La revolución es un acto humano de profunda inspiración espiritual. La meta que busca alcanzar la revolución es lograr a plenitud el bien común del pueblo. Esto pasa por asumir que la espiritualidad es la energía interior que manifiesta el sur humano para lograr la obtención de fines y propósitos (energía morfogenética). La espiritualidad es el motor que genera la acción revolucionaria. No puede haber revolución si no se siente el amor por el prójimo, si no internalizamos sentimientos humanos de desprendimiento y entrega para satisfacer el bien colectivo
Ente los factores que estimulan el surgimiento de la espiritualidad y que se aplican a la política, puedo mencionar cinco de ellos: la conciencia, el compromiso, la unidad del colectivo, la pertenencia y las virtudes sustentadas en principios y valores de alto contenido ético y moral. Factores que moldean el marco teórico del revolucionario. Factores que inducen al cambio conceptual de los elementos que le dan consistencia al realismo político, es decir: (i) definición de una postura económica frente a los medios de producción; (ii) elaboración de una clara actitud política frente al cambio en las relaciones sociales y de poder; y (iii) producción de una sólida posición ideológica frente a la concepción del mundo y la vida. Es entonces una correspondencia simbiótica la que existe entre la espiritualidad del ser revolucionario y la acciones políticas que generan los cambios estructurales de la sociedad.
La espiritualidad actúa como agente innovador de la conciencia revolucionaria. Su incidencia en tres aspectos estructurales del Proceso: bien común, poder popular y fuerzas propias, nos permite afirmar que el nuevo paradigma que ha establecido la revolución en Venezuela es consecuencia de la racionalidad política en conjunción con los sentimientos nobles que emergen del corazón humano. La espiritualidad nos conduce a la concepción de un nuevo sistema político cuya raíz es el bien común. Este aspecto es suficiente para entender que el Proceso Bolivariano nunca es ni será igual a los otros modelos políticos que se sostienen con base en el clientelismo o usufructo del poder. La democracia representativa (IV República), por ejemplo, no entiende la vida y al mundo desde una visión de amor hacia al prójimo. Lo hace sobre el marco capitalista cuya esencia lo define el beneficio y la acumulación hasta el valor infinito que produce el mercado. Su razón existencial es el consumo, el lucro, el egocentrismo, la competencia, la rivalidad. Diametralmente opuesto a lo que busca la revolución.
La diferencia entonces radica que en la revolución, lo espiritual permite que se direccione la acción política hacia la satisfacción de las creencias y prácticas basadas en el humanismo. El poder popular, por ejemplo, significa transferir, canalizar u otorgar la potestad de la toma de decisiones al pueblo organizado. Quien no sienta amor por el prójimo, nunca cederá el poder a los otros. No dará ni un milímetro del control del aparato del Estado a los grupos comunitarios que lo necesitan para satisfacer sus expectativas de vida. Eso solo se logra, se obtiene de manera legítima, cuando por propia voluntad la acción política inmersa en la convicción de la espiritualidad humana, el revolucionario se iguala a su prójimo y resaltando la disposición de desprendimiento y de solidaridad fraterna, decide conscientemente materializar la transferencia de poder al pueblo.
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