Vivimos un tiempo en el cual la gente –la mayoría en nuestro país- recuerda la vida, pasión, muerte y sobre todo el ejemplo de Jesús de Nazareth. Un buen momento para que en general todos reflexionemos sobre los valores que participó en su Evangelio y el poder contagioso que sus apóstoles, discípulos y misioneros tuvieron para inculturar de cristianismo el poderoso imperio romano.
Indiferentemente del hecho cierto de que su mensaje terminó convertido en un instrumento eficaz para la edificación de un enorme poder temporal tan opresor o más que el preexistente –después de todo, el vil egoísmo no sólo ha pervertido el cristianismo sino la casi totalidad de las ideas y la memoria de los revolucionarios y revolucionarias a lo largo de la historia- es pertinente adentrarse en los valores, conductas y principios que tuvo aquella gente. Es pertinente porque sin duda fueron capaces de sembrar la semilla y que esta se esparciera a lo largo del espacio y el tiempo en condiciones terriblemente adversas.
A los revolucionarios y revolucionarias de nuestro tiempo nos corresponde similar tarea. El saldo histórico –positivo o negativo- le corresponderá a las siguientes generaciones. De allí que sea necesario abrevar en las fuentes primigenias que hacen efectivo el trabajo de cuadros, de misioneros o de apóstoles del socialismo.
Jesús empleó tres años en la formación de sus apóstoles. A tiempo completo, de una mano la ortodoxia, la predicación del Evangelio (la buena noticia del mundo nuevo) y de la otra, sin descanso ni pausas, sin concesiones por oportunas que pudieran parecer, la ortopraxis, el ejemplo cotidiano de vida, la coherencia absoluta entre los valores del reino que anunciaban con la palabra y el modo radical de vivirlos.
El envío previo a su desaparición física es todo un modelo de esta coherencia. Los envía de dos en dos a llevar la buena noticia a toda criatura y lo hace exigiendo no llevar nada para el camino. Les exige –como condición insoslayable- quedarse allí donde los reciban, entre el pueblo, en sus casas humildes y sencillas, compartiendo con el pueblo sus necesidades y urgencias.
Allí se encuentra buena parte del éxito apostólico de aquellos hombres y mujeres. Nada es más convincente que el ejemplo. Nada es más penetrante que la verdad cuando esta se muestra desde la más absoluta coherencia. Ningún silencio es más sonoro que aquel que emerge a borbotones de la coherencia de vida entre lo que se dice y lo que se vive.
El primer elemento del cuadro o del apóstol del socialismo es la encarnación serena y humilde, digna y orgullosa en los valores que se predican. Encarnarse en los valores de la igualdad, la justicia y la paz socialista es colocarse en el punto de mira correcto para contagiar conciencia. ¿Cómo podríamos contagiar unos valores si nuestros modos de vivir son opuestos a su esencia?, ¿cómo podríamos convencer a nadie de la gloria de ser iguales si en nuestros modos de vida se acentúan las diferencias?
El segundo elemento es mantener viva la esperanza, no sólo el anuncio del reino de igualdad y justicia sino la acción en la construcción de las formas materiales de vida (comunas, medio de producción de propiedad social, educación, instrucción, cultura, etc., etc.), es ir haciendo al tiempo que diciendo y proponiendo. La presencia del cuadro-apóstol del socialismo tiene que significar transformaciones radicales en las formas materiales de vida de la comunidad en la que se inserta.
El tercer elemento es mantener siempre el amor como centro de la práctica de liberación social para el pueblo. Así como la sociedad de la explotación que proponemos desconstruir se fundamenta en el odio, el desprecio, la avaricia y el egoísmo; cada acto, cada gesto y cada acción para que sea socialista tiene que estar soportado en el amor al otro, al prójimo, al que no somos “nosotros”. Ese “otro” que es siempre la humanidad entera oprimida hasta cuya liberación total no se puede descansar. Es avivar el amor trascendiendo “nuestra” comuna; yendo a por los otros oprimidos hasta hacerlos libres e iguales.
Tres premisas mínimas sin las cuales en vano se afanarán los obreros. Compromiso consciente; compromiso moral y ético; compromiso con la humanidad hasta las últimas consecuencias. Encontrando en esas –si así lo fueran- fatales consecuencias el privilegio mayor al que podríamos haber aspirado como seres humanos. Son valores fundamentales que deben hacerse carne en el corazón y la mente de cada revolucionario; la conciencia de que una humanidad sufriente, castigada, explotada, excluida, reducida a su mínima expresión por los siglos de los siglos espera por conseguir el camino hacia la grandeza, la luz, la paz y la justicia del socialismo perdido.