El cuadro es un combatiente de vanguardia porque está convencido de sus ideas. El cuadro tiene la responsabilidad de asegurar el cumplimiento de todas las tareas. Debe sembrar conciencia revolucionaria allí donde en principio sólo existe el instinto, la emoción o los sueños. En su formación debe evitarse el horizontalismo a ultranza, acéfalo, amorfo y sólo movido por un voluntarismo estéril. La disciplina y la obediencia positiva –aquella que brota de la propia conciencia- son atributos que lo pondrán a salvo de la anarquía y lo dotarán de capacidad de respuesta ante las dificultades. La formación exigente de cuadros revolucionarios debe ser piedra fundamental para abordar esta fase del proceso.
Cuadros capaces de orientar –desde la teoría y el ejemplo- la acción política del gobierno en comunión con el pueblo. Cuadros que se mezclen con el pueblo, que capten sus ideas y necesidades, que las armonicen y den forma, que perciban su estado de ánimo y en fin, que sean capaces de fecundar con semillas de conciencia revolucionaria el voluntarismo instintivo del pueblo. Cuadros lo suficientemente bien formados y probados como para que no se produzca separatidad entre ellos y el pueblo, y entre ellos y su propia coherencia de vida. Cuadros que se inserten en el pueblo, en cada uno de sus espacios naturales hasta moverse como peces en el agua. Cuadros que no pretendan hacer valer esa condición como jerarquía sino como privilegio de servicio. Cuadros capaces de enfrentar con éxito el desaliento o el voluntarismo ingenuo.
La Revolución hace el camino y la doctrina es la antorcha que lo ilumina, es la brújula, la guía segura. En el aporte doctrinario y ejemplar de nuestros Simón Bolívar, Simón Rodríguez o Carlos Marx, Federico Engels, Mao Tse Tung, Che, etc., están las antorchas si tenemos claro cual es el fin último. De allí que el punto central de la formación de cuadros tiene que ser el encuentro fecundo de la teoría con la praxis revolucionaria. Hacerlo pondrá a la Revolución a salvo de ilusiones voluntaristas del mismo modo que lo hará de oportunismos letales o de un revolucionarismo meramente utópico e idealista plagado de valores abstractos y ajenos a la experiencia y las exigencias propias de un proceso verdaderamente revolucionario. También la salvará del veneno reformista que adapta y cede ante las dificultades en un cambiar para que nada cambie. Arrancará a la Revolución de disimulos y estampidas, de meras franelitas y consignas, para soltarla en las calles, en las fábricas, en los campos, en las universidades y los liceos con todo su poder transformador. Se humanizará la Revolución, se hará carne, tendrá eficacia política sin lo cual una Revolución se vuelve camino que agota, camino sin salida.
Los cuadros deben ser, entonces, los elementos más conscientes, los siempre dispuestos a dar la vida, los responsables de interpretar con fidelidad inalterable la política de la Revolución. Son, entonces, quienes permiten a la dirección revolucionaria estar ligada orgánicamente a la clase de los trabajadores, de los desposeidos y explotados a la que sirven. Deben, así mismo, poseer íntegramente las distintas dimensiones que les permita insertarse armónicamente en el pueblo y de las que nos ocuparemos en próxima entrega.
¡CONCIENCIA Y COHERENCIA RADICAL!
¡VENCEREMOS!