La burocracia del siniestro mundo de los obstáculos administrativos, del absurdo y del abuso a la ciudadanía por parte del poder, de la que en su tiempo dio buena cuenta Kafka, parecía haberse quedo atrás. Se suponía que aquella vieja realidad iba camino de ser superada para mejor, entre otros motivos, debido al auge propagandístico de los derechos y libertades ciudadanas e incluso parecía que la desidia proverbial de sus empleados pasaba a formar parte de la leyenda, aliviada por la contribución de las nuevas tecnologías. Había motivos para entender que aquella triste imagen en la mente de los administrados no era nada más que una pesadilla colectiva de otros tiempos. En un panorama de progreso digital, se hablaba de que gracias a los ordenadores e internet ya se le podía colgar el rótulo de administración moderna, en la que el arsenal legaliforme se adecuaba a los intereses ciudadanos a fin de que superaran el tradicional papel de sirvientes administrativos. Pueden ser referencia en este punto, dado su carácter modernizante, las burocracias de las llamadas democracias capitalistas avanzadas, por el papel que hoy juegan en el panorama global.
Mas el ambiente idílico hasta hace poco, en el que la administración iba tirando con las cuatro cosillas encomendadas a sus empleados para no agobiarles en su papel de vigilantes de las máquinas. que eran quien realmente trabajaban, se vino a truncar desde el momento en que alguien lanzó la bomba de la pandemia y llegó el caos. Hoy, cuando los gobernantes tratan de poner orden en el desorden, los administrados han visto como la burocracia retornaba a los tiempos kafkianos y el muro ha vuelto a levantarse para guardar la distancia entre administradores y administrados. Se trata de un muro de obstáculos construido por la maquinaria burocrática y percibido por el ciudadano como irreal, absurdo, extraño y de carácter opresivo, levantado con la finalidad —al margen de cantinelas oficiales— de dejar constancia de quién manda realmente. Con lo que, para el usuario de sus actividades, al natural miedo a la pandemia se añade la angustia, el desasosiego y el sentimiento de impotencia como persona. Así parecen estar las cosas.
Previo al panorama que se observa desde este lado del visible muro burocrático, que cualquier afectado puede percibir, conviene hacer referencia a quienes se encuentran al otro lado. Primero, téngase en cuenta que el planteamiento personal del gremio de la burocracia siempre ha sido muy sencillo y humanamente comprensible. Hay que señalar, para simplificar, que se trata de trabajar lo menos posible, puesto que en todo caso el salario está asegurado al contar con un pagador a prueba de quiebras, con lo que esforzarse más allá de lo que ordena le protocolo es energía malgastada. No obstante, conviene no descuidar aquello de dar relevancia a la función, haciendo de ella una suerte de arcano, reservada a unos pocos intelectualmente preparados. Segundo, gozando de tan privilegiada posición, que permite guardar distancias con el ciudadano común, viene a reforzarla su protector, el burócrata político, empeñado en vender a la opinión pública que sus empleados son servidores públicos —entiéndase de lo público y no del ciudadano—. Terminología ampulosa la de servidores si no se cae en el detalle, cuando resulta que, en el mejor de los supuestos, solo son guardianes a sueldo de los intereses políticos de cada momento recogidos en las leyes y, con referencia a lo que afecta a lo público, no pasa de ser un mito para la ocasión sujeto a las conveniencias del partido dominante. Alguien pudiera imaginar que, dicho así, los agremiados, acogidos rigurosamente al trabajo tasado, no obstante deberían ser dignos de homenaje permanente o de alguna medalla que otra, amen del vasallaje del populacho. Tercero, el otro burócrata, es decir, el burócrata político, producto resultante de la democracia al uso, suele ser profano en la normativa del manejo del papeleo y para que las cosas marchen ha que pasar obligadamente a ser rehén de los expertos. Desde este planteamiento, la burocracia administrativa se ha situado en la cima del poder, ajena a la democracia, sostenida en la autoridad del puesto y blindada simplemente por la lógica del que manda.
Hay que reconocer que las medidas profilácticas para tratar de mantener a salvo a los representantes de la autoridad están justificadas, incluso esta otra de las citas previas, porque realmente está diseñada para aligerar su estresante trabajo. Téngase en cuenta que si se opta por la baja laboral como medida de prevención la parálisis sería todavía mayor; de ahí que lo la cita para promover el trabajo ordenado y tasado sea una buena ocurrencia para tener satisfecho al personal. Por eso, las cosas van lentas pero por buen camino, solo se atiende a los privilegiados incluidos en la lista cerrada para que no haya agobios. Seguramente la pandemia ha consolidado el principio ya ensayado de que para cumplir con los fines de un trabajo eficiente y realizarlo con sosiego, obligado es confeccionar esa lista diaria de tareas, seguida de los rituales de pausas justificadas —como las dedicadas al café, al tabaco, a la prensa, a los chismes o a otros menesteres— y una vez cumplidos ambos trámites finiquitar la jornada laboral. Quizás este sea un buen remedio para evitar la parálisis burocrática, pero también debe serlo para paralizar la gobernanza.
Volviendo a este lado del muro administrativo, cabe observar que acaso ese blindaje establecido como medida de protección entre ambas partes ha sido diseñado en esta ocasión para evitar contagios que puedan afectar a la maquinaria, aunque menos al de este lado. Esta situación tiene cierta ventaja para el administrado, por ejemplo, ya no es necesario llamar en persona a la puerta del edificio administrativo para realizar cualquier gestión. Ahora, aunque las colas siguen siendo endémicas, queda la opción de pedir cita telefónica, a la que como respuesta suele haber un teléfono mudo o una retahíla mecánica para tranquilizar en la larga espera. Pese al temor fundado a la desatención por vía telefónica, se conserva la esperanza de que quizás un día la maquinaria se abra al diálogo y responda a la consulta o con el tiempo se pueda acceder de puertas adentro al edificio público, cumpliendo con todas las medidas de seguridad. Una vez allí, es posible que se descubra, pese al progreso propagandístico, que lo digital no ha roto con la lentitud y el papeleo, que la natural pereza no ha sido superada y que continúa vigente lo del vuelva usted otro día previa cita. En demasiados casos, el permanente estado de inquietud es inevitable para el administrado, soluciones efectivas escasas —es posible que le dé un poco por aquí y se le quite por allá—, tal vez vuelta a empezar y, si no hay suerte, la gestión que le acucia se verá demorada sine die entre montañas de papeles esperando turno, mientras el afectado continuará dedicándose a cumplir con el programa de las citas previas.
El ritual de la cita previa se ha llevado hasta extremos insospechados. Alguien consideraría desproporcionado —pero de hecho no lo es, porque continúa en plena vigencia—que, llegado a la puerta del edificio burocrático para presentar un simple escrito o solicitar una información sencilla, se responda sin el menor pudor que sin cita previa no se puede informar ni acceder al edificio. Parece ser que en tales casos hay que cumplir el protocolo por seguridad de todos, aunque la seguridad sanitaria siempre estará en riesgo, ya sea con cita previa o sin ella, por lo que tales prácticas solo pueden ser entendidas como un simple incordio al ciudadano. Vista desde el otro lado sería una medida para procurar alivio laboral de los empleados públicos en tiempos de pandemia y librarse así de cualquier cliente inoportuno o potencialmente contagioso.
Entre otras oportunidades burocráticas que ha dado la pandemia y tomando como referencia esos países avanzados que sirven de modelo, se ha aprovechado la ocasión para dar alas a los trabajadores privilegiados, porque su trabajo se lo permite, poniendo en escena lo del teletrabajo. Apropiado para el personal burocrático porque, más allá de evitar solamente los contagios, tiene presente eso de conciliar la vida laboral con la familiar y otras mejoras, como contribuir a la riqueza personal, evitar el estrés laboral e incrementar el índice de satisfacción personal. El problema reside en que los burócratas que se limitaban a cumplir con el horario laboral y poco más se han quedado afectados, porque tendrán que aportar resultados, a lo que no estaban habituados. Para los usuarios de la maquinaria burocrática, el muro se eleva todavía más y las distancias ya son insalvables. Queda la alternativa de internet, lo que está en línea tanto con la actual sociedad de las imágenes como con lo de guardar las distancias. Concentrada en el formulario, es útil para el empleado e inútil para el administrado en lo puntual, porque sirve de escaqueo en lo fundamental. Para rematar el extraño panorama ambiental, apuntando hacia la superación a fin de que la burocracia resulte más kafkiana todavía, aunque aquello de la jornada semanal de tres días con uno de descanso en el medio no llegue a prosperar, queda un hilo de esperanza al menos para consolidar el derecho al ocio generalizado, que es de lo que se trata para mejorar el consumo, tal vez por eso se apunta a la jornada laboral de cuatro días.
Mientras la burocracia de la normalidad hace aguas en algunos aspectos, sucede que, pese a la pandemia, la eficacia sancionadora y recaudadora no ha decaído, la actividad marcha a pleno rendimiento, lo que refleja el carácter opresivo y autoritario del que manda y el de su aparato burocrático. Por una u otra vía el muro se refuerza en dimensiones, las puertas de acceso son más estrechas y lamentablemente apenas se abren, salvo para la ocasión y en fechas señaladas por la propaganda, siempre previa cita. Entregada la ciudadanía al operativo marcado por la burocracia kafkiana, la imagen del poder se ha hecho más agresiva, porque se ha librado en gran medida del peso de los derechos y libertades ciudadanas creando situaciones excepcionales a cada paso. Los gobernados, acuciados por la profilaxis establecida por sus gobernantes, han perdido muchas de las anteriores concesiones, al punto de que, establecida su tutela en virtud de los intereses sanitarios, solo son números con los que operan a conveniencia los que ejercen el poder y de ello dan cuenta las estadísticas diarias.
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