John Dewey: Julio Mosquera versus Prieto Figueroa (II)

"Todos saben lo que desean de la educación... hasta que se les pide que lo expliquen. Entonces se hace evidente que muchas personas no albergan sino un sentimiento difuso y cálido por la educación"

B,V.Hill

"La verdadera idea de democracia, la significación de la democracia, debe ser continuamente reexplorada; debe ser continuamente descubierta y redescubierta, rehecha y reorganizada; y las instituciones políticas, económicas y sociales en las que se halla encarnada tienen que ser rehechas y reorganizadas para hacer frente a los cambios que tiene lugar en el desarrollo de nuevas necesidades y nuevos recursos para satisfacer esas necesidades"

John Dewey

"Por la vía del pragmatismo no se llega al socialismo"

Julio Mosquera

John Dewey (1859-1952) es, junto con Charles Peirce (1839-1914), William James (1842-1910) y George Mead (1863-1931) un representante destacado del pragmatismo. Esta corriente filosófica, surgida hacia la segunda mitad del siglo XIX en centros intelectuales y universitarios de Estados Unidos, contribuye significativamente en este siglo al desarrollo disciplinario de la filosofía e incide en diversos campos del conocimiento: la antropología cultural, la psicología social, la sociología, la política y la pedagogía. De los filósofos citados, es Dewey quien con mayor atención analizará los vínculos entre la moral, la educación y la democracia. Su manera de definir a esta última como "un principio educativo" y una "moral", refleja la estrecha relación que establece entre las mismas.

Según Wrigth Mills, el abordamiento sistemático de las cuestiones socio-políticas por parte de Dewey se inicia en los años veinte del e siglo XX y recrudece en las dos siguientes décadas; criterio que comparten otros autores y que es fácil de constatar por medio de una revisión de su producción bibliográfica. Como filósofo social, y en cuanto a su objeto de estudio, puede decirse que Dewey fue un pensador más afortunado que sus pares filosóficos y que el propio Durkheim. Su larga vida, montada entre dos siglos, le permite ser testigo de importantes acontecimientos históricos y de los efectos revulsivos que originan en diversas sociedades, en sus creencias y en sus prácticas: la primera guerra mundial, el triunfo y consolidación de la Revolución bolchevique, el surgimiento y apogeo del nacionalsocialismo, la Gran Depresión y el posterior protagonismo estadounidense como potencia capitalista mundial, la segunda gran guerra y el desencanto modernista por la ciencia, que crece con los hongos radiactivos de las bombas atómicas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki y, por último, subyacente como problema en todo ese lapso, los desafíos que enfrenta la democracia en la posguerra. Son éstos hitos descollantes que orientan buena parte de sus análisis relativos a la democracia. Las sucesivas crisis, en sus diversas manifestaciones (económicas, políticas, sociales, esto es, morales), demandan para él un replanteamiento del quehacer filosófico.

Dewey solía apelar al léxico del teatro para sus argumentaciones. Así, por ejemplo, cuando expone el "drama" en tres actos de la filosofía social y política en relación con los enfoques predominantes sobre la naturaleza humana; también, al subrayar la «tragedia» en que se debate el hombre por su continuo desencantamiento de las instituciones que crea para su seguridad y, al mismo tiempo, para su libertad; o al referirse a la «teatralización» que supone o conlleva una posible elección para la acción, en sus fines, medios y consecuencias, ante un «alter ego» interiorizado o externo. Y de sus análisis críticos y propositivos, en su teoría de y para la democracia, puedo decir que concibe a ésta como un drama continuo: con principios, medios, intermedios y finales abiertos. Con ese tipo de finales que suelen brindarnos algunas obras (literarias, cinematográficas, teatrales), las que, además de una cierta angustia porque no nos brindan un fin cerrado, nos arrojan la responsabilidad de prolongar la trama y la acción. Esta interpretación debe agregar algo imprescindible: en el drama de la democracia, todos somos actores. Al igual que en la vida cotidiana, somos artistas de «hecho» y de «derecho». Bajo esta perspectiva, para Dewey, el quehacer filosófico abarca el análisis crítico del argumento, de la escenificación o contexto, de los actores sociales, de sus inter-relaciones (en cuanto a memoria e inventiva respecto del argumento) y de sus consecuencias. Además, sólo sugiere las posibles líneas de ese fin burlón, pues no es más que un continúa. Así considero su propio quehacer, ya que a partir de la crítica persigue ofrecer hipótesis generales y argumentaciones que contribuyan, en sentido y estilo, a la prosecución de la democracia con inteligencia y pasión. Su filosofía social y política es un análisis pragmático del drama de la democracia que persigue un cometido moral.

Parece lógico esperar que las teorías pedagógicas que se basan en una concepción antropológica optimista, sean especialmente apreciadas por sus destinatarios. Sin embargo los humanos acostumbramos a tener nuestras propias convicciones sobre lo que nos conviene. De hecho, esto parece ser lo más específico de la realidad humana. Y precisamente con la realidad es contra lo que chocó frontalmente el optimista antropológico Dewey al menos tres veces en su vida. Comenzó a aplicar sus ideas pedagógicas en 1896 en Chicago, donde era profesor de filosofía, creando una escuela realmente nueva y —como suele pasar con las escuelas experimentales— elitista, en la que había un profesor por cada cuatro alumnos, siendo estos últimos, en su mayoría, hijos de profesores de la Universidad de Chicago bien predispuestos a aceptar las metodologías progresistas. Eran niños, por lo tanto, que llegaban con un amplio bagaje de conocimientos previos. Sin embargo esta experiencia no duró mucho. Pronto surgieron divergencias entre los profesores, que sólo acabaron tras la expulsión de una maestra, Alice, que era, además, la mujer de Dewey. Éste, despechado, se desentendió de la escuela, abandonó Chicago y se trasladó a la Universidad de Columbia. De reformas saben mucho los reformistas, pero de las tensiones que anidan en los claustros, son los profesores los doctorados.

Un detalle complementario: cuando la Laboratory School de Chicago abrió sus puertas, en 1896, tenía sólo 2 profesores y 16 alumnos. En 1902 tenía 23 maestros, 10 graduados universitarios que trabajaban como profesores asistentes v 140 alumnos.

Diecinueve años después, en 1915, las autoridades de Nueva York comenzaron a aplicar un plan de reformas educativas, llamado sistema Gary, que estaba directamente inspirado en las ideas pedagógicas de Dewey. En las escuelas Gary no había cursos convencionales, ni asignaturas, sino mucha actividad manual Los alumnos estudiaban según sus intereses y según sus intereses organizaban sus estudios. En el proyecto original, los mismos alumnos decidían cuándo tomarse los dos meses de vacaciones que les correspondían, si en invierno o en verano. Esto tenía la ventaja de que permitía mantener los equipamientos escolares (huertos, granjas, talleres) en constante uso.

El alcalde demócrata de la ciudad, con el apoyo de la prensa de izquierda, estaba decidido a no escatimar gastos en su implantación del sistema Gary, convencido de la bondad y justicia de sus pretensiones. Las familias afectadas, sin embargo, recibieron el proyecto con reticencias que pronto dieron lugar a una oposición frontal, cosa que al señor alcalde le costó el puesto.

El 19 de octubre de 1917 los estudiantes de las escuelas de Nueva York salieron a la calle a protestar airadamente contra el sistema Gary. La mayoría de ellos no superaba los quince años y algunos sólo tenían nueve. A pesar de su corta edad, cuando eran detenidos por la policía, invocaban airadamente la libertad de expresión. La crónica del New York Times del 20 de octubre añade que las manifestaciones congregaron a varios miles de niños, que desfilaron por Brooklyn y el Bronx apedreando escuelas y pinchando las ruedas de los coches de la policía. "We won't back until the Gary system is taken out"", gritaban (no volveremos a clase hasta que no se retire el sistema Gary). Y, efectivamente, se mantuvieron en huelga durante diez días, que fue el tiempo que les costó la victoria. Ni los alumnos ni sus padres estaban dispuestos a aceptar que la escuela fuese "la vida misma", como pretendía la pedagogía progresista propugnada por el alcalde. No iban a la escuela a encontrarse con la vida, sino con la exigencia que los liberase de su vida cotidiana. No esperaban de la escuela otra cosa. La mayoría eran emigrantes recién llegados de Europa que habían llegado a América con la firme decisión de salir de su condición de pobres, no para perpetuarse en ella. Confiaban en el sueño americano y estaban dispuestos a soñarlo con esfuerzo. Por eso no entendían el "culto a lo fácil" que a su parecer imponía el sistema Gary. Lo que le pedían a la escuela no era una preparación para la vida, sino una capacitación para cambiar de vida. A su parecer, la reforma les negaba las posibilidades de ascenso social.

Con la perspectiva que nos proporciona el presente, resulta como mínimo curioso constatar que en 1915, al mismo tiempo que se creaban las primeras escuelas del sistema Gary en Nueva York, muchos arremetían contra el activismo pedagógico de Dewey, señalando, que el origen de su pedagogía no era otro que la filosofía idealista alemana, y, más en concreto, la filosofía de J.G. Fichte (1762-1814). Quien repase su Discurso a la nación alemana se encontrará con la primera formulación de los principios del progresismo educativo: los de libertad, espontaneidad y actividad en primer lugar, y, como fondo, la confianza en la bondad natural del niño. Todo esto está aderezado con un maniqueísmo que exagera los rasgos negros de la «educación antigua» mientras ensalza acríticamente la brillantez de la nueva.

A finales de la década de 1930 comienza a estar claro para Dewey que las cosas no habían ido como él había previsto. Ve luces y sombras en el desarrollo de las escuelas progresivas estadounidenses y se muestra preocupado por los excesos pedagógicos; su fe en la potencialidad liberadora del conocimiento científico se estrella contra el hecho de que el nazismo esté triunfando en la nación más cultivada del mundo, Alemania y, por último, vive intensamente la decepción del estalinismo hasta dejar de creer en las pretensiones científicas del marxismo, al que ya ve como un dogma inflexible. En 1928 había visitado la Unión Soviética y había vuelto a los Estados Unidos lleno de admiración por haber encontrado "una cultura popular impregnada de cualidad estética". Había hablado ton los pedagogos soviéticos y había descubierto que no solamente compartían ideas, sino que uno de los referentes educativos de la Unión Soviética era la escuela progresiva americana. Escribió una serie de artículos laudatorios para The New Republic en los que dejaba constancia de su apoyo a la experimentación educativa soviética. Pero en los años treinta la deriva estalinista de la URSS lo vuelve cada vez más escéptico y comienza a darse cuenta de las diferencias históricas y culturales existentes entre los Estados Unidos y la Unión Soviética. Tanto es así que siente la necesidad de reformular el optimismo que destilaba su obra insignia, Democracy and education, de 1916. El resultado de su nuevo pensamiento se encuentra recogido en dos obras fundamentales: Experience and Education (1938) y Freedom and Culture (1939). En ellas deja constancia de que ha descubierto la dimensión política de la pedagogía.

En Experience and Education Dewey se muestra sensible a lo que la gente dice las escuelas progresivas. Si el pueblo es su destinatario, hay que recibir con atención su crítica de que los niños se pasan el día "making nut bread but could not read" (haciendo pan de nueces, pero no saben leer). Entendió que esta objeción podía tener fundamento y que su filosofía educativa podía caer en un vicio que él no había previsto: el antiintelectualismo. Las críticas procedían de ámbitos muy diversos. Eleanor Roosevelt, que sólo podía ser calificada de progresista, escribió en febrero de 1947: "A lo largo de todo el país la gente está preocupada (...). Creo que ya es hora de reexaminar nuestras teorías educativas. La "progressive education" es una interesante agrupación de términos... Sin embargo nosotros no queremos progresar hasta el punto de olvidar nuestras mejores costumbres y tradiciones. Me precinto a veces si lo que es comúnmente conocido como "progressive education", con el intento de conseguir que los niños y niñas quieran la escuela y desarrollen sus personalidades individuales, no ha olvidado algunas cosas esenciales".

Una educación que restringiera a sus alumnos el acceso a la tradición académica no podía ser considerada positivamente por Dewey. Incluso reprendió a sus seguidores que permitían que sus alumnos se guiaran exclusivamente por sus deseos. "El método más estúpido —les dijo— es el que ofrece tanta libertad al niño que prescinde de la guía del maestro."

El pecado original de la educación progresista es que ha estado mucho más preocupada por definirse a sí misma en oposición a la escuela tradicional que por crear una alternativa educativa consistente. Se ha dejado llevar por la idea de que todo lo que se opusiera a la escuela tradicional era bueno, pero no es bueno jugar ni con la autoridad del maestro ni con la de los contenidos

La libertad sólo significa ausencia de prohibiciones en su acepción más trivial. La escuela debe cultivar una libertad positiva que se sustente en hábitos firmes. «La única libertad que posee valor es la libertad de juicio ejercitada con la vista puesta en algo superior.» Por esta razón, el ideal que debe dirigir la educación ha de ser el del autocontrol dirigido por una inteligencia formada. Para ejercitar al alumno en el uso de esta libertad interior, el profesor puede negarle temporalmente la libertad exterior, reprimiendo los impulsos que se oponen a su consecución de objetivos nobles. Esto es especialmente necesario con los impulsos destructivos. "No hay mayor error que considerar la libertad como un fin en sí misma."

Los deseos e impulsos naturales constituyen siempre el punto de partida (esta tesis permanece inalterada a lo largo de toda la obra pedagógica de Dewey). Pero ahora insiste en que no hay posibilidad de crecimiento intelectual sin algún tipo de reconstrucción del impulso. El problema crucial de la educación es posponer los deseos inmediatos para organizar la acción en función de las metas más altas. Para ello el educador debe proteger al alumno incluso de sus propios impulsos, ayudándole a organizar su acción en planes y proyectos. No es suficiente, pues, con defender la experiencia. Hay que distinguir entre las buenas y las malas experiencias. Algunas experiencias son poco educativas y otras claramente deseducan.

Dewey continúa criticando, con sobrada razón, los aspectos más despersonalizados de la educación tradicional, pero ya no tiene ningún interés en perderse en cuestiones terminológicas. El debate entre educación progresiva y educación tradicional le parece estéril. Lo importante es conseguir que los alumnos salgan de la escuela con una buena educación. De esta manera está admitiendo que el método no es tan importante como había creído. Ha descubierto que con frecuencia en las escuelas el método se reduce a una etiqueta sin un contenido claro. Si lo importante es la experiencia, no hay educación que no proporcione experiencias. Pero lo importante no es la experiencia en sí misma, sino el tipo de experiencia a que ha tenido acceso el alumno.

Ahora es sensible también a la relevancia de la transmisión. La educación que pueden proporcionar los Estados Unidos a sus alumnos ha de mantenerse fiel a una corriente histórica que le da sentido, y que es diferente de la de la Unión Soviética. En sus últimos años Dewey no tiene duda de cuál es su lado en el conflicto entre su país y la URSS. Plantea la cuestión de esta manera: «¿Cómo deberían informarse los jóvenes sobre su pasado de tal manera que su información sea un potente agente en la valoración de la vida del presente?». Ha descubierto que la defensa de la democracia es algo más que vivir cómodamente instalado en la ingenuidad de una democracia sin autoridad. Muchos de sus discípulos militarán ideológicamente de manera muy activa a favor de su país en los años de la guerra fría. Dewey murió en Nueva York el 1 de junio de 1952, sin poder sospechar la que se le venía encima…



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Luis Antonio Azócar Bates

Matemático y filósofo

 medida713@gmail.com

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