Ante la incapacidad del capitalismo de garantizar el bienestar de la mayoría de las personas, básicamente porque, centrado en el mercado, no estaba disponible para todos, el liberalismo tuvo que claudicar, suavizó las cosas y se reinventó como neoliberalismo, acogiendo como colaborador en la tarea del bienestar en el mercado al aparato estatal. Aquello del intervencionismo keynesiano venía a ser la solución temporal, de manera que, dando protagonismo al Estado en la actividad económica, se alcanzaría el doble efecto de aliviar, por una parte, los problemas empresariales en un mercado en decadencia y, por otra, facilitaría a los necesitados el acceso al bienestar, antes privatizado, en lo que se refería a las necesidades básicas de la existencia. El propio Estado haría su particular negocio, en cuanto permitiría la estabilidad social, al equilibrar las diferencias personales. Aquella tarea estatal, de apariencia altruista, iniciada el siglo pasado, cobró arraigo y muchos Estados se colocaron el sonoro rótulo de Estado del bienestar, porque sonaba bien ante sus ciudadanos, Tendencia que con el tiempo se fue generalizando, ya que permitía aumentar el poder de la burocracia pública y aportaba esa aureola de progreso que enlaza, por otro lado, con los intereses capitalistas.
Después de una andadura de casi un siglo, en la que a mitad del recorrido se apreciaron avances en la tarea del bienestar estatalizado, especialmente en la más generalizada, siguiendo el modelo alemán, tan ambiciosa pretensión se va colapsando progresivamente. Lo de la crisis del modelo viene fundamentalmente por falta de fondos, toda vez que la creciente demanda de dinero es insostenible, y si los impuestos que se exigen para conservarlo resultan desproporcionados está abocado a la quiebra. Cuando resulta más llamativo el proceso de decadencia es a partir del momento en que el Estado deja de ser proveedor de un bienestar razonable para todos y pasa a ser paternalista para con unos pocos favorecidos, tornándose despilfarrador con fines electoralistas y promotor de en un modelo empresarial entregado a la dependencia del sector público. El aparato político, neoliberal, por un lado, e intervencionista, por otro, acaba generando malestar, directamente percibido por sus ciudadanos que observan como la mayor parte del bienestar se queda en propaganda, mientras otra parte funciona a medio ritmo y la otra se ha paralizado por falta de fondos.
Continuando con la tarea de un bienestar encomendado al Estado, el que se ha definido como proyecto milenario, un ambicioso plan patrocinado por el capitalismo de izquierda, y formalizado institucionalmente al más alto nivel, con la vista puesta en el negocio en ciernes, especialmente concentrado en un mayor consumismo, en realidad lo que ha venido a apuntar es la quiebra del antiguo modelo, sustituido por otro que se podría llamar Estado de beneficencia. Respondiendo a los planteamientos de un nuevo sistema político, que apoyado en la tarea propagandística de procurar el bienestar general, en realidad lo que pretende es mantener atada a la ciudadanía a la doctrina del sistema. El nuevo modelo benefactor ha pasado a ser más insostenible todavía que su precedente, ya que aspira llegar a todos, por lo que demanda aportes de dinero ingentes para rellenar las arcas públicas, de tal manera que habría que pagar impuestos simplemente por el hecho de respirar, pero no para procurar ese idílico bienestar colectivo, sino para mantener a unos pocos y a una maquinaria burocrática desbordada, que aliviaría el paro y alegraría al mercado. Se añadiría otro problema, puesto que a mayor beneficencia oficializada mayor intromisión en la actividad personal. En cuanto a los beneficiados, además de los burócratas, no hay problema alguno en que el aparato se introduzca en sus intimidades, en razón al beneficio obtenido, pero la medida alcanzaría a los demás en su condición de proveedores obligados a confesar sus bienes, al objeto de contribuir al reparto entre los titulados vulnerables, para que salgan corriendo a gastar la limosna obtenida en los caprichos que proporciona el mercado. Estos últimos son los los personajes centrales del avanzado Estado de beneficencia, algunos hasta son expertos en lo de no trabajar y vivir a cuenta de la generosidad estatal, porque de otra manera no gozarían del bienestar del mercado. En cuanto a los otros, los que ahora trabajan, acabarían aspirando a lo mismo, es decir, acogerse lo antes posible a la beneficencia para que el Estado corra con sus gastos.
En parte, el problema se ha agudizado con la marcha del proceso de globalización, en lo que supone desmantelamiento de los Estados débiles en el plano de la soberanía exterior, por estar sujetos a las decisiones de las instituciones internacionales y a las del Estado-hegemónico de zona, lo que impide la adopción de medidas drásticas de saneamiento político-social de carácter local. Embarcados en tales aventuras internacionales, mirar hacia el propio Estado del bienestar en su sentido originario, queda solo para la propaganda. En el plano real se le deja solamente operativo en aquello que se refiere al orden capitalista, entregando a la mayoría de sus gentes a la disciplina del mercado para tratar de alcanzarlo. Por otra parte, se dice que continúa operativo para cumplir con el objetivo de acabar con la pobreza, simplemente alimentando a ciertos necesitados, pero manteniendo viva en sus calles la pobreza visible. Es lo que viene observando cualquier ciudadano, no afectado por la anestesia doctrinal, residente en alguno de los Estados que se autodefinen como avanzados De ahí el malestar, que genera tanto la irresponsabilidad por la mala gestión económica y el peor funcionamiento de las instituciones como la hipocresía de sus mandatarios, que dicen grabar a los ricos y a los que no lo son, para privilegiar a la representación de cierto modelo de pobreza formalizada. La globalización, asistida por el proceso de mundialización política y con auxilio de las burocracias locales, ha dejado solamente en pie la estructura del Estado del bienestar en algunos países avanzados menores, sustituyendo en parte lo que se entiende como factor de bienestar por un malestar generalizado, que lleva camino de hacerse endémico para dar carácter al Estado y hacer posible la transición. En ello vienen influyendo la deplorable gestión política, burocrática, económica y social que están trayendo los tiempos de la cultura del ocio y la subvención. Lo que permite abrir la puerta a ese nuevo Estado de beneficencia en ciernes, al que todos sus ciudadanos parecen estar destinados, tarde o temprano, a acogerse.
Con referencia a la desconfianza de la ciudadanía sobre la marcha de ciertas políticas locales, visibles en la actuación de la burocracia pública, el sentimiento generalizado de estado de malestar, se presenta como el reflejo del desencanto de la sociedad civil, por lo que se facturó como la panacea para acabar con ciertas desigualdades sociales. Al punto que, frente al Estado del bienestar, aquejado de crisis continúas desde tiempo atrás, emerge ese otro modelo ya institucionalizado, que lo entrega a las determinaciones de la simple inactividad de la burocracia del privilegio, que se reconoce como el Estado del malestar, dispuesto a avanzar en la dirección del Estado de beneficencia, que se va consolidando como un nuevo modelo, por citar un ejemplo, en este país europeo.
Efectivamente que subsisten algunas actividades del viejo sistema de bienestar público, claves para el funcionamiento estatal, aclarando que posiblemente se mantengan vigentes, no en interés del bienestar ciudadano, sino del orden político; otras, que abarcan el correcto funcionamiento de la actividad administrativa y sanitaria, sirven, en gran medida para crear desaliento entre la población y desviarla en lo posible hacia el negocio privado, si quiere ser atendidas. Desmantelar la sanidad pública para privatizarla en la parte más rentable viene a ser la cantinela actual en los oídos de la gente. El conocido proceso de la cita previa, el bloqueo de las oficinas públicas con ocasión de la pandemia, el teletrabajo, la llamada conciliación de los empleados, la jornada laboral que se encoge hasta alcanzar dimensiones inconcebibles, los paros laborales, las huelgas de brazos caídos, el mantra de trabajar lo menos posible, los innumerables derechos laborales y administrativos, pasan factura diaria al usuario, al que solo le cabe la resignación o acudir a los servicios de un gestor privado, para tratar de aliviar sus necesidades administrativas, o a la sanidad privada, si se siente afectado por un problema de salud.
El buen entendimiento del sector público con el sector privado en el tema del funcionamiento de la burocracia es un argumento más en el proceso del desmantelamiento del llamado Estado del bienestar. En el plano real, se le está derivando hacia un Estado ajeno al bienestar de muchos, devolviendo su función a la empresa privada, o bien entregando a la ciudadanía a la paciente sumisión, a la espera de que algún día se acuerde resolver sus problemas, con la finalidad de mantener vigente el eslogan publicitario con que se sigue adornando. Ciertamente queda a la vista en el plano de la actividad pública lo que pudiera llamarse el Estado de beneficencia, como nuestra de un evidente retroceso a otros tiempos, en el que los necesitados o los pícaros pedían limosna por las calles; la diferencia es que ahora acuden a las oficinas públicas para solicitar limosna, ateniéndose al papeleo disuasorio, al objeto de aliviar la carga de trabajo del empleado de turno, además de tratar de evitar abusos. En todo caso, sigue siendo posible autoetiquetarse como social.
Ese modelo estatal de bienestar, que va caminando como puede a base de arreglos provisionales y no de soluciones efectivas, es lo que queda de aquel, embarcado en la tarea de cumplir con el bienestar social, para involucrarse en esa otra, dirigida a ampliar el negocio del mercado capitalista, utilizando distintas vías. Pasado el periodo propagandístico del llamado bienestar, se trata ahora de dejarlo ahí como una estructura complementaria del sistema ordenador, para acentuar los procedimientos de control sobre todos los ciudadanos. Asimismo, hay que consolidar la dependencia de los necesitados y empobrecer, vía mayores impuestos y entrega más radical al mercado, a quienes temporalmente no se consideren vulnerables, para que acaben siéndolo. Desde el nuevo Estado del malestar, en plena vigencia práctica, asistimos, aquí y ahora, a un proceso que abre la puerta a otro modelo más avanzado en el tiempo, que es el Estado de beneficencia, para tratar de cumplir con el mito de acabar con la pobreza, haciendo más pobre y dependiente de la burocracia estatal a la ciudadanía en general.
Si el Estado del bienestar tiene problemas de subsistencia y se está generando un claro malestar, porque está afectado de parálisis parcial, el que comienza a ver la luz, hay que reiterar, que es insostenible por principio, a falta de financiadores. Por otro lado, la pura beneficencia como instrumento para entregar a los no pudientes al mercado, no es más que totalitarismo económico, porque crea dependencia desproporcionada del sistema y anula la individualidad. Asimismo, basado en la dependencia comercial y estatal, no existe la libertad personal, reconducida a pantomima publicitaria y propagandística, simplemente hay que hablar de libertades dentro de lo permitido, de conformidad con los intereses políticos, dirigidos a promocionar la doctrina capitalista, basada en consumir y seguir consumiendo. El antídoto pudiera ser recuperar el Estado del bienestar en términos reales, pero el capitalismo global no parece estar interesado.