustantivos del quehacer político.

Como consecuencia de lo anterior, aún las instituciones del Estado esencialmente llamadas a ser centros del poder popular, como la Asamblea Nacional, tienden a perder su esencia al punto de quedar como meros ejecutores que plasman legalmente las decisiones previamente adoptadas en el Comité Central del Partido. En consecuencia la democracia revolucionaria va tomando el cariz de una dictadura partidocrática. Varias son las características que asume esta partidocracia enajenadora y beneficiaria exclusiva del poder popular:

1. El Monopolio exclusivo de las nominaciones. La representación popular que debería originarse en las fórmulas asamblearias mediante el ejercicio del poder popular termina siendo una morisqueta cruel mediante la cual, los nominados son designados por los nominadores de oficio entre aquellos que más y mejor garanticen la continuidad del poder constituido.

2. El control sobre los representantes elegidos. Dependiendo su representatividad de las decisiones de los centros de poder partidistas, el representante es sometido a fórmulas disciplinarias que le arrebatan toda posibilidad de independencia.

3. El clientelismo dispensador de privilegios. Una de las características más deplorables de estas fórmulas de organización partidista quizás sea la capacidad de amarrar fidelidades mediante la dispensa de privilegios entre quienes se muestren sumisos y obedientes.

4. La transmisión acrítica de los principios doctrinarios del partido. Toda la riqueza del debate ideológico queda reducida a las decisiones que se tomen en los cenáculos del poder; así, la ideología es transmitida ya molida, masticada y reducida a las expresiones convenientes al poder constituido.

Sin importar que en algunos casos el efecto demoledor de semejante secuestro del poder popular haya tenido sus propios ritmos, lo cierto es que esta forma de organización partidista siempre terminará en una severa crisis del partido y la presencia de brotes de rebeldía popular. Es imposible alcanzar los beneficios de una democracia revolucionaria protagónica y participativa –como lo ordena la Constitución- si no se transforma radicalmente el esquema de organización partidista. Tampoco se hará mucho si en lugar de varios partidos se alcanza la reunión –que no unión- de varios de ellos en una sola nomenclatura. Sólo se habrá cambiado de nombres pero el cáncer del sistema seguirá presente y hará metástasis más pronto que tarde.

Para el desafío planteado, la Revolución Bolivariana la tiene complicada. No sólo se debe dar un giro de 180º en la dirección organizacional del partido haciendo que la savia fluya de la base popular hacia los necesarios y obligatorios voceros de esa base, de modo tal que la fidelidad debida pase de los Comités y los jefes al único soberano del proceso: el pueblo, sino que la autoridad contralora debe descansar siempre en el pueblo y no en la cúpula partidista.

También deberá generarse una labor intensa en la interpretación de la voluntad popular, para que la resulta doctrinaria sea amalgama armónica entre los diversos aportes ideológicos de origen histórico y la savia fresca del saber popular. No podemos olvidar que uno por uno, o todos juntos, los actuales partidos están formados por una variopinta ensalada ideológica que van desde la ortodoxia no sacudida aún del PCV, pasando por los desprendimientos de la Causa R, los camaradas del socialismo con rostro humano agrupados en el MAS, hasta ese aluvión de bolivarianismo-nacionalismo-voluntarismo que es el MVR.

Impedir que cada quien imagine el futuro partido único como "su" partido será una tarea titánica que exigirá grandes dosis de generosidad y desprendimiento. Suponer que su propia ideología es la adecuada para adelantar la construcción del Socialismo del Siglo XXI no sólo será lo más natural del mundo, sino que seguramente se librará una batalla a brazo partido no exenta de dolorosos desgarramientos. Una tarea titánica, pues. Una tarea a la altura de un pueblo que espera protagonizar la instalación de la primera sociedad realmente socialista de la historia humana. Una tarea para hombres y mujeres grandes de corazón y espíritu. Una tarea que se llevará en los cachos a enanos y oportunistas. Hacer de algunas hermosas consignas normas de vida es una tarea histórica.

Por último, hay un factor de orden ético que estimo fundamental. El apostolado revolucionario debe estar inspirado en el amor; cualquier otra motivación lo pervierte y arruina. Es fundamental la contraloría sobre los revolucionarios y sus signos externos de vida. Un revolucionario no puede obtener ganancias de su apostolado. Esa clase de "apóstoles" –indiferentemente de su contribución profesional- resta y no suma, divide y desalienta. Nada causa más desencanto que ver al revolucionario, aquel que vimos compartiendo con el pueblo, incluso desempleado, con signos de vida y negocios mágicos, algo así como el salto de la nada al todo sin solución de continuidad. Quien no esté dispuesto al sacrificio por amor, no está a la altura del apostolado revolucionario. Mucho bien haría intentando el éxito en la empresa privada, en vez de lastimar la esperanza de un pueblo.




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Martín Guédez


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