(Un tópico filosófico)

La Frontera de la Divinidad

Las discusiones humanas sobre “el más allá” son de vieja data. Precisamente, mientras más nos adentramos en las profundidades de los pueblos originarios y primitivos más nos encontramos con una sociedad practicante de un incuestionable disciplinado respeto hacia diversas “deidades” que, posiblemente, en común responden al conjunto de poderosas fuerzas naturales, permanentemente incomprensibles para el común de los mundanos “del más acá”.

La educación popular, universal y occidental arranca con la Edad Moderna, inspirada en los enciclopedistas del siglo XVIII de los últimos 20 siglos, a pesar de que todavía se reproducen analfabetos con variado grado de ignorancia.

A mayor número de alfabetos se ha ido gestando un mayor número de investigadores científicos, de filósofos, de escritores, de músicos, de pintores y de poetas. Los matemáticos, los geómetras, los físicos, los químicos y los biólogos han descollado en lo que podríamos llamar un acercamiento hacia la frontera de la divinidad. Su formación académica y su incursión en las leyes de la naturaleza los hace personas especiales y a quienes, aunque imperfectamente, se les puede atribuir cualidades paradivinas: También se las ha considerado personas muy peligrosas y lejos de inspirar simpatía han sido perseguidas o doblegadas.

Los casos más resonantes de opresión y severos castigos para quienes se han atrevido cruzar la frontera de la divinidad, y por esa razón han sido consideradas como muy peligrosas, son los de Sócrates, Juana de Arco, Giordano Bruno, Miguel Servet, Galileo, Mozart, Marx y todo ese cúmulo de marginados, ignorados , silenciados y excluidos a quienes los grupos de poder no les han perdonado su atrevimiento a cuestionar las reglas, los dogmas y el acervo preexistente que garantiza estabilidad para los poderosos de turno.

El desenvolvimiento de la frontera intelectiva entre el mundo meramente terrenal y el mundo divino ha sido siempre terrenalmente impuesto a conveniencia de las clases poderosas que históricamente han germinado sobre este planeta, y paradójicamente dan por verdadero el mundo del más allá.

Los primeros poetas, los primeros pintores, los primeros geómetras, los primeros astrónomos, químicos físicos, y los “profetas” en general, a quienes la historia moderna atribuye credenciales despectivas como las de brujos, supercheros, adivinos, herejes y demás descalificativos, jamás fueron bien recibidos, y en su mayoría recibieron la muerte inducida como castigo.

El sacerdocio cristiano ha jugado un papel relevante en esta criminalización contra las personas que por sus conocimientos académicos o intuitivos han identificado y señalado algunas causas físicas para muchos fenómenos físicos catalogados ex ante como coto privado de “Dios”, y consecuentemente a su manipulación terrenal como atrevidas violaciones del poder de una deidades que tampoco podrían definir en términos no menos terrenales.

La Biblia, por ejemplo, desprecia el trabajo; en el “Pacto Edénico”, por ejemplo, el trabajo se considera castigo de “Dios” precisamente porque sólo el trabajo puede elevar al hombre hasta la frontera de la Divinidad más elevada, si por esta entendemos el cúmulo de descubrimiento las leyes de la naturaleza.

Los grupos de poder son cuidadosos en mantener a raya a la mayoría de las personas a las que exige solamente fe a toda prueba ya que es la única manera de que los terrenales puedan desenvolverse en armonía, y reserva castigos para los ateos e intelectuales que no se avengan sumisa y servilmente a los intereses del grupo dominante.

Modernamente se inventó el Premio Nobel para premiar la sumisión de los transeúntes de la frontera de la divinidad. Albert Einstein, director y coconstructor del arma más mortífera concebida y puesta en práctica por los terrenales de todos los tiempos, había sido Nobelado. El resto de los premiados han sido intelectuales e investigadores científicos de alto valor cognoscitivo que han sabido bajar la cerviz y llenarse de dólares. También la bajó el sabio Galileo a cambio de su vida.

Cuando oímos nos entregamos a las estremecedoras y/o sublimes notas de Chopin, de Mozart, etc., cuando observamos las creaciones esculturales de los “genios” del arte plástico, cuando logramos comprender el intríngulis de un teorema, la curiosa composición fisicoquímica de las sustancias en general; cuando asimilamos con limpia empatía las tragedias literarias, etc., entonces solemos decir que tal o cual obra, tal fenómeno, nos llega al alma. Con esto hemos querido decir que se trata de estimulaciones externas sobre las partes más recónditas y materiales de nuestro ser.

Por todo eso y más aun podríamos empezar a convalidar la hipótesis según la cual el llamado espíritu no es otra cosa que una sofisticada forma de existencia de la materia. Las palabras y demás abstracciones, el pensamiento, la conciencia y afines manifestaciones varias pertenecerían a esta delicada forma material, y cuando a esta logramos percibir lo hacemos porque consciente hasta inconscientemente hemos transitado sin proponérnoslo la Frontera de nuestra propia la Divinidad.


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Manuel C. Martínez M.


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