Una temporada en el mar de la felicidad

Nos encontramos en La Habana. No conozco el nombre del barrio o del sector. Sé que por allí vive una venezolana de nombre Mary, casada con un cubano. Las calles están algo destrozadas y el lugar tiene un parecido a Caricuao, pero con pequeños edificios de cinco pisos. Vamos en un carro de cierto lujo y queremos hacer un experimento sociológico: le pedimos al chofer que se acerque a un grupo de unas tres bellas mulatas que hemos divisado al entrar a la urbanización. Nos acercamos lentamente, casi nos detenemos al lado de las preciosas morenas, de esculturales cuerpos (del que ni ellas mismas tienen conciencia) y vamos cayendo en la cuenta de que no reparan absolutamente en nosotros. Qué buena señal. Aquí un viejo verde (azul o amarillo) con buen carro no levanta, ni con billetera o tarjetas doradas, celulares o ropa de marca. No es el objeto lo que hace atractivo o interesante al hombre o a la mujer. Más adelante observamos a una dama sencilla y vestida con un uniforme, quien lleva un portafolio. Una dama juvenil, fresca, preciosa. Se cruza con un negro que recoge la basura en la cuadra y se saludan. Entablan una corta conversación. Ríen y se despiden con un beso a la distancia. Nos enteramos que son novios.

Un dato interesante para mi diario: en Cuba son supremamente raros los crímenes pasionales. Hay pasión pero se usa para otra cosa. La gente va a pie por la calle, alegre, sin desesperación y sin angustia. No tiene todo lo que poseemos con creces y en exceso los venezolanos y realmente ni falta que le hace. No viven saturados por el agobio de los carros, no los irrita el vapor de la gasolina, no sudan la gota gorda por aparentar lo que no son. No se conoce el ruido brutal de las máquinas que entumecen las más sagradas sensaciones. No ahoga la contaminación, y se hacen sentir con su majestuosa presencia los guayacanes, los jagüeyes (los árboles que caminan) y los floridos framboyanes. Me dice un cubano: el framboyán es un árbol que se parece a las mujeres, echa flores una sola vez y el resto pura vainas.

Verdaderamente, el mar de la felicidad. No se encuentran periódicos, no se discute sandeces sobre política de partidos. El tiempo lo lleva cada cual detrás, no como nosotros los venezolanos, que por ansiar adelantárnosle al tiempo, vivimos cayendo a cada paso que damos, sufriendo infartos, matracas y traumas incurables. Nadie lamenta la inexistencia de un canal de televisión vulgar, y pornográfico como RCTV. No existe la pornografía en ninguna forma posible, pero tampoco se ve en ningún rostro congestión sexual alguna. El sexo vibra y se vive en su momento. Estalla en todas partes, burbujea, llama, estremece, pero todo en su lugar, en su momento, digo.

Claro, existen los que no conocen nuestro mundo y quieren escapar a él porque el hombre nunca está contento con lo que tiene. No sabe el que quiere escapar de este mar de la felicidad lo que sufrimos por el que tenemos. Pero así es la vida. He visto en Camagüey a centenares de ancianos pedaleando una bicicleta; esa misma gente que ya en Venezuela se hubiera muerto de mal de dispepsia, de envidiar lo ajeno o de acumular riqueza. Me he montado en una bicicleta y el joven que la conduce está orgulloso del examen que aprobó para conseguir la licencia y tener derecho a cumplir con un servicio público. Me entero que los estudiantes venezolanos uno de los más grandes problemas que confrontan es que en la parte clínica de sus estudios tienen dificultades porque no consiguen pacientes para hacer sus prácticas, y cuando aparece un enfermo se lo disputan y “desean que no mejore”…

En los paseos disfruto entremezclándome con las multitudes llenas de jóvenes alegres, entre cuyos placeres no está el manipular un celular, un playstation, un ipod o una computadora. Sus soledades no las llenas con el vacío de la fatuidad, con la desintegración de lo insustancial de un mensaje de texto que apenas dice: “¿qué haces?”, “dónde estás”,… La comunicación es humana, más telepática, espiritual. No meramente mecánica o técnica. Cuando apareció Bush en tono compasivo y caritativo, diciendo que había que mandarle celulares a los cubanos, algunos se preguntaban: “¿y qué es lo que yo tengo que transmitirle a los demás?”, “¿para qué llamar por llamar cuando lo que nos hace falta es pensar?”.

Efectivamente: esos aparatos lo que hacen es impedir el pensamiento y anestesian el criterio propio y propician en lo posible el olvido, la desmemoria, lo que es realmente esencial. Toda una trepidante cadena de vacuidades que produce las angustias modernas cuyo único aparente sucedáneo es el vicio del consumo.

La técnica sofisticada que esclaviza, que inutiliza el pensamiento, que incomunica. Que embrutece, que limita, que aturde y aísla.

Sí, me he encontrado con gente que quiere huir porque no sabe lo que se padece en otros mundos. No conocen la virtud desintegrante y perversa del mercantilismo. Quieren vender y venderse, quieren comprar y embrutecerse. Hay para todo en la vida. Buscar un palo donde ahorcarse es el pan de cada día de los hombres de este y de cualquier país. En el nuestro sobran los imbéciles, en Miami se concentran por millones. La lujuria de la estupidez.


jrodri@ula.ve


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José Sant Roz

Director de Ensartaos.com.ve. Profesor de matemáticas en la Universidad de Los Andes (ULA). autor de más de veinte libros sobre política e historia.

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