Ya el maestro Simón Rodríguez se detenía ante la realidad de la sociedad suma de hombres y mujeres, y con ello ante la imposibilidad de alcanzar una sociedad igualitaria, justa y republicana si no se tiene el hombre y la mujer republicanos. Algo así como intentar levantar una pared sin ladrillos. La voluntad y la inteligencia estratégica del Comandante Chávez han puesto en las manos del pueblo, acaso la herramienta más eficaz desde la aparición de la Agricultura, la Ganadería, el Estado, la Propiedad Privada y con todo ello el Patriarcado: la posibilidad de construir la comuna desde el semillero social primario. Una sociedad a escala que rompa con la dinámica excluyente y explotadora propia del capitalismo y la sustituya por el círculo virtuoso de la solidaridad, la inclusión, la igualdad en la diversidad y el amor de los unos por los otros.
Emprender tan formidable tarea obviando la labor de miles de años de cultura de la muerte y el egoísmo es un boleto al fracaso. Para transformar esta cosecha cultural son necesarios los otros motores constituyentes: Moral y Luces y Nueva Geometría del Poder. Sin embargo, hay una tarea inminente que debe encontrar a todas y todos los cuadros revolucionarios como entusiastas cooperadores: la siembra de la solidaridad en los detalles más pequeños. Esos detalles que no dependen sino de nosotros mismos. Esos detalles que convierten la vida comunitaria en problema de todos. Esos detalles que se afirman en el amor y sólo descansa cuando entre nosotros nadie está olvidado.
Tiende el hombre a sentirse más cómodo si aquello que mueve sus afectos no es rechazado por la mayoría, y al contrario, se mostrará mucho más holgado si su conducta es ampliamente aceptada o aprobada por el conjunto mayoritario del grupo. Aún así, debemos reiterar la condición particular del hombre que lo hace intuir en forma natural lo que es bueno o malo, aunque el conjunto de la comuna piense distinto, y el dilema moral que le plantea llevar adelante conductas que sabe alejadas del bien del conjunto. El hombre tiene una vocación al bien que lo llama a la realización de actos que sepa intrínsecamente buenos y padece, además, de una cierta paternidad sobre el efecto que sus conductas causan en los demás. De nuevo, Baruch de Espinosa nos presenta este dilema entre la búsqueda del bien ideal, más allá de la moda social imperante, la capacidad o incapacidad del hombre para comprometerse con una conducta coherente con esta vocación y el efecto que esta situación causa en sí mismo, expresándolo admirablemente de este modo:
"Si alguien hace algo que afecta a los demás de alegría, será afectado en sí mismo de una alegría acompañada de la idea de sí mismo como causa, o sea, se considerará así mismo con alegría. Si, por el contrario, ha hecho, o dejado de hacer, algo que sabe afecta a los demás o alguno de tristeza, se considerará a sí mismo con tristeza y causa de esa tristeza"
De modo que debemos hacer saborear a los miembros de la comuna el gozo hermoso de ver que sus acciones causan felicidad y alegría en los otros. Es natural en el hombre la búsqueda del bien para sí mismo, pero no lo es menos -¡por esos somos seres humanos!- que existe una relación insoslayable entre el bien propio y el efecto que este bien tiene en los demás. De nuevo, Espinosa, lo expresa de este modo:
"El bien que apetece para sí todo el que sigue la virtud, sin importar el entorno, lo deseará también para todos los demás hombres"
De tal forma que frente a todas las razones para el pesimismo que pudiésemos albergar con sobrada razón, dado los niveles de amoralidad en que está sumida la humanidad contemporánea luego de siglos de cultura inhumana, hemos de tener la seguridad de que existe en el hombre, en su propia naturaleza, una contradicción lo suficientemente poderosa como para esperar que, debidamente estimulado y avisado por quienes deben hacerlo, desarrolle las fuerzas necesarias para sobreponerse al colapso moral imperante. La vocación de utilidad que todo hombre tiene actuará como una fuerza poderosa que lo conducirá, con más o menos dificultades, a la satisfacción de sus propias potencialidades inmanentemente unidas a su ser:
"Cuanto más se esfuerza cada cual en buscar su utilidad, esto es en conservar y dar sentido a su ser, y cuanto más lo consigue, tanto más dotado de satisfacción está; y al contrario, en tanto que descuide la conservación de su utilidad –esto es, de su ser- en esa medida es y sentirá más insatisfecho e impotente"
Debemos estar seguros de la presencia en la naturaleza humana -aplastada a veces pero nunca vencida u olvidada- de una vocación de bien, y hemos de hacerlo conscientes de la fuerza que la inclinación al egoísmo y al mal tiene en su propia constitución. A pesar de las dificultades, la moral se impone como una exigencia de nuestras propias estructuras antropológicas. El ser humano está obligado en medio de un constante combate -que nadie niega y que muchas veces pierde- a ser dinámicamente ético por su misma naturaleza, a la que tiene que imprimir inevitablemente una orientación en función del sentido que quiera darle a su propia existencia. Nacemos sin estar hechos, y la moral no es sino el estilo de vida que cada uno elige en coherencia con su propio proyecto.
HAY QUE LLEVAR LA REVOLUCIÓN EN EL ALMA PARA MORIR POR ELLA,
Y NO EN LA BOCA PARA COMER DE ELLA.
"No hay revolución que tenga sentido, si se pierde el sentido de la vida humana"
martinguedez@gmail.com