En el marco del sistema capitalista, la democracia original se ha venido perfeccionando, concentrándose exclusivamente en el terreno del voto. De manera que la función de la mayoría ciudadana consiste en dejar constancia fehaciente de sus preferencias políticas, predeterminadas mediáticamente, en elecciones para la ocasión y ahí concluye su función. Quien, tras la suma de votos, resulte ganador en la contienda ya no es tanto consecuencia de las preferencias de los electores como de la habilidad de los promotores, empeñados en aliviar del peso de la tarea del pensar a los votantes buscando adhesión a sus consignas. Concluida la representación, la minoría seleccionada se dedicará a mandarles por un tiempo, a la espera de ser reemplazada en su momento por otra. Más allá de este sencillo planteamiento del tema, hoy es posible observar que la democracia al uso no consiste solamente en votar para que gobierne una minoría que se dice representativa de la mayoría, sino que se exige cumplir con otro requisito de fondo para ser debidamente homologada.
Un primer paso, consensuado al más alto nivel por la oligarquía capitalista mundial, viene siendo que el proceso a seguir para las elecciones políticas sea previamente validado convenientemente a través de una especie de registro de marcas comerciales; es decir, solamente se tienen por democracias las que han sido registradas en la oficina del sistema. El segundo es que el producto político esté debidamente diseñado, etiquetado y distribuido conforme a las normas de calidad que exige el mercado capitalista. En caso contrario la mercancía no goza del valor de calidad democrática y, como cualquier producto comercial que no cumple con los requisitos a tal fin establecidos, se considera una falsificación.
El inicio de los trámites para la creación del registro de la marca democracia es relativamente reciente, no más allá de un par de siglos. Con independencia de que Aristóteles ya se pronunciara en el sentido de que existe democracia cuando la mayoría gobierna en interés general —lo que definitivamente ha quedado anclado en el terreno de la leyenda, puesto que la mayoría no gobierna, cuando resulta ser gobernada—, aparcada la parte que podría entenderse en sentido radical, hubo que acudir a la ficción preparada por el contractualismo de corte conservador y sacar a escena lo de la representación. Siguiendo a Locke, pasando por Tocqueville y afines, resultó que la democracia que gozaría de la preferencia de la fuerza dominante a la sazón, entiéndase la burguesía, era la democracia representativa. Un producto político comercial confeccionado al amparo de los intereses del capitalismo de su tiempo para controlar la gobernanza de las naciones y fundamentalmente a las masas, con vistas a hacerlas fieles de su mercado. Con retoques posteriores, como el sufragio universal, abierto y sin restricciones de género, puede decirse que el producto empezó a andar con ciertas garantías de credibilidad, pero con limitaciones y algo de mala prensa local —caso de aquellas compras de votos a base de tinas de escabeche, porrones de vino y algarabía de cantina o componenda similar y otras corruptelas menores promovidas por los caciques locales de la época—. Al final, eliminado en apariencia el mercadeo de los votos, y procurando dar mucho bombo al mito de la libertad y sacando brillo a los derechos individuales, la futura marca democracia ganó prestigio, se modernizó al compás de los tiempos y se hizo digna de ser registrada oficialmente.
Dejando aparte las distintas técnicas de marketing moderno dirigidas a la persuasión para vender la mercancía sobre la base del quién da más, cuando no la vulgar manipulación del electorado, el hecho es que hoy, con el uso de las nueva tecnologías, todo eso del mercadeo pasa totalmente desapercibido, aunque en distintas versiones continúe funcionando. La democracia del voto se queda solamente en los resultados estadísticos que procuran las urnas y lo demás ya no interesa. Si no salen a la luz las trampas procuradas ahora por la tecnología de lo virtual, lo que no parece sencillo, todo queda debidamente validado a la vista de las estadísticas oficiales. En definitiva, la situación parece estar bastante clara, al extremo de que esos otros apaños que se quieren hacer pasar por democracia, simplemente porque la ciudadanía vota, pero en realidad es directamente obligada a pronunciarse en una determinada dirección política por las dictaduras o autocracias dominantes en el terreno local, no gozan de la condición de democracia de marca.
No obstante, pese a las cautelas, la oligarquía capitalista internacional y sus asalariados políticos se han encontrado con situaciones en las que la democracia del voto, cumpliendo los requisitos burocráticos con los que se adornan las democracias avanzadas, simplemente no resulta ser de su agrado, porque no se siguen las consignas globales del mercado, y los elegidos por los votantes no gozan de sus simpatías por no pertenecer al clan de amiguetes patrocinados. En esa situación, se trata de desautorizar los resultados electorales y, más aún, excluir a esos países de la condición de democracia de marca, al sacarles del registro oficial sin base jurídica consistente, puesto que en tales casos ni cabe hablar de dictaduras ni de autocracias en sentido estricto.
Dicho esto, parece ser que no gozar de la condición política que da la democracia de marca en base a tales argumentos, conlleva la exclusión del concierto del poder económico y político dominante. Está claro que para cumplir con los nuevos requisitos de pertenencia, primeramente, hay que colocar en la escena política a los seleccionados por el poder global, básicamente para no apartar a los países de las bonanzas que ofrece la maquinaria capitalista. En cuanto a los ciudadanos, el planteamiento mercantil de la nueva modernidad tiene otra cara, aunque el fondo siga siendo el mismo —pero sin escabeche ni vino—, ahora se les ofrece bienestar virtual a cambio de fidelidad al voto programado para las sucursales de la oligarquía global dominante. Más o menos y al margen de florituras político-jurídicas, estas son las nuevas exigencias que impone la elite del poder capitalista para acogerse a su democracia de marca comercial.
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