Elogio del pesimismo

El pesimismo tiene mala fama. Nadie quiere tomarse una foto en grupo con él, ni siquiera mencionarlo, a menos que sea para denostarlo. Todo el mundo quiere ser optimista. La violencia de los gestos para rechazar el pesimismo sugiere que se le tiene más bien terror, y todos le huyen. Como la autoayuda, esa versión comercializada del estoicismo religioso, todos pretenden imponer el optimismo a juro, así como se impone obligación de la felicidad, con cómicas metafísicas a base de "vibraciones".

Por supuesto, en la cotidianidad se requiere un mínimo de ánimo sustentado en algo de optimismo para emprender cualquier proyecto: un matrimonio, un negocio, incluso una candidatura, unos estudios. Incluso, es aceptable la ceguera y la sordera voluntarias de este optimismo cotidiano que no acepta ningún argumento en contra de sus intenciones, sobre todo si suena sensato. Este optimismo nuestro de cada día, debe ser por lo menos simulado por parte del político, y es de buen tono hacerlo. Todos saben que ese optimismo es falso y posado, aunque no por eso deja de ser útil.

El fundamento de la validez de este engaño del optimismo, es que, a veces, efectivamente, el estado de ánimo y la voluntad de los sujetos forman parte de la realidad y esta tiene grados diversos de plasticidad como para moldearla de acuerdo a nuestros objetivos y nos ceda algún fruto. Hay que animar y animarse a hacer lo propuesto, para que se realice. Para ello, se debe tomar por verdad una mentira sólo porque anima. Que se adecúe a la realidad es lo de menos; lo más importante es que entusiasme, por lo menos a los demás, porque uno siempre puede seguir fingiendo.

Pero no me refiero a ese optimismo cotidiano. Muchas veces en la vida se opta por la estupidez, simplemente porque es conveniente en algunas circunstancias.

Aludo, más bien, al pesimismo y al optimismo a los que se refiere Gramsci, con aquella frase tan citada, que menciona, como los platillos de la balanza "el optimismo de la voluntad" y "el pesimismo de la razón". Alabo el pesimismo porque hoy es señal de verdad y sensatez. Esta época, esta especial situación histórica, es de tales características que le es más adecuado el pesimismo que el optimismo, porque es una era de engaños y simulacros.

Dicho con otras palabras: en esta época, lo más inteligente es ser pesimista. Claro, que no todo el mundo quiere parecer inteligente. Más importante puede ser parecer temible, hasta bruto. Este es un rasgo propio de esta época, aunque no único de ella: más que amados, los dirigentes prefieren ser temidos, por su fuerza o hasta por su torpeza. Ese fue uno de los consejos más importantes de Maquiavelo: si no puedes conseguir una cosa, procura la otra. En una situación histórica marcada por un desastre ecológico mil veces previsto, pero nunca evitado, porque no conviene; en la cual la economía y la política mundial marchan hacia un enfrentamiento global irreconciliable, lo más razonable es ser pesimista.

Por supuesto, el grado de pesimismo u optimismo depende del punto de vista, del lugar desde donde se enuncia. Un norteamericano partidario de Trump puede ser optimista, porque es un idiota: es un Homero Simpson que cree en la necesidad de la supremacía norteamericana en el mundo y que su presidente es un tipo definitivamente franco, que le dice al pan pan y al latino narcotraficante, a la mujer puta y a los negros monos, sin esos retorcimientos de los demasiado intelectuales liberales demócratas. Un chino, a pesar del coronavirus, puede ser un gran optimista. Los milenios de su cultura permite los cálculos de muy largo plazo, una paciencia oriental como la de Deng, que se aguantó varias décadas de humillación de Mao, para al final marcar el destino de su gran país, justo en el camino adverso del Gran Timonel a quien de paso rinde homenajes. Ya su inmensa nación ha atravesado demasiados desastres, guerras, revolución cultural, como para asustarse por una epidemia que ha matado únicamente unos mil y pico de personas en un mar demográfico de miles de millones. China puede ver en el porvenir su conversión en lo que ya ha sido: un gran imperio. Con paso firme, unánime, todos a la vez, cada contacto de esos innumerables pies en la tierra, avanzando seguros, sacude al planeta entero. Un ruso puede ser relativamente optimista: Putin ha recuperado un poquito la dignidad nacional terriblemente magullada por el fracaso estruendoso de un experimento social y político que le faltó poco para llegar al siglo. Rusia mantiene parte fundamental de su arsenal nuclear. Hasta cuenta en su haber algunos éxitos militares y políticos en su periferia. Pero un venezolano…

Lo que quiero decir es que mi elogio al pesimismo no pretende ser una filosofía universal. Desde el siglo XIX no se construyen sistemas filosóficos así, y el siglo XX fue una verdadera catástrofe, no por inventarlos, sino precisamente por querer realizarlos a la fuerza. El pesimismo hoy es un producto venezolano, porque está en la cotidianidad de los más de cuatro millones de venezolanos migrantes, pero, sobre todo, en el resto que se quedó aquí y limitamos el optimismo a la esperanza de redondear los ingresos para comprar la harina, el arroz y hasta el queso y los huevos.

Tomo la idea de Jon Elster de que los individuos actúan estableciendo algún tipo de armonía entre sus deseos y la percepción de sus posibilidades: o se desea más allá de las propias posibilidades o se desea justo y únicamente lo que se puede. Rara vez se desea menos de lo que percibimos como posible, a menos que queramos otra cosa: un premio divino o algo así. Por eso se explica la aparente "normalidad" venezolana de hoy, ese dejar de interesarse en las convocatorias de Guaidó o en las repetidas promesas de Maduro de que este año, este sí, habrá un "despegue económico", o en los discursos heroicos en los que oye pajaritos o águilas furiosas. O sea, la creciente "desafiliación política" de la que dan cuenta los números de las encuestas, tan sólo es una muestra del sensato pesimismo que hoy nos caracteriza.

Pocos, muy pocos, esperan una solución inmediata, salomónica, deseable en términos de dignidad para todos, apropiada y beneficiosa para las mayorías, es decir, algo así como democrática, soberana, popular, etc., de esta crisis que ya se ha convertido en la marca existencial en este país. Nada de esperar grandes cosas. ¿Qué se reúnen para ver si se acuerdan en un nuevo CNE? Ok, pero pendiente ahí con los precios, con el CLAP, que no los venda debajo de cuerda el que cuadró con ALIMCA. Sensatamente, muy pocos tienen esperanzas en sus dirigentes, aparte de las muy reducidas en la llegada puntual del CLAP, los escasos minutos de gloria de Guaidó en Europa y Washington que le dan su pedacito de satisfacción a los fans, identificados con su héroe, los chistes de Diosdado en su programa de TV, entre otras labores de mantenimiento de las lealtades de los dos auditorios principales. Otros, tienen esperanzas infames, como esa de que Rusia, China o los Estados Unidos nos resolverán, según sean los gustos. Esos son los peores optimismos, los que detesto.

Tal vez (sólo tal vez) esta "crisis histórica" (lenguaje de un historiador como Manuel Caballero) tenga su desenlace mucho tiempo después de tragarnos este amargo jarabe de realidad y pesimismo que nos fortalece, porque no es capaz de matarnos. Y digámoslo de una vez: la única base para el optimismo es que seguimos vivos. Eso sí: no por demasiado tiempo.



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Jesús Puerta


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