La historia de la humanidad no es, precisamente, un cuento de hadas con final feliz. Es, por el contrario, una sucesión de calamidades donde las relaciones interhumanas –al menos hasta ahora– han girado en torno al poder que unos ejercen sobre otros. La violencia es la nota distintiva: “la violencia es la partera de la historia”, se ha dicho con razón. Dicho de otra manera: es una historia de explotación de un grupo (curiosamente siempre minoritario) sobre las grandes mayorías, historia de saqueo, de usufructo del trabajo ajeno por parte de esa minoría, de guerras, de conquistas, de sufrimientos y privaciones para las grandes masas en contraste con la opulencia de unos pocos. Como asimismo es también una historia de imposición del más fuerte sobre el más débil: de los varones sobre las mujeres, de las culturas dominantes sobre las menos desarrolladas.
A lo largo de la historia fueron diversos los esfuerzos que surgieron para cambiar ese estado de cosas, para liberarse de las opresiones. Por eso nuestra historia como especie es una historia de luchas, interminables luchas en búsqueda de mayor justicia. Recientemente, a partir del surgimiento del capitalismo en Europa y su expansión como sistema económico-social triunfante por casi todo el globo, es la clase obrera la que reacciona y aparece como vanguardia para el cambio. Su oposición a la explotación capitalista marca el ritmo de las luchas por transformaciones sociales. Primeramente en forma espontánea con reivindicaciones de corte puntual en el orden laboral, luego con proyectos transformadores de más largo aliento, esa clase obrera industrial europea va marcando el ritmo de las nuevas luchas en el mundo. Más tarde surgen las ideas de una nueva cosmovisión de la realidad humana: aparece el socialismo. En su primera versión, como búsqueda utópica de un paraíso terrenal; más tarde, de la mano de Carlos Marx, como formulación acabada de una racionalidad político-filosófica, lo que se podría considerar un considerable esfuerzo científico. El socialismo pasa a ser, entonces, la visión de un nuevo mundo, las claves para su obtención, el camino para el gran cambio social.
Para mediados del siglo XIX ese pensamiento comienza a tener mayoría de edad. Crece, se solidifica, se desarrolla, y ya entrado el siglo XX es la fuente de inspiración de numerosos movimientos políticos que luchan por mayores cuotas de justicia. Como resultado de ello, en 1917 aparece la primera revolución donde las ideas de Marx son el fundamento de los hechos vividos: el marxismo como cosmovisión tiene entonces su primera aplicación práctica. Posteriormente, en el transcurso del siglo, van dándose otras revoluciones socialistas, diversas entre sí pero todas con el común denominador del sello marxista. Hacia fines de ese mismo siglo, luego de que por un momento una cuarta parte de la humanidad vivió en sistemas donde se construía el socialismo –en cuatro de los cinco continentes y con situaciones totalmente diversas– viene el colapso. Por distintos motivos casi todas las sociedades que se enrumbaban en algo nuevo, se desmoronaron. Y las que no siguieron ese camino de caída, quedaron en una soledad absoluta, bloqueadas, atacadas por el monstruo capitalista devenido ya imperio global. ¿Fue eso un problema del marxismo? ¿Podríamos quedarnos con la idea que el marxismo, como visión global de la historia y de las relaciones interhumanas, sigue siendo válido y lo que falló fue su implementación? ¿O es más compleja la situación? ¿Sigue teniendo vigencia el marxismo?
Responder eso implica un largo desarrollo; hoy por hoy el debate en torno a ello está abierto, y felizmente caminando a buen paso. Lo que intentamos transmitir en este breve artículo es, más que nada, una expresión de deseos. No rehuimos al debate con ello, sino que simplemente lo apoyamos con estas expresiones más –por así decirlo– pasionales: ¡el marxismo sigue vigente! ¡El marxismo no ha muerto! Para expresarlo con la frase habitualmente atribuida a don Juan Tenorio: “los muertos que vos matáis gozan de buena salud”.
El marxismo no sólo goza de buena salud sino que, si queremos dar batalla con posibilidades de éxito en la lucha por un mundo con mayor justicia, nos sigue siendo imprescindible. El marxismo no es una caprichosa filosofía adecuada a un determinado momento histórico, una moda intelectual pasajera. Es, más allá de las puestas al día que pueda necesitar más de un siglo después de su formulación original, una forma de entender y de actuar sobre la realidad que no caduca con el tiempo.
El marxismo, que en boca de su creador no debería llamarse así sino “socialismo científico”, es una amplia y profunda visión de la realidad humana, de la historia y del movimiento de las sociedades, surgido de la confluencia de varias fuentes teóricas importantes: la economía política inglesa, la filosofía de la historia hegeliana, el pensamiento político francés. Sus formulaciones básicas, como en cualquier ciencia, pretenden validez universal y van allende las circunstancias puntuales. El marxismo, o socialismo científico, sirvió para poner en marcha tanto la revolución bolchevique de Rusia como para insuflar la lucha de los movimientos campesinos africanos, para la revolución china o la revolución cubana, para animar las guerrillas en Latinoamérica así como para direccionar las políticas del movimiento sindical en distintas partes del mundo. El marxismo animó y sigue animando innumerables propuestas de cambio, progresistas, vanguardistas. En otros términos: es sinónimo de rebeldía, de desafío al orden constituido, de transformación. El marxismo, en ese sentido, es la concepción teórica de una realidad social sobre la que hay que actuar, y por tanto en su forma original se presenta como una serie de verdades inobjetables en el campo económico-social básicamente: el trabajo como fuente de riqueza, el trabajo enajenado como germen de las clases sociales, la historia como lucha de clases, las revoluciones político-sociales como motor del movimiento de la humanidad. Y en lo inherente a la modernidad, a la formación social de estos últimos siglos que hoy ya se ha impuesto planetariamente: el trabajo asalariado como fermento de cambio en contra del capital; de ahí que la clase obrera encarna el papel de vanguardia revolucionaria. Esas son las verdades del marxismo, verdades que no han cambiado en lo esencial en estos años, aunque se haya reemplazado la fragua por la computadora y las primeras locomotoras de vapor por aviones supersónicos.
No hay dudas que en sus formulaciones –hechas en la segunda mitad del siglo XIX– quedaron muchas cosas sin resolver, dichas a medias o simplemente no dichas. Por ejemplo, el tema de la inequidad de género no está presente en el marxismo clásico de una manera contundente, y hoy sabemos que ese es uno de los grandes combates que libra la humanidad para su mejoramiento. Así como tampoco aparece nada en relación a la catástrofe medioambiental a que llevó el modelo depredador de la industria capitalista. Por supuesto, nadie dijo que la formulación originaria fuera perfecta, acabada de una vez; nada más contrario al espíritu marxista que eso justamente. El marxismo es profundamente autocrítico, si no, no es marxismo.
Y como una de las importantes asignaturas pendientes en su ideario tenemos el tema del poder, de las relaciones interhumanas en torno al poder. Muchas de las experiencias socialistas conocidas durante el siglo XX nos presentaron situaciones donde la jerarquía de poderes, la diferencia entre cúpula gobernante y pueblo fue monumental, tanto o más criticable que en cualquier sociedad capitalista. La pregonada “dictadura del proletariado” –anunciada como el paso previo para la entrada en un mundo de equidad definitiva y para todos– tuvo mucho más de dictadura que de otra cosa, y no sirvió efectivamente para transformar revolucionariamente la sociedad, para generar una nueva cultura de la horizontalidad y la solidaridad. Pero una vez más, entonces: ¿dónde está el problema? ¿En el texto de Marx? ¿En una mala interpretación de su obra? O, más honestamente, ¿en que hay vacíos en la obra marxista que aún no están lo suficientemente desarrollados?
Es necesario criticar el verticalismo y la burocracia de los pesados regímenes soviéticos y de socialismo este-europeo. Tenemos que hacerlo, forzosamente; si la derecha lo critica por “antidemocráticos” (democracia vacía, por supuesto), desde el campo de la izquierda debemos hacerlo con un sentido superador. Nunca más se deben repetir esas monstruosidades dictatoriales que se dieron en algunas experiencias pretendidamente socialistas durante el siglo pasado. Pero, ahora bien: ¿por qué se dieron? ¿Están indicadas en la obra de Marx? ¿Acaso en algún lugar el pensador alemán llamó a construir esos monstruos? ¿En qué parte de su obra convoca a conformar los gulags, a fomentar los privilegios de los funcionarios y a expandir casi al infinito las policías secretas de Estado con control omnímodo sobre las poblaciones? ¿Fue Marx el que concibió locuras tales como la exterminación en masa de un fanático ávido de poder como Stalin, o de un criminal de guerra como Pol Pot? No, sin dudas. ¿Podría decirse que estas “deformaciones” se deben a que no se respetó fielmente el texto de Marx? No, tampoco; si ello así fuera, sería peligroso, porque haría pensar que se trató de problemas de interpretación de un texto. ¡Y ningún texto contiene verdades reveladas! En todo caso –esto es más humilde e implica más trabajo, pero es realmente el espíritu revolucionario que contiene la teoría– se trata de seguir indagando con auténtica actitud autocrítica acerca de todo: de los conceptos fundamentales, de las nuevas realidades del siglo XXI, de temas no tratados un siglo y medio atrás. El tema de la fascinación por el poder (cosa muy humana, por lo que vemos) debe seguir siendo abordado. ¿O acaso repetir una consigna “revolucionaria” ya nos liberó de las fascinaciones por el poder, del autoritarismo y la jerarquía? ¿El machismo o el racismo, se terminan sólo por declararnos socialistas, por usar una camisa con la imagen del Che Guevara? La construcción de sociedades más justas está aún en pleno proceso, y las experiencias socialistas que conocimos son apenas primeros pasos, tímidos, balbuceantes.
Marx no habló, por ejemplo, de las reivindicaciones de los homosexuales, o de los problemas de la creciente marginalidad social (niños de la calle, nómadas urbanos), o de las migraciones masivas de población del Sur hacia el Norte, o de la transferencia de industria (industria de ensamblaje básicamente) desde la metrópoli capitalista hacia los países periféricos, más baratos y con menos regulaciones medioambientales; todo esto son problemas nuevos, inexistentes 150 años atrás, y que convocan a la profundización de su estudio y a nuevas propuestas. Pero que no estén el texto original de Marx no significan que no puedan plantearse y resolverse también desde una óptica marxista, es decir: desde el socialismo científico.
La composición última de la sociedad, su división en clases basada en la propiedad privada de los medios de producción, ¿varió en estos casi dos siglos en que van surgiendo las ideas socialistas? Que el proletariado industrial que movía la maquinaria alimentada con carbón ahora sea mucho menor que en la Inglaterra del 1800 y su reemplazo por tecnologías robóticas ¿implica acaso que se terminó la estructura capitalista, la extracción de plusvalía y el crecimiento del capital? La actual desregulación del trabajo (eufemismo por decir super explotación de estas últimas dos décadas, caído el bloque soviético) o la transferencia de industria de ensamblaje desde el Norte hacia el Sur, ¿terminó con la explotación del trabajo? ¿No sirven las verdades de la mirada marxista para entender esos fenómenos y para actuar en consecuencia? Si así fuera, si se desactualizó el marxismo, ¿con qué lo reemplazamos? ¿Hay, hoy por hoy, alguna visión que nos de la ciencia social de la derecha que pueda servirnos para la lucha revolucionaria? ¿O es la misma izquierda marxista la que debe proponer su autocrítica y superar sus propios errores?
No hay dudas que muchas de las calamidades del socialismo real conocido son absolutamente impresentables. Por qué negarlo: en muchas de esas experiencias se construyeron verdaderas dictaduras. Pero eso no invalidad la necesidad de cambiar todo lo que sea injusto: al sistema capitalista, sin dudas, porque no da salida a los acuciantes problemas de la humanidad. Y también al socialismo real que terminó siendo dictatorial, cerrado, antipopular. ¿No es justamente la esencia misma del marxismo promover la justicia, la equidad, la igualdad?
Pese al desarrollo fabuloso de las capacidades productivas que alcanzó el sistema capitalista, la mayoría de la población mundial sigue viviendo en condiciones precarias. Los beneficios de la explosión científico-técnica del mundo moderno no alcanzan para resolver problemas que técnicamente se podrían superar por la simple razón que la estructura del sistema no lo permite: mientras los medios de producción sigan siendo privados y la sociedad se mueva sólo por el afán de lucro personal, los grandes problemas de la humanidad no podrán ser remediados. Sólo una visión nueva, basada en los intereses colectivos, puede poner todo ese potencial de la industria moderna al servicio de la totalidad y permitir reales cuotas de beneficios para todos y todas.
A esa nueva forma de entender el mundo, a eso lo llamamos socialismo. Y los fundamentos teóricos más fuertes que existen para buscar su concreción, a eso le llamamos marxismo. Si queremos decirlo así: el marxismo encarna el sentimiento generalizado de querer vivir mejor, de ser más felices, todos, sin que esa búsqueda implique ir contra nadie. ¿No tenemos todos ese derecho acaso? ¿No tenemos todos el derecho a vivir con dignidad, de disfrutar la vida, de no ser explotados por nadie, de ser seres libres? ¿No tenemos todos el derecho a ser felices? “Marxismo”, en definitiva, no es sino el sinónimo de esa búsqueda. ¿Por qué habría de estar obsoleta esa idea entonces? Mientras siga habiendo injusticias en el mundo, seguirán las luchas para afrontarlas y terminarlas. El marxismo es la expresión de esas luchas, así de simple. ¿Por qué habría de perder vigencia si el mundo aún sigue siendo profundamente injusto?
mmcolussi@gmail.com