La corrupción de valores –que no sólo la corrupción explícita y manifiesta- es sin duda uno de los más grandes desafíos que tiene la Revolución Bolivariana por delante. La pesada carga cultural inoculada por años de capitalismo no se borra en un dos por tres. Menos aún, cuando la vida diaria va colocando al revolucionario en el difícil trance de administrar ciertos beneficios y privilegios que le resultan naturales y justificados dado su “sacrificio” y entrega.
El dinero, como el poder –van siempre juntos- poseen una fuerza esclavizadora difícilmente resistible. No en vano Jesucristo recordaba que no se puede servir a Dios y al dinero, porque se terminará traicionando a Dios y siendo esclavo del dinero. Siempre sobrarán argumentos propios para ignorar esa desviación y suponer la voz profética que reclama como “cosa de envidiosos”. No obstante es difícil, muy difícil, acordarse de las necesidades del barrio –salvo elucubraciones y masturbaciones mentales de autocomplacencia- cuando se está bien instalado en un hábitat cómodo, se viaja en carro de lujo o se banquetea opíparamente “porque uno tiene derecho”.
Es precisamente esta desviación la que vemos esplendorosamente desarrollada en las clases medias. De ordinario la persona de clase media no es un oligarca venido a menos sino que por el contrario, es una persona que asciende económica y socialmente debido –casi siempre- a sus bien aprovechadas oportunidades de estudios. Al saborear el dulce encanto de la vida burguesa –porque tiene su encanto, por supuesto- la conciencia de clase hace aguas y se asfixia. Lenta pero inexorablemente el modo de vida y el estatus van mellando el filo de la conciencia de clase. Se acostumbra al buen vivir, al buen vestir y a esa paz sin sobresaltos de la urbanización cerrada a los “peligrosos pata en el sueño”. Como encantado por una suerte de magia, mira hacia arriba, hacia los verdaderos oligarcas, se identifica con ellos, aspira a ser como ellos, adquiere sus gustos y en la misma medida, mira hacia abajo con horror y espanto para alejarse de lo que fue y no quiere volver a ser más nunca. Cualquier política destinada a la dignificación de la clase pobre la ve como una agresión y un peligro. Esa “nueva” filosofía la inocula a sus hijos, consejos tales como: “estudia para que subas, mírame a mí”, “a mí me costó mucho pero aquí estoy…”, “el que le echa bolas progresa…” son los más comunes cuando se manda a los hijos al colegio privado y luego a la Universidad.
Ningún sector social es más refractario al modo de vida comunitaria y socialista que la clase media. Estos personajes pobres de solemnidad hasta hace unos pocos años que de repente se encuentran saboreando las mieles de la “dolce vita”, no tienen las razones del burgués capitalista, las suyas están ancladas en el temor que ellos mismos ayudan a crear. Aquellos que perseveran en el discurso revolucionario –en un buen número- lo hacen porque viven del discurso. Le encuentran el sentido utilitario al discurso y lo explotan, pero el abismo entre el dicho y el hecho es cada vez más rotundo. Sólo que el socialismo no es cosa de discursos o consignas, como decía el Che “La conducta revolucionaria es un espejo de la fe revolucionaria y cuando alguien que se dice revolucionario no se conduce como tal, no puede ser más que un desfachatado”.
Frente a estas desviaciones perniciosas y el momento siempre delicado del proceso revolucionario una angustia se instala en el corazón de las comunidades y sus voces proféticas. Si se señalan las desviaciones siempre se corre el riesgo de que estos señalamientos sean aprovechados por el enemigo formidable. Por cierto no nos referimos a la corrupción explícita, esa debe ser asunto del sistema judicial, nos referimos no a delitos sino a las desviaciones de la esencia revolucionaria, los primeros son ladrones vulgares y deben ir a la cárcel, los otros son un fraude ideológico y hacen más daño.
Un pueblo haciendo historia, para ser capaz de transformarla a partir de la etapa heredada, requiere de estas voces de radicalidad profética. Sin estas voces y ejemplos de vida radicales no hay marcha y ni siquiera hay camino. Una revolución sin estos carismas pierde su capacidad de analizar el presente, y sobre todo de tender hacia el futuro. Todo será un arroz con mango pasto de amorales expertos en el arte del mimetismo.
Cuando las cosas no están bien, tiene que ser la denuncia con el ejemplo la que rompa el silencio sin tolerar componendas: El desvío en la conducta del revolucionario es una clara evidencia de la ausencia de fe y amor revolucionario. Voz profética es aquella que va siempre poniendo las cosas al descubierto, sin ideologizarlas, y situando a la persona frente a las exigencias inapelables de una revolución socialista.
Imprescindible pero dura la tarea, porque esa praxis revolucionaria puede resultar para muchos tremendamente antipática, dura y desabrida, incluso insoportable, execrable y excluible. El modo de vida socialista tiene que ser deseado, amado y practicado como única manera de contagiarlo. La vida digna y compartida con el pueblo no puede estar en la escala de los deseos por debajo de la vida burguesa. La voz profética no es precursora de desastres sino de esperanza.
Un Revolucionario verdadero, como un cristiano verdadero, tiene que llevar su vida virtuosa y austera con alegría. No como si fuera una lápida pesada que le impone el destino sino como algo deseado que causa paz interior y sentido de libertad profunda. Francisco de Asis –no es el único caso, pero es el que se nos ocurre- era un joven rico, abrazó la vida cristiana y para hacerlo delante de todos en un tribunal se desnudó y renunció a todo para hacerlo libremente. Toda su vida transcurrió a partir de ahí dentro de la más digna y noble pobreza. Nunca permitió que sus “hermanos” llevaran nada como equipaje. Se es o no se es y Francisco lo era, punto. Sólo el amor fue su eterno compañero. Lo mismo podemos decir de muchos otros ejemplos.
¿Cómo podremos denunciar el sistema egoísta y salvaje capitalista si en cuanto podemos también vivimos como ellos? La Revolución necesita del buen revolucionario como el pan de la levadura. Cada día, cada hora y cada minuto el modo de vida espléndido, manirroto y tarambana debe estar sometido al reclamo desde lo más profundo de la conciencia por el niño con hambre y sin escuela, la madre del barrio, la viejita y el viejito solitarios, el campesino olvidado o el obrero explotado. Si se es indiferente a estos reclamos vanos serán los discursos. Se debe luchar cada día por hacer que tengan pan los que tienen hambre y hambre de la verdad los que tienen pan.