No estamos preparados para asumir el socialismo

Lo confieso: me asquea el comercio que se desata en el mes de diciembre. Comprar, vender, comprar, vender… En lo que se vende no hay productos venezolanos, y la locura por lo extraño, por la novedad, por lo cuchi, “mono”, “bello” ocupa todas las expresiones y todas las bocas. He visto enjambres cargados como burriquitas con docenas de aparatos y juguetes. El sucedáneo, el aliciente, el consuelo de una vida que tiene pocas cosas en las cuales creer, a las cuales amar con devoción sincera, porque el pensar se hace escaso y lo “humano” sólo existe en cuentos de telenovelas, en las películas que también se compran para ir matando el tiempo. La vida no va con nosotros; le tenemos miedo, la esquivamos, la olvidamos.

En ese mar de compradores sin descanso, estresados, agobiados porque nunca darán en el blanco de lo que buscan y quieren para los demás, vemos a nuestros queridos chavistas como cualquier otro escuálido. No se distinguen, son iguales comprando, vendiendo. Es la vida que aprendimos, que nos enseñaron, que nos dieron, con la que nos trajeron a este mundo. Ese es el mundo del capital, de la oferta y la demanda. Yo visitaba un supermercado y pensaba que si nosotros por una razón suprema de lucha por lo nuestro nos negásemos a traer de afuera las exquisiteces con las que nos hemos habituado a convivir en la clase media y alta (y a la cual ahora se incorpora vorazmente la clase pobre), el gobierno se vería en un serio aprieto, y seguramente perdería muchos puntos. Las navidades que “gozamos” desde hace siglos, son navidades importadas con sus símbolos del imbécil San Nicolás, la navidad de la música gringa.

Ayer en una cola, una señora hablaba horrores contra el gobierno, y le dije: “Dé gracias Dios, señora, que hoy usted tiene más dinero que nunca antes lo tuvo en su vida.” La señora me miró sorprendida de que alguien tuviera el atrevimiento de oponerse a lo que ella sostenía con tanta vehemencia, y me respondió: “Nadie, me lo da yo me he ganado”. Le sugerí que todo el mundo se merece lo que se gana, pero que antes comparativamente era muy poco lo que recibíamos por lo mismo que se hace ahora. Luego le dije: “el crecimiento económico de Venezuela es de los mayores del mundo, y aunque no le guste, es gracias al Presidente Chávez”. ¡Dios mío!, estalló Troya, la señora me dijo que yo no era venezolano, que Chávez andaba regalando el petróleo a todo el mundo. Le pregunté: “¿Cómo le consta a usted que Chávez anda regalando nuestro petróleo?”, y de inmediato saltó: “El mismo Chávez lo anda diciendo por todas partes”. Le respondí que Chávez no era un imbécil para decir tal ridiculez, y que cuando Chávez nos deje de gobernar Estados Unidos volverá a gozar de un barril a 10 o 15 dólares. La señora contestó: “Prefiero mil veces un barril a ese precio a que Chávez lo siga regalando…”

Yo me fui pensando como el poeta Schiller: “Contra la estupidez ni los mismos dioses pueden.” ¿Será el espíritu de la navidad que las pone así, a las escuálidas?

En mi infancia era otra cosa: Cuando era niño esperaba al Niño Jesús y lo buscaba en el cielo imaginando que me vigilaba para ver cómo me portaba. Por la noche del 24, sólo podía conciliar el sueño porque se me amenazaba con que si no dormía no me traerían nada. La maravilla de ver debajo de la cama el regalito del Niño Jesús justificaba una vida por encima de todo lo real y humano. Quizá importaba más la llegada de ese niño Jesús misterioso, sublime, que el regalo en sí mismo, por lo menos para mí. De aquella vida simple y apacible del campo, en la que en navidades se quemaba harta pólvora (y yo mismo en una ocasión paré en el hospital gravemente quemado en una pierna) y se iba a las misas de aguinaldo en una especie de euforia colectiva, de gloria casi mística y solemne, entre los olores a dulce, a hallaca, me quedan los mejores recuerdos de infancia. Los cantos de aguinaldos resumían para mí lo supremo del ambiente navideño en medio de las luces que llaman a la paz, al amor y a la hermandad, y en cada diciembre uno de mis mayores placeres era escuchar los aguinaldos clásicos, que ahora poco se consiguen, de principios del siglo XIX, de Ángel Lamas, sobre todo "!Oh Virgen Pura!", “Espléndida Noche”, “Si acaso algún vecino”, “Alaben los cielos”…

Con los años, las navidades comenzaron a hacerse rancias: convirtieron a los pueblos en grandes centros comerciales, en la que la locura por vender y comprar lo ha dominado todo. Comer y dejar los hígados por los pisos (lo que propicia, claro, el adelanto del almanaque en la despedida final) se hizo una constante en los hogares. Se escucha música "moderna", se bebe whisky 12, 15 y 21 años, cueste lo que cueste. El sistema nervioso en las navidades es cada vez más controlado por los medios. A los niños se les inunda de mascotas virtuales, y ya casi nadie sabe qué regalar, como digo, porque hay que regalarle a mucha gente y hay que tratar de escoger cosas que valgan la pena (que casi no hay), que no sean muy costosas (también bien difícil) y que sean poco común (imposible porque el mercado es uno solo).

En una ocasión, creo que lo he contado, me compré un saco de alpargatas en San Juan de los Morros, muy bellas, y a todo el mundo que tenía que regalarle algo, pues, le di un par. Seguramente a algunos no les gustaron, pero al menos me conformaba con saber que tenían el mérito de ser un regalo muy poco común, vernáculo y útil. Pero no las usaron y las colocaron de adornos. Hace poco estuve viendo en viejos closets cantidades de cosas que la gente regala en diciembre y que nunca usa, ni le interesa. Vi un barril para añejar vino (que le regalé a uno de mis hijos), varios CD's de música horrorosa (que estuvieron pasando varias navidades como regalos de deshecho), candelabros, tomagotchis, thermos, cursilísimas lámparas que ni alumbran,…

Lo más divertido me pasó una vez cuando vivía en Cumaná: me regalaron una longplay de música que a mí no me interesaba, y yo se lo di a un colega matemático; éste no lo quiso se lo pasó a un primo; el primo lo regaló un socio, el socio lo vendió en un puesto de buhonero que tenía en el centro; un alumno de la UDO lo compró y me lo regaló ya tarde el 7 de enero cuando volvimos a clase. En fin, lo tuve que escuchar y todavía lo conservo. Maravilloso.

De aquellas navidades de mi infancia a éstas, no hay comparación... Ojalá el socialismo del siglo XXI lograse rescatar aquellas navidades, pero sin esos San Nicoláses balurdos, sin esos estrafalarios arbolitos tan extraño a lo nuestro, sin esos "ritmos" estridentes…, ojalá…

jrodri@ula.ve



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José Sant Roz

Director de Ensartaos.com.ve. Profesor de matemáticas en la Universidad de Los Andes (ULA). autor de más de veinte libros sobre política e historia.

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