Los más altos usuarios del poder, que ha pasado a ser mundial, tomando como soporte de fuerza del dinero, han culminado el proceso de construcción teórico del llamado nuevo orden, confeccionado a la medida de sus intereses, asentado sobre un modelo de sociedad plural en el plano semántico, pero unificada por la llamada del mercado. Esta sociedad, que algunos consideran universal, calificada como sumisa, al estar entregada plenamente a las determinaciones políticas y económicas del mandatario único, muestra su identidad en la entrega personal al bien-vivir de sus gentes. En ella, los restos de la individualidad han sido sometidos a la ley de la manada, regida ahora por la fórmula sutil de las libertades y los derechos, pero dentro el marco fijado por el gran cercado. No obstante, para limitar todavía más que los individuos escapen de sus límites, los cercados más avanzados de ámbito local, en un ambiente de supuestas libertades, aprietan el cerco dividiendo a la masa con pegatinas que alientan a consolidar lo que llaman diversidad, privilegiando sobre lo común a grupos variopintos, debidamente controlados por el interés del dinero, para evitar que traten de circular a su aire en lo fundamental para el negocio. De manera que, priorizando ese instrumento de coincidencia, es posible hablar de unidad desde la diversidad, completando luego la función encerrando a todos en el templo del mercado. Sirven de referencia de ese cercado local, en la escala de valores establecidos por el dinero, las sociedades ricas, marcando la senda a seguir a las de nivel descendente hasta llegar a las que se han quedado rezagadas. Las primeras están ahí para dar auge al valor del dinero y las otras, con demasiada frecuencia, como proveedoras de material humano a bajo coste. He aquí en lo que han quedado las virtudes que exportan aquellas que presumen de sociedades del progreso, dirigidas por los jerarcas de la gran sociedad llamada del progreso.
Esa sociedad dominante, fabricada a la medida de los intereses del gran capital, ha seguido una trayectoria de formación previa en torno a dejar bien claro la prioridad del mercado, cuyo referente cercano es la sociedad de consumo, dirigida desde sus comienzos hacia la construcción de una sociedad consumista que, caminando a la deriva, acaba definiéndose como la sociedad del progreso. A las masas, como el engranaje que permite la marcha del mercado, se las ha ofrecido bien-vivir y al motor empresarial la entrega de la marcha del progreso tecnológico, para satisfacer la pretensión de las primeras y prioritariamente la suya. La moderna sociedad consumista, acelerada por el efecto progreso, se ha quedado en negocio para el mercado e hipotético bienestar en pequeñas dosis para las ilusionadas gentes. Al fondo, lo que se observa es el capital creciente, merced a la frenética actividad de unos y otros, concentrado en unas pocas manos, cumpliendo los demás la función de fieles y de oficiantes respectivamente, asignada por la doctrina capitalista en uno y otro caso. Como el capital, reconocido por todos al valorar el dinero convencional como fundamental para la existencia, es poder, sus tenedores usan el poder a conveniencia sin una mínima posibilidad de contestación. Con lo que, no solo se trata de puro y duro imperialismo, ya que el poder único de esa minoría dominante se extiende sin límites, sino del más avanzado y refinado modelo totalitario, porque también fija, conforme a sus mandatos, el ritmo de la existencia colectiva.
Tal estrategia de dominación se camufla con dosis de verborrea y espectáculo, objeto de difusión por los servidores mediáticos, contando con el incondicional apoyo de la servidumbre política, clave por disponer de los medios de represión frente a la disidencia, utilizando la más avanzada tecnología jurídica, en cuanto a la forma, y la violencia ancestral, en el fondo. Las gentes se quedan con aquello de las libertades y creen en las oleadas de derechos otorgados, que solo son válidos entre particulares y del mismo rasero, pero no sucede así cuando toman presencia los intereses de la representación del poder, ya sea universal o local. Ejemplos llamativos de ese espíritu totalitario a nivel de la dirección mundial pueden apreciarse cuando entran en juego los intereses de los representantes del poder dominante, puesto que, incluso los derechos humanos, exponente de la sociedad del llamado progreso, se pulverizan sin el menor pudor, ante la total indiferencia del concierto internacional que se dice progresista.
El coste asumido por la cacareada sociedad del progreso universal, en realidad un progreso exclusivamente tecnológico que apenas alcanza al espíritu humano, no es otro que la pérdida de identidad personal, al estar plenamente disuelta en la masa consumista, a cambio de una bien-vivir vacío, exclusivo de los pobladores de las sociedades privilegiadas e ignorado por el resto. Por lo que el progreso efectivo se ha quedado en imponer el valor del capital, porque ha asumido un nivel de poder total, distribuido en pequeñas dosis de calidad decreciente, para los más aventajados, y en nada, para los excluidos.