Fue un libro que comencé a estructurar cuando apenas cumplía trece años y un mes de edad, el 1º de enero de 1958. Tiempos de oscuridad y silencio: había estallado un levantamiento en Maracay, y estaba yo pasando unas vacaciones en Las Mercedes del Llano, el pueblo de mi infancia; pueblo amado en el que mi papá regentaba una pobre bodega y una triste talabartería. Mi padre estaba muy atento a las noticias, muy escasas, y yo iba de casa en casa, en las que había radio, indagando sobre los acontecimientos. Si oía algo nuevo corría a contárselo con detalle al viejo. Todo se iba desenvolviendo entre gritos de alegría; al día siguiente no teníamos noticias positivas. Poco a poco se había ido desinflando la rebelión. Veía con profunda pena como papá dejaba los hierros sobre el mostrador sin ánimo alguno para trabajar con sus remaches, con sus estampados sobre cueros, con sus cinchas, gualdrapas y aperos.
Jugaba yo como los otros muchachos de mi edad, un perfecto vago, diríamos, que me podía pasar sin problemas doce horas al día en la calle. Lo sería por mucho tiempo más (un perfecto vago), pero a partir de aquella clarinada de enero de 1958 todo fue distinto: se despertó en mí un interés profundo por lo que somos, por la historia de Venezuela. Escuchando tantos discursos y arengas, oyendo en todas partes hablar de política, me estremecía un sentimiento parecido al amor; quería ser un líder, un revolucionario, un orador que arrastrase multitudes y viviese las 24 horas del día envuelto en olor de pueblo.
Mi hermano Alirio, como cadete de la Escuela Aérea, participó en la toma de la Seguridad Nacional en Caracas. Mi hermano Argenis, como miembro de la Juventud Comunista, participó en los disturbios callejeros que se escenificaron en El Silencio los días 19, 20, 21 y 22 de enero. Mi hermano Adolfo, también de la Juventud Comunista, junto con el poeta Eduardo Acevedo fueron de los más fervorosos luchadores en todos los actos de la Federación de Centros Universitarios de la UCV, aquellos días festivos de enero.
Una tarde del mes de marzo de 1958, un grupo de dirigentes estudiantiles estaban reunidos en casa de mis padres en San Juan de los Morros. Nuestra casa “Villa Delia”, se había convertido en un centro de debates políticos de jóvenes de izquierda. Yo estaba atento a cuanto se comentaba. Los temas principales versaban sobre la revolución rusa y las luchas de los pueblos explotados contra el imperialismo yanqui; se insistía que con la caída de Pérez Jiménez se abrían las posibilidades de un mundo nuevo de justicia social que nos haría más libres, felices y humanos. Como por arte de magia ahora todos los jóvenes cargábamos un libro de marxismo (que casi nunca leíamos) bajo el brazo. Uno de los personajes más extraños que he conocido, Celestino Ledezma (llamado “Rasputín Venezolano”), allí presente, tomó la palabra: “Lo debimos haber matado al bajar del avión en Maiquetía. Fue un gran error no haberlo hecho. Yo les dije que lo mataran.” Se estaba refiriendo a Rómulo Betancourt, porque él estuvo con gente muy cercana al prominente jefe adeco, el día en que este líder llegaba a Venezuela. Me estremecieron sus palabras. Celestino fue el primero en dirigirse por radio a la población de Caracas para anunciar que el dictador había huido. Recuerdo que estaban ese día en “Villa Delia”, además de Celestino, mi papá, Eduardo Acevedo, Simón García (conocido como “Puyuta” y que luego sería ministro de Rafael Caldera) y mi hermano Adolfo. Todos hablaban contra Rómulo Betancourt quien habiendo sido durante muchos años comunista se había convertido en un furibundo anticomunista. No cabía en mi cabeza que tal giro humano, de 180 grados, pudiera darse. Con aquellos trece años de edad, entonces les interrumpí y dije: “A lo mejor, cuando ustedes tengan la edad que tiene hoy Betancourt, todos se han convertido en unos anticomunistas. Quién quita.”. Provocaron risas y bromas mis palabras, aunque yo lo había dicho muy en serio. No tenía yo ninguna conciencia política para plantear mis dudas, pero me salieron de lo más profundo del alma.
Comenzó a bullir en mí la necesidad de explicarme aquel cambio tan extraordinario, y desde entonces una pregunta nunca me abandonaría: “¿Por qué Betancourt terminó siendo un furibundo anticomunista?”
Me costó cincuenta años entenderlo.
Está en el libro que acabo de terminar: de escribir “EL PROCÓNSUL Rómulo Betancourt –Memorias de la degeneración de un país.”
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