(Contribución a Das Kapital, de K. Marx)

Las Taras del Trabajo Asalariado

Desde los mismísimos tiempos del clásico  Adam Smith,    la División del Trabajo de los asalariados   ha sido vendida como un gran filón para incrementar la ganancia capitalista, por aquello de la economía de costes y de los mejores   índices de productividad jamás antes alcanzados, además de ser aquella división la base para la mecanización cibernética lograda   hasta ahora en favor del desarrollo industrial que permite una gananciación explosiva para las inversiones individualistas burguesas.

Los trabajos parciales conjuntamente ejercidos por varias personas, derivados de la fragmentación del trabajo individual artesanal,  producen más unidades mercantiles por unidad de tiempo y de dinero. Este procedimiento aumenta el valor  añadido por concepto de mano de obra y “milagrosamente” reduce su coste capitalista, todo lo cual permitiría una baratura del valor unitario que trasladado al mercado haría la vida más barata también. No es así,  el inversor se apropia de todas las mejoras productivas, se las atribuye a su capital y a su personalísima  participación patronal como inversionista, y consecuentemente no puede reconocerlas  como pertenecientes a sus asalariados. Para   justificar su ganancia ante el mundo, echa mano del mercado al que acredita como fuente de aquella, y/o como resultado  de pujas y habilidades extralaborales que la competitividad y el juego de la demanda-oferta terminan imponiendo.

Con la División del trabajo se logra, pues,   una  mayor productividad técnica  alcanzada por el propio desarrollo de las Fuerzas productivas, o sea, por la mejor autotecnificación de la   mano de obra mnufacturadora y creadora de todo el aparataje tecnocientífico de los  últimos dos o tres siglos, y esa productividad, repetimos, no es acreditada  como  portadora  de la ganancia burguesa porque en la contabilidad burguesa los salarios son asimilados a costes de producción, según venimos analizando en esta serie de trabajos literarios  atinentes al problema obreril.

El citado Adam Smith logró evadir   la  concepción medioeval del fisiocratismo, según la cual sólo el trabajo agrícola resulta  “rentable” por cuanto  las mercancías obtenidas con  su práctica  contienen más valor que el invertido para logarlo. Y eso es una incuestionable verdad sólo repelida por la literatura burguesa. Además    de  la tradicional idea paracientífica del mercado como fuente de la ganancia, Smith abogó para que siguiera vigente la  política del “«laissez faire, laissez passer», aunque contradictoriamente la continuidad  y supervivencia del modo de vida burgués se ha sustentado en la férrea protección de un Estado injerencista por excelencia, por aquello de protección a la clasista propiedad privada, entre otras formas de intervencionismo gubernamental propias del sistema capitalista.

El trabajo comercial y artesanal resultan estériles o no gananciosos, según afirmaban los panegiristas del naturalismo económico (fisiócratas, como Quesnay), cuestión que fue radical y convenientemente  retorcida por los clásicos burgueses de la Economía, y cuyos trabajos literarios, en cierto modo y paradójicamente, resultaron convalidados por muchas versiones de literaturas económicas socialistas tanto marxianas como marxistas.

Porque, si a ver vamos, ciertamente sólo la Naturaleza es capaz de ofrecernos más valor que el invertido por la mano de obra de mineros y campesinos. Y también resulta cierto que los artesanos no logran rentabilidad alguna con el mercadeo de sus  productos personales. Tampoco y mucho menos rentable puede resultar el trabajo de talleres y centros fabriles pues ningún proceso productivo técnico puede brindar más valor a puerta de fábrica que el invertido dentro de esta. (Cónfer mis trabajos: Los salarios no son costes de producción.html ;  el-fetichismo-del-salario.html ).

Ciertamente, el trabajo  artesanal no puede ser ganancioso, se entiende “naturalmente ganancioso”, pero el   ventajismo patronal de una clase capitalista deriva de hecho   una ganancia de explotación, contranatural,   primeramente porque no paga todo el valor aportado por el trabajador artesano en condición de asalariado,  y  al no reconocer la “plusvalía” como explotación, forzosamente cambia el aporte del trabajador por un imaginario aporte extraíble del  mercado. Fue así cómo quedó sembrada la idea de un mercado creativo de ganancias según el mayor o menor grado de “habilidad” comercial del vendedor, y según la coyuntura correspondiente en materia de oferta-demanda, según venimos explicando.

Y en verdad que ha sido así, pero no sólo desde el punto de vista meramente lucrativo y  tecnoproductivo, sino debido a  la  alienante  estrategia social que la  Economía Clásica y la E. Vulgar   han implantado en la mentalidad de “un obrero que más vive para su personalísima e insignificante tarea  industrial que para su persona como un individuo, y mucho menos como una comunidad de trabajadores”.

Entonces empezamos a entender que la sociedad capitalista, lejos de basarse en el respeto a las actuaciones y decisiones del individuo, a este ha destruido mediante la División del Trabajo. Sus despiadados ataques al Comunismo sólo han pretendido disimular  un sistema que no sólo ha despersonalizado el trabajo de los asalariados sino que ha encarecido sostenidamente en el tiempo  el precio de venta de unas mercancías que reciben el recargo contable de numerosos trabajadores, como son los de vigilancia, supervisión de   planta, contabilidad, gerencias, direcciones y presidencias de comprobable esterilidad productiva.

Es que sobre ni  a partir de semejantes consideraciones clásicas y barbarismos económicos,   la burguesía ni sus apologistas podrían  admitir que el patrono saque provecho de sus trabajadores ni que el mercado sólo pueda reconocer el valor que realmente portan las mercancías al salir de  su manufactura. Al respecto, los fisiócratas no se “pelaron” y sus científicas apreciaciones bien merecen una reivindicación teórica.

El caso que traemos a  colación nos habla de cómo  hemos sido víctimas de una gran mentira literaria diseñada, impresa y divulgada por esa   burguesía que  logró adueñarse del poder político luego de aniquilar la saliente aristocracia feudal donde el artesano era dueño de sus productos, habida cuenta de que él sí tenía una propiedad privada sobre sus medios de producción “individual”,  de que era el dueño de su personal e individual propiedad privada.

El artesano  fue y sigue siendo, un trabajador auténticamente libre e individualista  que por sí mismo  puede bastarse y cubrir todas esas labores que vienen desempañando los llamados  trabajadores indirectos. Entre estos, supervisores, gerentes, directores, presidentes y afines, en su condición de trabajadores forzosamente requeridos cuando el trabajo del artesano se halla fragmentado en todas las tareas que él perfectamente subsume en su personalísima individualidad.

 El  mejor representante de aquella  mentira parece haber sido  el nombrado y renombrado Adam Smith. Aparentemente, a este apologista del capitalismo incipiente le asistió la razón, pero en verdad ha sido una gran impostura divulgada convenientemente para justificar el trabajo “libre de ataduras gremiales”, a fin de    combatir la autonomía del comerciante y del artesano, y principalmente para permitir la centralización oligopólica de los medios de producción en las exclusivas manos patronales burguesas, y no en las de  los trabajadores. Es la idea de la “propiedad  privada” clasista, o sea, propiedad privada para y de  unos pocos, y ausencia de ella para las mayorías.

Sólo una escrupulosa lectura de los copiosos originales escritos por Karl Marx y Federico Engels podría arrojar luz sobre esta mentira mediaticoliteraria que tanta tinta ha derramado contra un modo comunista de producción en ciernes.

Sin embargo, este hipotético modo comunista de producción contradictoria y realmente ha estado afirmado en una concepto socialista  no menos  aburguesado que el sustentado por los mismos seguidores de   economistas como Adam Smith, David Ricardo  y del resto de los apologistas del Individualismo productivo, de la ganancia de mercado y de la negación del plusvalor como un  trabajo excedentario impago por el mal llamado “productor” de las mercancías bajo condiciones capitalistas.

 Porque, independientemente de que en el Medioevo reinó la explotación de siervos y afines, no es verdad que sus principios económicos hayan perdido  vigencia. Particularmente sigue siendo válido el aserto sobre la esterilidad gananciosa del trabajo artesanal y comercial. Puede afirmarse sin temor a equívoco alguno    que los artesanos no dejan ganancia para sí mismos cuando mercadean su propia producción.

Ciertamente, los asalariados, al contrario de lo negado por fisiócratas, sí resultan gananciosos para el capitalista, pero es sólo debido a  la conceptualización de los salarios como coste de producción, y debido a una ganancia definida como  el excedente entre el capital invertido neto y el precio final de las mercancías, fábrica afuera.

Es hora de empezar a desmentir   que la clase burguesa tuvo algo de revolucionariedad social, una mentira tan bien montada que hasta  los propios fundadores del “Anticapitalismo comunista” terminaron reconociéndola en su Materialismo Histórico.

La protagónica figuración histórica de los burgueses  fue  sólo un paso adelante en el grado de explotación de la clase laborante. Al siervo campesino se le atribuía una   baja   productividad personal, y al iniciarse la explotación burguesa, el artesano fue agrupado en centros fabriles o talleres donde cada uno de ellos elaboraban enteramente y en todas sus fases técnicas los productos de su especialidad, para luego ser ensamblados. Durante el precapitalismo  reinó  la cooperación de  artesanos del Medioevo. Eran una agremiación de artesanos y no de sus individuales y personales centros de trabajo. Los artesanos   se agremiaban con estatutos de riguroso cumplimiento. Las cooperativas artesanales se conocieron como Gremios medioevales con  todas sus características de un exacerbado proteccionismo grupal. Esta forma   de vida laboral fue transformada por el capitalismo incipiente   en la cooperación de artesanos del Capitalismo  y a estos se les apelotonaba en galpones ad hoc.

Más adelante, la dinámica praxis laboral produjo la cooperación de trabajadores parcelados, desprendidos de la división del polifacético trabajo del artesano; este desaparece del taller y sólo queda la suma de las tareas suabartesanales que se reagrupan para la manufactura total de una  mercancía, cuya elaboración completa antes corría a cargo de un individuo ( el artesano)en particular.

En los talleres se conjugaron las labores o fases técnicas constitutivas de cada artesanía, a partir de lo cual ya el trabajador asalariado iba perdiendo  toda autonomía sobre su producción. La individualización medioeval fue quebrada por un trabajador parcelado. Precisamente, la literatura burguesa ofrecida en los centros de adiestramiento imperial, conocidos con el eufemismo de “universidades”, como Harvard, Cambridge, Sorbona, etc.,  contienen específicas materias pensumarias dirigidas a ensalzar el individualismo en abierta contraposición a toda manifestación de asociaciones colectivas. A ensalzar un individualismo que de partida es negado para un trabajador que ya no es capaz de producir enteramente ni la más elemental de las mercancías. Es   la cooperación de trabajadores  parcelados en subtareas arrancadas de la división del trabajo.   La estrategia divisionista smithoniana ha producido  un  ser alienado que, como precioso  trofeo,  ha sido su verdadero filón.

El individualismo engendrado por la división del trabajo arrojó y sigue arrojando  un conglomerado de debiluchas y diseminadas fuerzas que si se integraran  en colectivos de personas,  y  no de tareas derivadas de la división del trabajo del artesano, pudieran ofrecer una poderosa fuerza, si se quiere   superior a la suma de los individuos. Digamos que la comunidad que pregona el socialismo actual poco lograría si arrastra la “taras” de la división del trabajo como forma elevadora de los rendimientos.


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Manuel C. Martínez M.


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