No es cierto que todos los aborígenes de lo que luego se llamaría América eran seres pacíficos y que no conocían ningún género de violencia social. Cuando llegaron los “descubridores” españoles al mando de Cristóbal Colón, ya existían evidentes indicios de lucha de clases entre los que se conocen como “indios”. En todo lugar y en todo tiempo en que haya amo, hay esclavo y dentro de los aborígenes existieron amos y esclavos, por supuesto, con ciertas características diferentes a las del régimen de la esclavitud propiamente dicha en Europa.
Montezuma II era el soberano de los aztecas cuando Hernán Cortés pisó las costas de México. Y no se conoce ningún soberano en la historia que no haya tenido o tenga súbditos. Y cuando existen súbditos hay privilegios especiales para quienes los gobiernan. Sólo cuando un pueblo llegue a ser su propio soberano y se administre por sí mismo se acabarán los soberanos, los amos y los súbditos. Y eso nunca ha existido y sólo será posible con el desarrollo triunfante de la segunda fase de la sociedad comunista. Y si aún estamos lejos de esa realidad no es culpa propiamente de la burguesía con su capitalismo sino del proletariado que persiste en considerarse una clase con fronteras de países defendiendo nacionalismos que perturban la concepción del internacionalismo proletario, sin darse cuenta que ésta es la fuente más próspera de la revolución permanente por la emancipación de toda la humanidad o del mundo.
Hernán Cortés, hombre visionario sin duda pero harto de conquista y colonización por ambición personalista de riqueza, entendió que una gran empresa –como la suya- requería de excelentes traductores de idiomas, porque eso se constituye en un arma de incalculable valor para determinar o conocer realidades de sus adversarios. Así fue como se hizo de Jerónimo Aguilar, un español que rescató de cautiverio en Cozumel y hablaba maya; de La Malinche (Marina o Malintzin), que le fue cedida por los indígenas de Tabasco, que convirtió en su amante y hablaba náhuatl, maya y castellano; y un joven llamado Orteguita que hablaba náhuatl y castellano. De esa manera Cortes, recogió importantes datos sobre los aztecas y el día 8 de noviembre de 1519, hizo su entrada en Tenochtitlán. Cortés supo ganarse la generosidad de Montezuna II, quien lo recibió con los brazos abiertos para brindarle cobijo. Aun así, el conquistador lo hizo su prisionero. Volvieron los aztecas a tener un amo extraño como antes lo habían sido los señores de Azcapotzalco. La ambición de poder y de riqueza de Cortés no tenía límite, y por ello ordenó quemar toda su flota para que ninguno que se rebelara contra él tuviera oportunidad de escapar para dar informe de su desobediencia a las autoridades que servían fielmente a los postulados de la monarquía española. Pero si algo caracterizó a los aborígenes de América fue su rebeldía contra quienes vinieron a sus tierras a vilipendiarlos, ultrajarlos, maltratarlos y dominarlos como esclavos. Pero también es justo reconocer que, aunque mucho se tenga que lamentar, esos son los hechos que hacen marchar, avanzar, desarrollar y progresar la historia. Sin el Imperio Romano tendríamos que preguntar: ¿en que fase de la historia de Europa se encontraría en este momento de comienzo del tercer milenio y, por consiguiente, América? Ahora, eso no excluye ni exonera de culpa o de responsabilidad en los horrendos crímenes de lesa humanidad que cometieron los emperadores y sus legiones de mercenarios.
Llegó el día de “La noche triste” el 30 de junio de 1520. Cortés se vio en la necesidad de salir a combatir Pánfilo Narváez que había sido enviado desde Cuba para someter al desobediente. Cortés dejó a Pedro de Alvarado, su lugarteniente, al mando de las fuerzas de conquista y colonización en Tenochtitlán. En Cempoala derrotó a Pánfilo y regresó a Tenochtitlán encontrándose con una rebelión de indígenas, producto de los bárbaros métodos de represión y criminalidad ejecutados por Pedro de Alvarado, quien había producido una matanza o genocidio de indios donde destacaba el mismo Montezuma II.
La rebelión de la conocida “La noche triste” dejó pérdida de cuatrocientos hombres del ejército de Cortés, alrededor de cinco mil indios aliados, la mayor parte de los caballos y todas las riquezas que había conquistado leonina o por la vía de la rapiña, la muerte y la represión. Cortés y el resto de sus fuerzas se vieron en la necesidad de replegarse y refugiarse en Tlaxcala, que por cierto era una ciudad opositora al soberano azteca. Lamentablemente nuestros indígenas o tribus tenían contradicciones como en cualquier sociedad las tienen las clases sociales. La política, como ciencia social, sabe recoger las causas, motivos y razones de esas contradicciones y la historia se encarga de analizar y escribir sus conflictos.
Pero mientras en el mundo haya necesidad de nuevas conquistas y nuevas colonizaciones toda “noche triste” lleva detrás de su espalda la posibilidad de una “aurora alegre” para quien antes vencido se convierte luego en vencedor. Si el 30 de junio de 1520 fue triste para los indígenas que perdieron a su soberano Montezuma II y centenares de sus hermanos y hermanas, hijos e hijas, primos y primas, compañeros y compañeras, también lo fue para Cortés y sus huestes que salieron derrotados. Pero, después, con ayuda de cien mil indígenas –cosa muy lamentable- volvió Cortés a reconquistar el espacio que los expropiados lo habían recuperado en “La noche triste”.
El cerco a Tenochtitlán por Cortés y su legión de mercenarios más los miles de indígenas que se pusieron de parte del conquistador y colonizador, hizo que el 13 de agosto de 1521 se rindieran los aztecas víctimas de una devastadora epidemia de viruela, la sed agobiante y desesperante y el desaliento, quizás, de ver a miles de hermanos combatir al lado de los malvados en contra de sus propios hermanos.
Las hazañas de Hernán Cortés le reportarían el ser reconocido –por la corona- como marqués del Valle de Oaxaca más veintitrés mil indios como sus esclavos. Pero todo emperador como todo imperio llega a su decadencia, pierde su influencia, entra en conflicto interior y se derrumba. El conquistador Hernán Cortés entró en desgracia y un día 2 de diciembre de 1547 falleció en la ciudad sevillana de Castilleja de la Cuesta. Mientras tanto, siglos después, aún sigue la maldición de Malinche rasgando esperanzas de redención de pueblos.