Algo clásico y simple como la verdad misma

¡Ser revolucionario verdadero!

Confieso que siento angustia. Irse enterando de dobleces, disimulos, codazos, trampas y vivezas, angustia y mucho. Recibimos, muy a menudo, demasiadas influencias y presiones, termina uno por no saber donde está la verdad del compatriota, si lo es de verdad, si no es sólo una mascara más. ¡Desfigura tanto, muele tanto, el poder y el dinero! Se perturba el sentido de la vista y el olfato, terminamos por no ver el bosque porque el árbol nos impide verlo.

De pronto, ser revolucionario termina evocando una cantidad de ritos y una multitud de exigencias subalternas, de datos, de vestimentas, de reuniones infaltables porque si no, ¡todo será peor y quedas fuera! Toda una serie de manejos terminan por encubrir el núcleo simple y esencial de la condición de revolucionario: ¡hacer la revolución por amor al pueblo!

Todo lo que es verdadero tiene una divina simplicidad, posee la clásica fluidez de la verdad. También la historia de los pueblos nos muestra esa misma tendencia; La verdad que simplifica y el hombre que complica. La historia del pueblo en el tiempo de Jesucristo es un espejo. De los seiscientos y tantos preceptos que debían cumplir los fariseos –todos ellos saturados, igualito que entre nosotros, de la teoría de los “mínimos imprescindibles”- a la simplicidad profunda del mandamiento nuevo: “amaos los unos a los otros”.

Ortega y Gasset apunta que: “el hombre complica y enmaraña, levanta muros y códigos que sólo el conoce con un fin: dominar y mandar”. Yo añadiría, que lo hace aquel que debe librar del escrutinio la bisutería que presenta como joya fina. Es pues, mucho más fácil de lo que pareciera pasar de la simplicidad de la verdad al enmarañamiento encubridor, especialmente, cuando se empieza a tener intereses que conservar, complicidades que ejercer, amos a los que responder.

Los grandes de la historia, desde Jesucristo hasta el Che, pasando por nuestro infaltable Simón Bolívar, nos legaron la verdad con el testimonio de sus vidas: ser revolucionario es hacer la revolución con y por el pueblo todos los días de nuestras vidas. Toda nuestra condición de revolucionarios se construye sobre este principio. Ser revolucionario es hacer la revolución por amor. No consiste sólo en el conocimiento o cumplimiento de ciertas fórmulas. Consiste fundamentalmente en el servicio a la revolución despojados de egoísmo, de orgullo, de vanidad y toda forma de injusticia, sólo ahí se verifica nuestra fidelidad: haciendo lo que debemos y haciéndolo bien, sin figuraciones, sin pescueceo, sin intereses escondidos.

Así que no hay variadas formas de ser revolucionario por la vía de las formas o las apariencias. Hay una forma que –al modo del mandamiento nuevo- lo resume todo: servir desde el desprecio por la riqueza, la influencia o el poder por amor al pueblo. Ser revolucionario es morir al hombre viejo, cada día, a cada instante, e ir pariendo al hombre nuevo en nosotros mismos.

Nada de estas cosas que nos angustian pasarían si nos miráramos en el espejo puro y simple del pueblo. Allí donde el pueblo humilde construye socialismo simple y bello está la verdad. El revolucionario tiene que experimentar en su vida esta realidad, que el hombre nuevo, fundamento de todo empeño revolucionario, tenemos que expresarlo con la vida misma, en el trabajo, en la vida social, en el mundo político, que tenemos que hacerlo a toda hora, saliendo de nosotros mismos, no sólo ciertos días, sino todos los días y las noches que nos dure esta vida.

Convertirnos al hombre nuevo, como su nombre lo indica supone converger hacia los valores humanistas, revolucionarios, cristianos, bolivarianos, robinsonianos, marxistas… con todas nuestras fuerzas, con toda nuestra voluntad y con toda nuestra pasión. Es poner todas nuestras potencialidades en un esfuerzo total al servicio del pueblo. Una exigencia –realmente imprescindible- que posee sus propias autonomías, que no está sujeta a cierto grado de cultura o una cierta edad o profesión. No existe el hombre nuevo profesional, sólo el hombre viejo que se va haciendo nuevo al modo como el alcohólico va dejando cada día el vicio venciéndolo. El revolucionario nunca estará terminado, siempre estará en formación, se irá haciendo, caminando, luchando, aprendiendo a serlo, superando las pruebas.

El revolucionario tiene irse haciendo consciente de sus debilidades y sus potencialidades, evitando las tentaciones, dudando de sí mismo. No existen privilegios, no hay galones substanciales que garanticen posiciones, no hay acepción de personas, todo depende siempre de la respuesta al llamado. En la respuesta de cada día se verifica el compromiso y se condiciona todo el proyecto personal. Debemos ser cada día constructores del revolucionario que queremos ser, conscientes de que lo seremos –como tantos otros- hasta que un mal día dejemos de serlo para dar el terrible espectáculo del renacimiento en nosotros del hombre viejo.

martinguedez@gmail.com







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Martín Guédez


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