Cuando era niño esperaba al Niño Jesús y lo buscaba en el cielo imaginando que me vigilaba para ver cómo me portaba. Por la noche del 24, sólo podía conciliar el sueño porque se me amenazaba con que si no dormía no me traerían nada. La maravilla de ver debajo de la cama el regalito del Niño Jesús justificaba una vida por encima de todo lo real y humano. Quizá importaba más la llegada de ese niño Jesús misterioso, sublime, que el regalo en sí mismo, por lo menos para mí. De aquella vida simple y apacible del campo, en la que en navidades se quemaba harta pólvora (y yo mismo en una ocasión paré en el hospital gravemente quemado en una pierna) y se iba a las misas de aguinaldo en una especie de eufroia colectiva, de gloria casi mística y solemne, entre los olores a dulce, a hallaca, me quedan los mejores recuerdos de infancia. Los cantos de aguinaldos resumían para mí lo supremo del ambiente dicembrino en medio de las luces que llaman a la paz, al amor y a la hermandad, y en cada diciembre uno de mis mayores placeres era escuchar los aguinaldos clásicos, que ahora no se consiguen, de principios del siglo XIX, de Ángel Lamas, sobre todo "!Oh Virgen Pura!"
Con los años, las navidades comenzaron a hacerse rancias: convirtieron a los pueblos en grandes centros comerciales, en la que la locura por vender y comprar lo ha dominado todo. Comer y dejar los hígados por los pisos (lo que propicia, claro, el adelanto del almanaque en la despedida final) se hizo una constante en los hogares. Se escucha música "moderna", se bebe whisky 12, 15 y 21 años, cueste lo que cueste. El sistema nervioso en las navidades es cada vez más controlado por los medios. A los niños se les inunda de mascotas virtuales, y ya casi nadie sabe qué regalar, porque hay que regalarle a mucha gente y hay que tratar de escoger cosas que valgan la pena (que casi no hay), que no sean muy costosas (también bien difícil) y que sean poco común (imposible porque el mercado es uno solo).
En un ocasión me compré un saco de alpargatas en San Juan de los Morros, muy bellas, y a todo el mundo que tenía que regalarle algo, pues, le di un par. Seguramente a algunos no les gustaron, pero al menos me conformaba con saber que tenían el mérito de ser un regalo muy poco común, vernáculo y útil. Pero no las usaron y las colocaron de adornos. Hace poco estuve viendo en viejos closets cantidades de cosas que la gente regala en diciembre y que nunca usa, ni le interesa. Vi un barril para añejar vino, varios CD's de música horrorosa (que estuvieron pasando varias navidades como regalos de deshecho), candelabros, tomagotchis, thermos, cursilísimas lámparas que ni alumbran,…
De aquellas navidades de mi infancia a éstas, no hay comparación... Ojalá el socialismo del siglo XXI rescate aquellas navidades, pero sin esos San Nicoláses balurdos, sin arbolitos, sin esos "ritmos" estridentes, ojalá…