La popular defensa de la libre empresa y de la libre iniciativa individual en la sociedad de clases es una contradicción absurda. Es tal vez la mentira mejor editada y más divulgada por la Literatura Burguesa de los últimos siglos.
Los epígonos del sistema capitalista, y particularmente sus nobelados, viven enjuagando su mendaz boca con la trillada y halagüeña libertad individual, libre iniciativa, libre empresa, libre tránsito, libre producción, libre culto, libre mercado.
Con semejante estrategia politicopsicológica buscan negar la división de clases que sin lugar a dudas alberga el régimen capitalista, y hasta lo han conseguido. Muchos gobernantes parcialmente sacudidos del yugo imperialista con dineros del pueblo siguen tolerando y fomentando la empresa privada apuntalada con el “cuento” de la libre empresa, y hasta ridículamente le solicitan al explotador que se una a sus propias actividades estatales nacionalistas y colectivas.
Semejantes contradicciones, por absurdas que resulten, forman parte de la gran mentira superestructuralemente emanada de una estructura económica montada sobre la megamentira de la compra del trabajo. Como afirmamos, los patronos sólo reconocen y pagan una parte del trabajo realizado por sus asalariados, sólo una fracción arduamente negociada del Valor Agregado, y se embolsillan la parte que dio en llamarse plusvalor.
Los defensores de la iniciativa individual usan a esta para enfrentar la supuesta privación de voluntad y de iniciativa individual que según esos epígonos reinaría en la venidera sociedad aclasista y comunista. Tal desprestigio se apoya cronológicamente en una continuada y tergiversada falla pedagógica de la teoría marxista. Efectivamente, según esta teoría, una de las premisas del capitalismo fue la contrata de hombres libres. Por estos se entendió a los ex campesinos y a los hombres de la gleba a quienes se les privó de sus modestos medios de producción, hasta de sus conucos. Ciertamente se convirtieron en hombres “libres” quienes para sobrevivir debieron caer en manos del primer empresario que los empleara, a diferencia del antiguo amo feudal que los mantenía patrimonialmente pegados a la tierra de labrantío o a los tugurios artesanales del castillete feudal.
Eso ocurrió durante la baja Edad Media europea. Todos esos enfeudados fueron lanzados a la calle, como también y más modernamente lo hicieron en América los norteños de los EE UU con los esclavos expulsados de las haciendas sureñas al término de aquella fratricida Guerra de Secesión.
Seguimos: En la sociedad clasista burguesa todas las mejoras tecnocientíficas ofrecidas al trabajador durante su formación académica y como trabajador en funciones están estrictamente precontabilizadas con el metro de la productividad. De perogrullo, las inversiones en educación deben ser jugosamente rentables. La educación sistemática o cursos eventuales, dispersos, puntuales e incoherentes dados a los trabajadores son dirigidos a la mejora productiva del asalariado y no del trabajador. Esto es así porque su libertad personal o su libre iniciativa individual cesa al momento mismo de traspasar los umbrales de las factorías, de las oficinas comerciales, de las agencias bancarias y afines, habida cuenta de que el trabajador asalariado no es dueño de su creación ni es dueño de la mercancía que produce con el auxilio técnico de su formación educativa ni con la ayuda de los medios de producción involucrados en su elaboración.
De otra parte, para ningún trabajador puede ser un secreto que las iniciativas individuales de los trabajadores suelen ser abortadas o condicionadas, es decir, censuradas por clase burguesa. De “Macondos” y Buendías están saturados los países atenazados por la Empresa privada.
En la sociedad clasista primero están los hijos del empresario, sus amigos. Primero están las empresas preestablecidas, la familia de los coexplotadores en funciones. Y es más, la guerra económica y extraeconómica convencional es permanente entre empresarios. La llamada competitividad interempresarial privada no es otra cosa que la mejor prueba de que en la sociedad individualista no se respeta al individuo ni la libre empresa de nadie ni la de ningún otro empresario. Tan pronto uno nuevo aparezca en el mercado es enfrentado mercantilmente para sacarlo del juego. Con propiedad ni siquiera logra aparecer de súbito porque la adquisición de medios de producción y de asalariados siempre está sujeta a la disponibilidad y venta condicional de medios coproductivos que practican los empresarios ya establecidos en factorías y mercados. Por supuesto que ya se han quedado con lo mejorcito que ofrece su discriminante y desigualitaria sociedad.
Las exigencias de los llamados “Estudios de Mercado”, un requisito que impone la banca privada a sus futuros deudores, es más un filtro con sabor a espionaje económico que un requisito técnico que garantice la recuperación del crédito concedido. De manera, pues, que la libre iniciativa no existe en la empresa privada, es un absurdo en la saciedad clasista burguesa. Los empresarios burgueses sólo operan con técnicos adecuados a sus inversiones, y cuando prepara investigadores, estos y sus resultados son de su propiedad.
De manera que hasta el caminar de los trabajadores está coartado, como lo está la tenencia de una vivienda digna, de una calles seguras y aseadas, de un servicio medicoasistencial permanente y de alta calidad. Obsérvese que en estos aspectos han hecho el gran negocio de los “actuarios”. Tampoco hay libertad para una sana ingesta alimentaria ni una vestimenta para él y su prole.
Los onerosos y obligatorias gastos escolares son las pesadillas anuales de las familias pobres. Por todas estas razones es imposible que sea en la sociedad clasista burguesa donde se respete la libre empresa ni la libre iniciativa ni el libre mercado porque este es nutrido sólo con las mercancías que rentablemente fabriquen y coloquen los capitalistas coyunturalmente instalados y en funciones.
Comer, vestirse y otras actividades vitales más deben pasar por la alcabala del comerciante al detalleo, un empresario pobre lleno de apetito para enriquecerse prontamente con la menguada parte que el productor le paga a sus asalariados. Este comerciante es uno de los peores flagelos pequeñoburgueses que engendra la sociedad burguesa.
Paradójicamente, sólo en las sociedades comunistas los ciudadanos tendrían opción a desarrollar todo su potencial creativo, productivo e invectivo sin pasar por los típicos filtros que la clase dominante que obviamente margina a los asalariados. Mal puede tener libre iniciativa un ciudadano donde prive la voluntad del patrono sobre la de sus trabajadores. Porque en las sociedades comunistas sólo se colectivizaría los medios de producción que sería de todos y para todos los “trabajadores”, y no a las personas ya que en esta sociedad todos serían trabajadores, sólo se “trabajaría para vivir”, y no como en la sociedad clasista donde se “vive para trabajar”.
Efectivamente, en la sociedad burguesa sólo un puñado de trabajadores es seleccionado para ascender en la sociedad clasista. Ese puñado, además de cubrir los requisitos técnicos ad hoc, imprescindibles en cualquier empresa, debe ser sumiso e irrestrictamente respetuoso de las leyes burguesas, al punto de encaminarse a su conversión de trabajador en patrono.