Bolívar antes que guerrero, antes que filósofo, fue poeta

Los que sueñan de día son hombres peligrosos,
porque pueden vivir su sueño con los ojos
abiertos para hacerlos posible.
T.E. Lawrence.

El Libertador mostraba desdén por el lujo y la riqueza, y en su faltriquera no llevaba doblones ni perfumes (como decía Ricardo Palma), sino las obras de Montesquieu, Historias de Gil Blas de Santillana y el Diccionario Filosófico de Voltaire, entre otros clásicos. Bolívar leía en los bailes, en las batallas y en las iglesias. Le llegaban periódicos de Europa y de Estados Unidos que discutía y compartía con su Estado Mayor. Su conversación es chispeante, agradable y profunda. Por eso crea tantos admiradores entre los hombres sensibles y valientes. Le pide a Perú De Lacroix que invite a su mesa al rudo y ordinario oficial Freire, de su Estado Mayor, para enseñarle buenos modales; educarlo un poco para que aprecie la necesidad de la comunicación humana, el placer del conocimiento. Freire se conduce en la mesa como un beduino, y el Libertador con mucho tacto trata de enseñarle los más elementales principios de cortesía y urbanidad. Más tarde, le dice Bolívar a De Lacroix: “Es bien rústico su oficial de Estado Mayor, sin embargo que venga todos los días a almorzar y comer, le desbarataremos y haremos su educación”.

Los oficiales Ferguson y O'Leary no pierden movimientos y palabras de Su Excelencia. Todo en él es conocimiento vivo, expresiones sinceras: sus gestos, la mirada lejana o brillante, de fuego, de profundas reflexiones; su silencio, su lenguaje persuasivo o terrible, siempre inspirado. Un espectáculo, un fenómeno natural, atrayente, sugestivo, de una ebullición vital, siempre nueva. Se está a su lado alerta, con temor a no ser, a no estar a la altura de su pasmosa soledad; que pueda llegar a ver en el interior de ellos la carencia de ese rigor implacable que se aplica a sí mismo. Están todos a la expectativa de una frase que los presente tal cual son, con el mazo de una verdad nueva, insospechada. Descubre Bolívar, al instante, las buenas o malas cualidades de las personas. Dice de su edecán, el inglés Wilson, que tiene más espíritu diplomático que político, pero que le falta mucho la educación dura que se aprende recibiendo golpes de la realidad, de los errores. “Le hace falta - dice- pasar algún tiempo en las escuelas de las dificultades, de la adversidad y aun de la miseria”.

Se percibe en sus conversaciones con De Lacroix un sabor de confidencia y profundidad, parecida a las que Tolstoi tenía con Chejov, con Gorki. La sencillez y franqueza con que De Lacroix escribe sus observaciones están llenas de sugerencias inefables, de gran valor para el hombre de vena literaria. Algo debió ver Bolívar en este aventurero extraño y singular, para confesarle sus ideas filosóficas y morales: sus más íntimos temores, sus crudas opiniones sobre los generales y políticos de Venezuela y la Nueva Granada. Sus preguntas son eficaces y con un fondo a veces desesperado; por momentos sus palabras arrastran un caudal limpio, sencillo y fresco como el de un hombre apacible o el de un poeta sereno, que siempre ha vivido en medio de la paz y el disfrute armonioso de sus pasiones. Sin embargo, se siente una densa tormenta de fuego en esa calma; no tarda en aparecer el vigor del que ha tenido que luchar despiadadamente contra el destino. La horrible sensación de que sus esfuerzos y sueños van al descalabro lo transfigura todo en él. Su dulce y amable sonrisa decae en un rictus de pesar; el arco de sus cejas despejado, ligero, se curva, haciendo de su mirada un óvalo de sombrías penas. Entonces como el rayo estallan sus palabras de una certeza y clarividencia absoluta, irrefutable, total: son las profecías de sus dolores futuros, de siempre.

El estado emocional que en ocasiones describe De Lacroix nos recuerda a Bunín en el día esplendoroso e inolvidable en que se vio con Tolstoi. Uno ve a Bolívar, lo palpa, con las mismas sugerencias: “Una figura grave, en una blusa casera de franela, con pantalón del mismo color y zapatos cuadrados. De aspecto impresionante y terrible, ojos agudos y cejas fruncidas... me largó la mano con la palma hacia arriba, envolvió la mía oprimiéndola suavemente, y de pronto sonrió. La sonrisa era encantadora, tierna y al mismo tiempo triste. Entonces me di' cuenta de que sus pequeños ojos no eran agudos ni terribles, sino solamente como los de un animal en el bosque”.

Bolívar también debió hacer muchas preguntas rápidas y nerviosas a De Lacroix: Para qué había venido a Venezuela, si había visto de cerca a Napoleón, si estaba casado. Muchas cosas en un solo instante y que De Lacroix habría de recordar toda su vida. De Lacroix tal vez no podía decir casi nada dominado por la emoción: era ese influjo tan complejo y convergente de mil impresiones diferentes agolpadas en un instante en su cabeza. Al igual que Tolstoi, Bolívar contenía en sí mismo cientos de copias diferentes del hombre que le hablaba. Uno percibe la escena con un contagio igual de prodigio, de fervor.

Bolívar padecía ciertas obsesiones morales y religiosas en los últimos dos años de su vida, y trataba con un paternalismo dulce y amable a cuantos se le acercaban. Al Libertador le interesaba el fondo intrincado de las relaciones humanas.

Le gustaba, por ejemplo, hurgar en las pasiones extrañas y violentas del juego. El Bolívar que se dominaba en las victorias y en las derrotas, que se impuso a San Martín -que con su imaginación y su carácter había dominado a bárbaros y criminales-, admitía que el juego tenía un poder y una influencia nefasta que le hacía perder la cabeza (le pasaba lo mismo a los dos santos rusos Tolstoi y Dostoyevski). Bolívar jugaba a veces con pasión y llegó a tirar las barajas al aire y quejarse amargamente de su mala suerte; pero al mismo tiempo se desentendía rápidamente, descubriendo que carecía de imaginación y no era más que una absurda pérdida de tiempo. Decía: “Lo que es el juego: he perdido batallas; he perdido mucho dinero, me han traicionado, me han engañado abusando de mi confianza y nada de eso me ha conmovido, como lo hace una mesa de ropilla; que un hecho tan insignificante como es el juego, por lo que no tengo vocación ninguna, me irrite, me ponga indiscreto y en desorden cuando la suerte me es contraria. ¡Qué desgraciados deben ser los que tienen el vicio o el furor del juego!”

Lo mejor que se conserva sobre la sicología del Libertador se encuentra en el Diario de Bucaramanga, pero los poetas se quejan de los súbitos abismos y vacíos que la sutileza de De Lacroix no copia. ¿Cómo es posible -se pregunta Waldo Frank- que no mencione a Santa Teresa, Luis de León, San Juan de la Cruz, las tragedias de Calderón y de Tirso de Molina, que tanto concuerdan con las alturas de su destino y con la carne y la sangre de su acción? Está seguro Waldo Frank que Bolívar le hizo referencia de estos sabios y místicos de España, pero De Lacroix no estaba muy enterado del asunto y por lo tanto no lo registró en su diario.

El genio de Bolívar -como dice Victoria Ocampo de T. E. Lawrence- incluía el genio literario. De Bolívar haber llevado un diario de campaña habríamos visto los mismos sentimientos contradictorios, de tonalidades culpables, de afán Constante de superación moral, que Tolstoi nos muestra en sus obras.

A nosotros nos agrada el Bolívar en estado de espontaneidad creadora; el que estalla con la expresión certera, con ese cuchillo de claridades que penetra en lo hondo de los corazones. En todas sus cartas de campaña, desde la que escribe a Miranda en Puerto Cabello hasta la última al general Justo Briceño, sentimos sus nervios maltratados, deshechos por el delirio desesperado de su autoafirmación.

Hay también el Bolívar que intenta poner en orden sus ideas intelectuales; claro sin dejar de apelar a lo absoluto de su razón. Uno de los mejores ejemplos de este estado lo revela una especie de carta crítico-literaria que envía al poeta Olmedo. Allí le hace saber su opinión sobre el poema que éste ha escrito a la batalla de Junín: “Dejaré -empieza diciéndole- mis panegíricos para el fin de la obra, que en mi opinión los merece bien, y prepárese usted para oír inmensas verdades, o por mejor decir, verdades prosaicas, pues usted sabe muy bien que un poeta mide la verdad de un modo diferente de nosotros los hombres de prosa...”.

“Usted debió haber borrado muchos versos que yo encuentro prosaicos y vulgares... Después de esto, usted debió haber dejado este canto reposar como el vino en fermentación, para encontrarlo frío, gustarlo y apreciarlo. La precipitación es un gran delito en un poeta...”.

Después sigue una crítica muy fina del poema y la carta abarca unas tres densas páginas. Pero los pequeños párrafos anteriores hablan de una de las verdades más grandes, que valen tanto para los escritores latinoamericanos, como para los españoles. Hay precipitación, impaciencia, por publicar en nuestros países. Raramente nuestros escritores se dedican a revisar cuidadosamente lo que dicen antes de publicar y éste es uno de los peores males de nuestra literatura. Un libro mal acabado, escrito en dos o tres semanas bajo el influjo contradictorio y desenfocado de las calenturas literarias, de las pasiones, nos conduce peligrosamente al fracaso, a la frustración. El trabajo literario es cosa muy laboriosa, exige todo para sí, y alcanzar esa responsabilidad que nos coloca en una posición de ser dioses -donde podemos decidir de la vida, del destino de los demás- es uno de los dones más sublimes y serios de la naturaleza.

Sabía Bolívar que las artes: la poesía y la matemática, la política y la filosofía, en un punto se confunden y llegan a las mismas conclusiones escépticas y misteriosas sobre el universo; y que la dedicación a ellas con disciplina y concentración nos mantiene en un estado de independencia e inmaterialidad que nos aísla del mundo miserable y de las pequeñeces de la rutina existencial.

La acción y el intelecto en Bolívar eran una misma cosa, y por eso nada lo pinta mejor que sus propias cartas. Era amante del trato fino, directo, inteligente. Le molestaba, como al Quijote, la afectación y esa pedantería de escribas y leguleyos, sobre todo la que emanaba de nuestros pintorescos Congresos. Entre los caudillos ignorantes y los suaves filósofos, creo que prefería a los primeros, porque se acercaban más a lo elemental, sencillo y práctico de la naturaleza humana. Recuérdese a aquel Jiménez, mulato, que él mismo nombró general a pesar de todas las criticas que le hicieron. Jiménez había dejado el azadón y la pala de campesino siendo muy joven, para enrolarse como soldado raso en las filas patriotas. No sabía leer ni escribir, pero todos coincidían en que era muy listo. Sus compatriotas lo recuerdan como “un hombre sencillo, candoroso, ingenuo, de conducta privada irreprensible, religioso hasta poder ser llamado devoto”. Para Bolívar era uno de sus mejores oficiales y Jiménez le guardó fidelidad hasta la muerte, e incluso se alzó contra Mosquera y Caicedo en un intento por recobrar para el Libertador el respeto y la gratitud que Colombia le debía. Todo porque Jiménez llevaba en si el fatalismo heroico que le había infundido el Libertador.

Bolívar sabía que la evolución del carácter depende de las relaciones con los hombres fuertes. Siempre quiso ver y probar quién era capaz de ganarle en afecto y generosidad. Hay cartas suyas tan abrumadoras por el efecto sicológico, que nunca fueron respondidas en el mismo nivel. Fue con esa penetración con que desconcertó a Morillo, aplacó a los caudillos infames y se ganó la admiración de Europa.

Queda Morillo definitivamente sujeto a su genio cuando le dice: “No hay momento que no recuerde una idea, alguna sensación agradable originada de nuestra entrevista. Yo me doy la enhorabuena por haber conocido tan acreedores a mi justo aprecio, y el que a través de los prejuicios de la guerra no podíamos ver sino cubiertos a la sombra del error. Morillo quedó desarmado; en el momento en que leía aquella carta debió decirse: ¿Cómo puedo yo luchar contra este hombre? Derrotarlo -si fuera posible- no sería más que un crimen; es el único militar que podría dar a la América la paz y la confianza que necesita en si misma. Más valdría a mi honor oír sus palabras que todas las que provengan del rey o de mi propia ambición”.

Las palabras de Bolívar dejaban perplejo al que las recibía, porque -como hemos dicho- él buscaba sus argumentos en el corazón. Sólo la verdad y la actitud sincera de los hombres es inmutable, imperecedera. El sabía que al horror de la verdad seguía la justicia, la calma, la sinceridad del hombre con sus conflictos. La acción simultánea de la espada y el verbo eran en él una misma cosa. Bolívar se sorprendía a si mismo viendo lo que salía de su pasión, de su angustia y su obstinada lucha contra la nada.

En un rapto de inspiración le escribe al coronel Heres, comisionado para el armisticio con los españoles: “Examine qué impresión hace Ud. en el público, y sorprenda Ud. infraganti el secreto de sus corazones por un pronto y diestro examen. Sobre todo pregunte Ud. qué dicen de mí y de los colombianos”.

¿Y los consejos certeros que da a Azuola para que se encargue de la vicepresidencia del Congreso de Cúcuta?: “Procure Ud. instalar el Congreso con un discurso sencillo pero noble; sin frases estudiadas, palabras anticuadas. Mucho menos debe hacer elogios míos, procurando seguir en el orden de materias, el que pronunció Fernando VI! en las cortes o el presidente de los Estados Unidos en su Congreso”.

Estos párrafos indican la rapidez sicológica en medio del caos de los acontecimientos. Nadie podía escapar entonces de ese examen diestro que solía hacer tanto a enemigos como a subalternos. Estaba en su naturaleza ver la actitud voluble, doble o inesperada de los hombres o de los hechos. ¡Qué arma tan eficaz resulta siempre cuando, de todas las alternativas que nos ofrece la mente, optamos por la más verdadera y franca! Esa actitud siempre ha conquistado a los hombres. Una característica poderosa -repetimos- de esa verdad que Bolívar siempre tenía en la superficie de su mente y que con rapidez y habilidad sabía colocar en el momento oportuno, era motivo también para que los hombres callaran y se retiraran perplejos, sorprendidos por la penetración sincera de sus palabras. Se retiraban callados a ver de un modo más desnudo y franco los escombros de sus ilusiones. Bolívar era un pulverizador de vanas ilusiones.

Morillo no responde a la correspondencia con la misma frecuencia con que lo hace Bolívar. El Libertador, silencioso, merodea su alma y las posibles respuestas a sus afirmaciones. Si es un hombre ponderado y justo, me comprenderá y la causa será nuestra -debió decirse-. Si por el contrario no son esas sus virtudes, estará perdido: se traicionará a sí mismo traicionando la expresión íntima de mi corazón. En ambos casos la justicia moral estará de nuestra parte. Esa solía ser la actitud de Bolívar con amigos y enemigos: ofrecía franqueza y esperaba que la naturaleza hiciera el resto. Morillo no responde, no aclara sus pasos, y sin embargo Bolívar comienza a comprender la eficacia de su verdad; vuelve a la carga, con otra demoledora y sincera carta: “Tengo el sentimiento de decir a Ud. que no he recibido ninguna comunicación en que Ud. me participe su marcha a Europa, y sólo la idea de cualquier retraso me consuela de este silencio”.

Morillo se marchó completamente conquistado por Bolívar, y cuenta O'Leary que, cuando lo visitó en l835, allá en La Coruña, continuaba siendo un gran admirador del Libertador.

Se conocen muy pocas cartas donde se corresponde al Libertador su entrega, su patético deseo de identificación humana. Tal vez Sucre fue el único que confesó viril y apasionadamente su lealtad a Bolívar. Recuérdese que Páez mantuvo un vil y sinuoso silencio en los últimos años de la vida del Libertador. Le escribía Bolívar el 5 de agosto de l829: “Hace dos o tres correos que no recibo cartas de Ud. Yo lo he hecho con tanta frecuencia, que casi puedo asegurar no haber dejado de escribirle en dos seguidos.. Más tarde el 4 de septiembre de l829, le escribe al señor José A. de Alamo: Diga Ud. ¿qué ha tenido el general Páez? o ¿dónde está?, pues no recibo letra suya hace tiempo... No hallo ningún motivo para que pudiera retirar su correspondencia”.

No se conocen grandes respuestas a sus cartas y hay dos razones. Ante todo, como dijimos, la tremenda influencia española de aquellos tiempos, llena de prejuicios, que limitaban el arte de infundir confianza, amor y sinceridad de un modo sencillo, directo.

Otra razón proviene de que la mayoría de las veces el Libertador se entiende con militares, quienes suelen ser muy parcos y poco cultivados en el arte de leer y escribir. Las cartas de San Martín a Bolívar, por ejemplo, aunque muy correctas en su expresión, son frías; de ese color gris desleído de la diplomacia y el orden conceptual de las cosas.

También Bolívar escribió a O'Higgins con sus habituales expresiones de amistad; no se conocen de éste respuestas a la altura de sus palabras. Le escribe a O'Higgins en l822: “Me será muy grato que nuestra correspondencia epistolar, sea tan frecuente, cuanto posible y que reine en ella la sinceridad y el candor que son tan propios para unir a los compañeros de armas y amigos natos. Por mi parte ofrezco a Ud. los sentimientos de una verdadera amistad”.

La respuestas del resto de los políticos se reducen a explicaciones burocráticas y otras minucias intrascendentes. Sus diferencias con estos últimos están de un modo claro y definitivo cuando ante el Congreso dice: “Yo juré en el fondo de mi corazón no ser más que un soldado, servir solamente en la guerra, y ser en la paz un ciudadano. Pronto a sacrificar por el servicio público mis bienes, mi sangre y hasta mi gloria misma, no puedo, sin embargo hacer el sacrificio de mi conciencia, porque estoy profundamente penetrado de mi incapacidad para gobernar a Colombia, no conociendo ningún género de administración... soldado por necesidad y por inclinación, mi destino está señalado en un campo o en los cuarteles. El bufete es para mí un lugar de suplicio...”.

Bolívar va siempre al meollo de la hombría para ver cuánta fortaleza moral, valor o voluntad hay en quienes le rodean. Cuando sabe que hay un hombre notable en América, inmediatamente le escribe para extenderle su corazón.

Todo su patético amor por la amistad está en la siguiente carta que le escribe a J. M. del Castillo -l828-: “Yo me asombro algunas veces del tiempo que hemos perdido sin conocernos. No culpo a la fatalidad sino a mí mismo de una distracción que parece muy extraña a mi carácter; porque cuando yo observo un hombre de virtud y talento, mi afecto se arroja sobre él con una inclinación irresistible, y no se tranquiliza hasta que no ha logrado el recíproco”.

¡Ah, si Napoleón hubiera tenido el corazón de Bolívar no sólo habría conquistado a Goethe, a Beethoven, sino al mismo Tolstoi! Guerra y paz hubiera sido diferente. La pintura del coloso invasor habría tenido un tono más cercano a lo sublime que a lo bárbaro.

Finalmente diremos que debió ser horrendo, decepcionante y asfixiante aquel mundo de nulidades, que no estuvieron a la altura de las expresiones vitales, francas y amistosas del Libertador.

jrodri@ula.ve


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José Sant Roz

Director de Ensartaos.com.ve. Profesor de matemáticas en la Universidad de Los Andes (ULA). autor de más de veinte libros sobre política e historia.

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