Es que los asalariados, además de trabajar horas extras no remuneradas porque estas están falsamente incluidas en la paga convenida por patronos y trabajadores, durante esas horas de labor excedentarias los trabajadores del capitalismo emplean complementariamente una significativa parte de los medios de producción que de otra manera se mantendrían ociosos, y de perogrullo, sin tales horas de plusvaloración el PIB de todos los países se vendría en picado. También es válida la proposición en contrario porque con más horas diarias de trabajo, ordinarias y/o extraordinarias se logra un mayor empleo de todos los recursos económicos, dentro de una constancia en todas las demás condiciones concomitantes.
Digamos que todo plusvalor tiene un “valor” constituido por capital constante del patrono y por “capital” no menos “constante” de un trabajador que por hallarse descapitalizado no sólo no recibe paga por ese valor sobreagregado sino que tampoco le acreditan reconocimiento alguno como verdadero empresario que es.
Consecuencialmente, los productores de plusvalía no sólo son explotados mediante trabajo impago, sino que al lado de esa misma explotación sufre un despojo nacional e internacional cual filántropo involuntario que le sirve a todo el mundo a cambio de nada.
Cualquier pizca de concientización que pudieran tener los trabajadores sobre estos sucesos permitiría apoyar con bases científicas la necesidad de una unión proletaria mundial.
Aunque el asalariado lo haga sin proponérselo, o inconscientemente, con esa labor suya por concepto de trabajo excedentario aplicado a un capital ajeno no menos excedentario, está contribuyendo, gratuita, muy “solidariamente” y sin que así se le reconozca para nada, a la dinamización y crecimiento económico de cada país.
Curiosamente las reducciones de la jornada de trabajo, son vendidas como grandes conquistas sindicales y de políticos supuestamente defensores de los trabajadores, pero todas se han traducido en mermas proclives a recesiones en el PIB, particularmente cuando estas reducciones de las horas de trabajo no se compensen con un empleo paralelamente sustituto de nuevos asalariados.
Reconozcamos que el portentoso y acelerado desarrollo industrial que desde hace un par de siglos ha catapultado los Imperios transnacionales que hoy controlan el mundo como gigantescas potencias económicas y militares se debió fundamentalmente a jornadas de trabajo suficientemente generadoras de excedentes de capital derivados de una plusvalía con alta proporción respecto del capital ajeno invertido.
Las reducciones horarias pudieron factibilizarse gracias al propio desarrollo de las fuerzas productivas de esos asalariados, un desarrollo manifiesto en mejoras tecnocientíficos que produjeron mejores rendimientos en los medios de producción y con ello una mayor productividad del trabajador con cargo a la cual también este ha recibido algunas pírricas mejoras en su salario, pero, por supuesto, no como expresión de un mejor reparto de la riqueza creada por este asalariado sino, por el contrario, porque con dichas mejoras productivas el plusvalor se potenció y consecuencialmente también lo hicieron las ganancias patronales.
La mayor productividad del trabajador le permitió trabajar durante menos horas diarias y semanales. Los logros sindicales en ese aspecto no fueron más que los típicos efectos pos féstum de un sindicalismo que, ya enterado de las factibles concesiones y elasticidades patronales o gubernamentales, anuncia un paro con éxito en su reclamación y luego se atribuye para sí tales concesiones patronales.
Por supuesto, hoy esas mismas potencias económicas transnacionales confrontan el problema de un alto desempleo de su capital constante más sofisticado. Esto se les ha traducido en una virtual subcapitalización económica en grandes capitales provocada por la escasez de mercados rentables derivada en segundo orden a la ineludible desarmonía entre capacidad productiva alcanzada y el volumen del consumo efectivo.
De allí que desde hace décadas en contradicción a la norma de la acumulación o ahorro de capitales esas potencias empezaron a darle luz verde a todo género de reivindicaciones laborales tendentes a mejoras salariales y a reducir la jornada de trabajo, particularmente en países como el nuestro a fin de robustecer la capacidad de compra de los consumidores y, como si fuera poco, para frenarles a esos países cualquier viso de peligrosa competitividad mercantil. Desde la misma Segunda Guerra Mundial optaron por aplicar ese desenfrenado y poco analizado efecto keynesiano; a ofrecernos capital para unas inversiones controladas por ellos mismos, además de otras medidas que eviten su propio hundimiento burgués.
Los gobernantes ignaros en asuntos económicos estructurales, de escaso vuelo interpretativo, carentes como están de asesores auténticamente profesionales, han caído en esa trampas o artilugios mercadotécnicos que hoy los ha llevado a defender una mejor distribución del salario, en lugar de combatirlo, a defender la proliferación de empresas burguesas nominalmente llamadas socialistas, cosas así, pero lo peor ha sido pretender desarrollar a su país con atmósfera capitalista a punta de reducciones en la jornada de trabajo y sin la garantía paralela de una suplencia laboral para las horas así liberadas. El resultado inmediato es una reducción de la oferta que deriva en una mayor carestía.
Buena parte de los incrementos industriales provenientes de nuevas empresas suele anularse con semejantes reducciones laborales. Por tal razón los trabajadores y gobernantes deben vigilar sigilosamente la garantía de que el subempleo causado por reducciones en la jornada sea inmediatamente reemplazado por nuevas fuentes de trabajo capaces de superar la recesión causada por un achicamiento de la plusvalía.
marmac@cantv.net