Cuando se está en la realidad cotidiana del barrio o del caserío agrícola y se sumerge uno en sus problemas, un choque ardiente ocurre en nuestra conciencia al mirar el mundo. Se pregunta uno si este campesino, asediado por los grandes propietarios o esta mujer del barrio que sostiene entre sus manos un niño mientras ruega porque no llueva y se le caiga el rancho, le importará algo el mundo virtual que ve en la televisión o las noticias de viajes al espacio, las comunicaciones mágicas con cualquier parte del mundo o el desfile de modas que pasa la televisión.
El progreso científico ha llevado al hombre a la conquista de metas realmente maravillosas. Vivimos un período de logros que hace palidecer la imaginación de Julio Verne. En todos los campos de la ciencia los avances han sido fantásticos, de modo especial esto es más notorio en el ámbito de las comunicaciones, la informática y la biotecnología. Nadie en su sano juicio puede oponerse a esto sólo valorando sus efectos negativos sobre la vida humana. Equivaldría a oponerse al bisturí porque con él se puede matar.
Sin embargo es precisamente aquí donde se impone una ineludible reflexión. El progreso en sus distintas manifestaciones no puede ser un fin en sí mismo, como no pueden serlo los logros en la macroeconomía o en la industria farmacéutica. Todo –para que desde el punto de vista humano se justifique- debe estar ordenado al progreso humano, al progreso del ser humano integral, al progreso de todos. La medida de todas las cosas debe ser el hombre o estamos ante una contradicción intolerable. De no ser así estaremos en presencia de una suerte de dos mundos. Uno: con sistemas económicos o comunicacionales sanos y robustos construidos sobre la tumba de la civilización humana y la muerte del planeta. Dos: Con un planeta que llora de dolor retorciéndose antes de su muerte y una humanidad sumida en las peores miserias. Un mundo al revés, produciendo alimentos para los automóviles o asesinando miles de criaturas por petróleo. Un disparate monumental.
Si olvidamos los caminos de la sabiduría para seguir sólo los caminos de la ciencia por sí misma, estaremos frente a un monstruo amoral que terminará destruyéndolo todo y destruyéndonos a nosotros mismos. La ciencia proporciona los medios, la sabiduría señala como usarlos. No se excluyen ciencia y sabiduría, al contrario, son dos conquistas complementarias. En la praxis social, económica y cultural pareciéramos haber olvidado esta valiosa premisa. Se presentan las conquistas científicas como incuestionables en sí mismas. El hombre se contenta con la certeza y la utilidad práctica de su racionalismo nocional y científico, abandonando la reflexión filosófica y la búsqueda de la verdad.
Si todas las conquistas en cualquier ámbito de la vida no son guiadas por los valores profundos de la solidaridad, de la inclusión de los excluidos, del progreso de los más débiles, especialmente los más débiles entre los débiles: nuestros niños y niñas, nuestros ancianos y ancianas, nuestros marginados por el sistema, en vano intentaremos construir una sociedad comunal sin que ella termine reproduciendo los mismos gravísimos errores que decimos combatir.
No debemos tolerar ninguna conquista que rompa con los principios de igualdad y justicia plena. Tampoco podemos emprender progreso alguno si no se hace en comunión con la naturaleza. No hacerlo así, amenaza no sólo la vida de la comuna sino toda forma de vida integral y humana. Los progresos en biotecnología y la farmacopea tienen que aliviar el hambre de los más hambrientos, la sed de los sedientos y las enfermedades de todos. Una industria farmacéutica que priorice la producción de remedios para el control del peso, la disfunción eréctil o la belleza femenina, olvidando, obviando con indiferencia dolorosa los millones de enfermos de SIDA o el control de las endemias, con el único fin de obtener beneficios monetarios, no sólo es grosero…es un crimen contra la humanidad. Igual podemos decir de absolutamente todas las otras conquistas de la ciencia. No pueden alcanzarse para llenar de dinero a unos pocos mientras dos terceras partes de la humanidad se muere de hambre. En pequeño, esa es la misma moral radical y revolucionaria que debe orientar las conquistas de todo orden en las comunas: todo al servicio de todos, empresas de propiedad y producción social, distribución social de los beneficios, todos pendientes de todos, especialmente de los más vulnerables y desasistidos, sin amos de nuevo cuño por muy simpáticos que sean, sin nuevos señores más que el pueblo.
La búsqueda del tener como meta y el olvido del ser como fin representa unas de las herencias más letales que nos ha dejado el capitalismo. El revolucionario comunero y socialista –como tránsito y por ahora- tiene que enfrentarse a este veneno capitalista para crear canales de comunicación que le permita inculturar los valores de la vida en común como objetivo y modelo a pesar de los obstáculos. Esta tarea exige que no toleremos estructuras capitalistas bajo un discurso socialista. Un socialista debe mantener, no sólo un discurso socialista sino una forma de vida coherente con el discurso. Si tiene una empresa, esta debe ser de propiedad social, nada nuevo, ya lo hizo Roberto Owen y por supuesto no se las daba de revolucionario come candela, un revolucionario socialista no debe tener asalariados que trabajen para él sino compañeros y compañeras, todo lo demás ya lo hace –y muy bien- el capitalismo. De usurpar y apropiarse del plusvalor generado por el trabajo del asalariado saben mucho más y lo hacen mejor los viejos capitalistas que estos “revolucionarios” disfrazados. Así que nada de presentarnos como revolucionarios puristas y mantener estructuras groseramente capitalistas. ¡Fuera careta!
Debemos recuperar la reflexión humanista, el parón espiritual a que nos ha sometido el capitalismo ha tenido graves consecuencias en nosotros. Algunas de ellas son visibles y se manifiestan en la búsqueda ciega del mejoramiento económico particular o en la infructuosa persecución de una paz que por los medios materiales nunca alcanzaremos. Sólo en la paz compartida, en el bien compartido y en la solicitud por el prójimo encontraremos la paz tan ansiada. Flagelos como la droga o el alcoholismo entre nuestros jóvenes son un grito angustiado de un ser humano roto, víctima de las fuerzas que lo alienan y le enajenan la experiencia luminosa de la vida comunitaria.
Debemos atrevernos a construir, dentro de nuestras posibilidades y nuestras fuerzas, ese mundo que queremos. La comuna debe ser ese lugar privilegiado para hacerlo. Construyamos con la verdad de los más sagrados principios del humanismo en lo pequeño, en lo que está a nuestro alcance y podremos decir con Hermes Trimegisto: “Igual arriba que abajo, igual en lo grande como en lo pequeño”, o con Jesús de Nazareth: “El que es fiel en lo pequeño también lo será en lo grande”. Hagamos socialismo. Hagamos socialismo comunitario en pos de un futuro comunista. Hagamos socialismo de base, de comunidad. Hagámoslo ahora, aquí, con lo que tenemos y el ejemplo irá cundiendo. Si cada uno de nosotros hace lo suyo el resultado no tardaremos en verlo. Detrás de nosotros y apoyándonos en nuestro esfuerzo está un gobierno revolucionario con un hombre como Hugo Chávez a la cabeza. Dejemos de quejarnos por lo que no hacen otros y hagamos nosotros… ¡todo lo que podemos! Nuestro ejemplo será tan luminoso y contundente que volarán las caretas.
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