Desde los arranques mismos del Materialismo Histórico y Dialéctico, la moderna concepción comunista del mundo sembró la idea de lucha, de antagonismos, de contrariedades, de contradicciones y hasta de una irreconciliable enemistad, particularmente enfilada contra el modo burgués de producción y comercio, todo en búsqueda y consecución de su relevo.
Al respecto, observamos que poco explícita ha sido la Literatura socialista acerca de cuáles contrarios corresponderían al nuevo modo. El tipo de lucha más connotado hoy por hoy sigue siendo el de la lucha obrero-patronal, lucha entre ricos y pobres, l. entre capitalistas y proletarios, l. entre supuestos “izquierdistas” y “derechistas”, lucha entre gobernantes y súbditos, entre explotadores y explotados. En fin, algo así como una lid entre el “homo faber y el h. sapiens”, o entre pensar y hacer, como si se pudiera concebir una producción de bienes materiales al margen de la producción de “bienes” espirituales, como si fuera cuestión de prioridades o de posterioridades, en lugar de fundirlas a favor de una interesante, azarosa y ambivalente complementariedad de dos, tres y más partes involucradas.
El científico Federico Engels, por ejemplo, fue prolijo en concebir el movimiento de la materia como una lucha de contrarios, a tal punto de afirmar que todo cambio o movimiento supone la posibilidad de que, por ejemplo, en un espacio y momento dados, alguna cosa, objeto o ser se hallen y deshallen.
Esta concepción de beligerancia permanente, de “negaciones hasta de las negaciones”, ha sido tan convincente y mediáticamente tan bien vendida que hemos soslayado todas las evidencias conducentes a la paz social, y, por el contrario, hemos tendido a ver en nuestra sociedad un conglomerado de grupos sociales en permanente lucha muy ajenos a toda posibilidad estable e imprescindible para el logro de la necesaria paz social de la que tanto se parlamentea.
Reconozcamos que el iniciador de semejante intranquilidad social, primero atribuida al “reino” animal y que terminó siendo extensiva la especie humana, fue el científico mutacionista Charles Darwin, predecesor de Engels.
El filósofo idealista objetivo Georg Wilhelm Friedrich Hegel también manejó esta corriente de “natural” impacifismo social, y prácticamente convirtió el diálogo de los seres humanos en discusiones abiertamente parasocráticas y diferentes pero asimiladas a posiciones recíprocamente encontradas, en lugar de apreciarlas como simples, paralelas y concomitantes ideas de recíproca coadmisión para todos los coparlantes en juego, para todos los interlocutores, de tal manera que al fin se arribara a una idea de consenso. Ese visón socrático debemos reconsiderarla.
Por lo visto, hemos estado muy lejos de los brillantes aportes mozartianos, valga la digresión. Este superdotado compositor musical alemán desde hace más de 200 años vio en las óperas, de las que compuso varias, no un coro desafinado de discusiones contradictorias y simultáneas de voces, sino una rigurosa , alternada y concomitante armonía con feliz resultado sonoro.
Digamos que contradictoria y filosóficamente buscamos una paz social sobre las bases de una preconcepción intrínseca e ínsitamente conflictiva. Algo así como cuando buscamos algo que al mismo tiempo deseemos no encontrar, según proverbiales expresiones del común de la gente.
Hemos estado afirmando, sin reserva alguna, que nuestra mano izquierda es contraria a la m. derecha, que ir hacia adelante es caminar al revés de hacerlo hacia atrás, como si el cambio de dirección geográfica fuera realmente un retroceso y no un avance por caminos más sinuosos y posiblemente laberínticos sin que ello y para nada nos autorice a considerar que se trate de ir y venir, de salir o entrar, de subir o bajar, de comer y descomer.
Cuando decimos que vamos hacia la derecha sugerimos que vamos al contrario de la gente que lo haga hacia la izquierda, y nos hemos impedido de vernos como personas que simplemente caminamos siempre errática y unidireccionalmente, siempre hacia adelante, sin pasado, sin retrocesos, sin contradicciones, porque hasta los reveses debemos empezar a mirarlos como parte de la caminata, como elementos constitutivos de un fenómeno de mayor complejidad que otros que se nos presenten más linealmente, más por la ruta de las hipotenusas que por la rectangular angulosidad de los catetos.
Es un hecho heredado etológica y políticamente que para cada “polo” suponemos la coexistencia de un contrapolo, para cada fenómeno un contrafenómeno, para el ayer contraponemos el futuro; para el presente, el pasado y f., y para este, aquel mismo pasado. No hemos podido comprender la inexistencia del pasado ni la del futuro, que sólo existe un verdadero continuum presencial de nunca acabar. Algunos fisiólogos han llegado a afirmar que nuestras etapas evolutivas de niñez, adultez y vejez no son para nada escalones etarios de nosotros mismos, sino que, más bien, representan otras tantas niñez, adultez y vejez del hombre mismo a todo lo largo de su infinita y única presencia histórica.
Es que si en verdad respetáramos la dicotomía de la unidad de contrarios en permanente pugna, entonces deberíamos contraponer a este mundo otro mundo; ¡ah!, pero aquí caeríamos en la vieja concepción del “más allá” tan negada y siquitrillada por la concepción del materialismo y de su correspondiente dialéctica materialista del “más acá”.
Religiosamente se habla de paraísos e infiernos como contrarios de multitudinaria aceptación. Moralmente hablamos de honestidad y probidad. Estéticamente, de fealdad y belleza; biológicamente, de homos y heterosexuales, y contablemente lo hacemos con eso de ganancias y pérdidas. Todas estas categorías han estado incómodamente encajonadas en los más desagradables lechos procustianos.
Y con tanta fuerza de Ley se nos presentan las apreciaciones e inferencias humanas que aun dentro del idealismo se habla de objetivistas y subjetivistas, y dentro del materialismo, de objetivos y subjetivos, para finalmente concluir en que sólo hay dos caminos: uno dialéctica o belicosamente negado de partida por el otro camino, el idealista, y, el materialista, sujeto a la misma intolerancia, en rigurosa paridad de contrarios como si los hombres pudieran pensar fuera de la materia o concebir a esta sin modalidad idealista alguna.
Cuando el propio materialismo admite que sólo se trata de ideas reflejas del exterior a fin de monopolizar el pensamiento como una genuina y sofisticada expresión de la materia misma, absurdamente se cae en la negación de todo el edificio dicotómico previamente erigido como una unidad de contrarios, para de este modo simplemente desembocar en la frágil y transmutante armonía entre dos, tres o más partes que de manera interactuarte, a la izquierda, a la derecha, hacia arriba, hacia abajo, idealista o materialistamente, recoger todas las posibilidades dinámicas en juego. Una dinámica o movimiento que indistintamente se nos presenta en reposo o en agitadas convulsiones de nunca acabar, aunque sin contrariedades entre sí.
Sólo trataríase de un movimiento guiado por la postura dominante, por la idea A o por la B, o por la C o la Ch, pero, en conjunto, por ideas o materia, por cuerpo y espíritu, todo en paz y sin materialidad ni espiritualidad excluyentes excluyente.
Así pues, hemos estado manejando (o nos han estado manejando) una filosofía marcadamente barroca, sin solución de continuidad, carente de metas estables, pero buscadora y transitadora de unos caminos que no terminan por detenerse en ningún lugar que se halle tan siquiera hipotéticamente prefigurado, salvo las entelequias de marcado, desviado, y contradictorio tinte idealista o esotérico, o en un lugar saturado de una pintura no menos desviada y contradictoriamente terrenal.
Ha sido una concepción inductiva propia de la más arraigada y perjudicial contradicción para unos seres humanos siempre deseosos de convivencia, de arreglos mutuos, de colaboración laboral, y todo ello en estricta correspondencia con el innegable carácter gregario de la naturaleza humana.
A estos enemigos y contrarios se los identifica como partes transitorias de una Unidad en permanente cambio hacia nuevas unidades contentivas de nuevas dicotomías no menos contrapuestas. El contrarío vencedor se instalaría y generaría otro contrario sobre la base de una suerte de simetría filosófica y arbitrariamente introducida por los pensadores más destacados que se conozcan, no tanto por ellos mismos, sino por sus apologistas y traductores, por sus cohortes de bien aprovechados discípulos.
Allí, con ese método, no se observa cambios esenciales sino formales, salvo especulaciones e inferencia que por lógicas que nos luzcan no dejan de ser largos saltos en el vacío del “más adelante “. Se trataría del “otro mundo del más acá”, materialista, contrario y alterno al idealista mundo de los creyentes en la inmaterialidad del alma y en la desespiritualidad y animalidad de la materia.
Las generaciones modernas han seguido dicho método casi al pie de la letra sin poner en duda el acierto o desacierto presente en la concepción del fenómeno de los “cambios”, en los que suponemos una permanente beligerancia y no simples peldaños de pacífica concomitancia. El absurdo irreflexivo de este método filosófico ha sido tal que hasta en los competidores deportivos hemos visto contrarios en lugar de armoniosos equipos en búsqueda de tal o cual puntaje superior sin por ello unos sean perdedores y otros ganadores, sin que por lo tanto unos sean contrarios de otros. Porque la obtención de un mayor puntaje numéricos podría dar superioridad cuantitativa pero no cualitativa, y de allí que los jugadores sigan siendo tan vencedores como los ganadores, perdedores.
Las razonables dudas surgidas sobre la posible armonía de los “contrarios” ha sido zanjada mediante la modalidad de “contrarios antagónicos” y no antagónicos, pero contrarios al fin. Entonces se habla de contrariedad “pasiva”, o de contrariedad “activa” cuando aquella se trueca en antagónica. En los mercados se habla de competidores, y no de colaboradores, cosas así.
Por extensión, hemos visto en cada vecino un potencial enemigo, en cada país un potencial contario listo para atacarnos como si no hubiéramos superado en nada nuestra ancestral ascendencia antropológica prehumanoidea. Hemos llegado al absurdo de ver en los deberes y haberes contables una contrariedad numericomatemática como su los números sustrayentes no fueran tan positivos como los números disminuyentes, como si todos ellos no fueran números a secas. Por ejemplo: -2 no necesariamente es antónimo numérico de +2, ambos son números dentro del inagotable recorrido que va desde – ∞ hasta + ∞, con una diferencia específica cuantitativa no contradictoria e igual a 4. Semejantes diferencias se obtiene indistintamente entre: -2 – (-6); y obviamente entre: +6 – 2.
Desde luego, la Matemática ha tenido buena parte filosófica en esta beligerancia fenoménica, a tal punto de que decimos que la √4 tiene 2 raíces no menos contrarias, y esto ocurre porque hemos asimilado la relatividad de unos valores a una contrariedad sufrida por/y entre ellos.
Curiosamente, a la Matemática no se le evalúa ni se pone en duda su “cientificidad”. Se la concibe como infalible y toda posibilidad de yerro durante su praxis se le endilga a sus practicantes. Es que la Matemática, preconcebida como ciencia neutral, especialmente reservada para imprimir rigurosidad científica a las demás ciencias, también fue víctima de esta diatriba entre contrarios que jamás han existido como tales. A ella se le aísla y contrapone a las demás ciencias. Al punto de identificar contraproducente y paradójicamente la praxis con la teoría, pero cuando esto ocurre ya no puede seguirse sosteniendo la unión contrarios inexistentes como tales.
Planteamos la precaria necesidad de repensar la Dialéctica y empezar por llamarla Multiléctica. Dentro de esta nueva visión empezaríamos a entrever que el sistema de vida actual, dominado por la contrariedad representada por un burguesismo de empresarios y proletarios, no es lo máximo ni lo último, sino que simplemente es un estriberón que está antecediendo a otra nueva forma de vivir que más tarde o más temprano sobrevendrá sin que para su admisión tengamos que seguir viendo en ese “cambio” una lucha ni guerra entre los actuales conductores del proceso económico y cultural, y los de las nuevas formas de gerenciar la sociedad humana.
La concepción belicista del hombre luchador no ha pasado de ser el trasunto de primitivas prácticas rayanas en la animalidad y que darwinianamente las hemos trasladado mediante una suerte de biologismo antropológico dotada de una frágil carga de dudosa admisibilidad filosófica.
De resultas, y si a ver vamos, toda esa “revolucionaria” unida lucha entre estereotipados contarios no ha superado su condición de “crítica”, en lugar de arribar a una verdadera “revolución” entre los componentes del universo social, a fin de que simplemente unos dejen de trabajar para otros, y de que estos otros dejen de explotar a aquellos. Sin embargo, mientras todo lo sigamos reduciendo a la belicosa unión y lucha de contrarios jamás desaparecerían los rivales involucrados en semejante contienda.