Antes de que se desarrollara el fenómeno del consumismo, los “Manuales de la buena ama de casa” recomendaban doblar las sábanas viejas por la mitad, y coserlas, porque se consideraba que aún la tela, un poco desgastada, no había completado su vida útil. De esta manera, si las sabanas se reforzaban de manera artesanal en casa, con un poco de valor agregado, se podían reutilizar con otras dimensiones.
Eran otros tiempos. Los tiempos de nuestras abuelitas. Luego, el sistema del capital, el cual está orientado hacia la expansión y guiado por la acumulación, necesitaba de su autorreproducción ampliada, a cualquier costo, y la encontró en el consumismo. Porque al capital solo le interesa su eterna expansión ampliada, aunque se destruya la naturaleza y nosotros mismos. Ahora hemos alcanzamos los límites estructurales e históricos de la capacidad del capital para controlar la sociedad. De modo que no se trata de una crisis económica como la crisis de 1929, sino de una crisis estructural del capital como un todo.
Para demostrar la gravedad de la crisis, el camarada István Mészáros, en su obra Más allá del capital, formuló la ley tendencial de la tasa de utilización decreciente bajo el capitalismo. Mészáros señala que la tasa de utilización decreciente afecta a las tres dimensiones fundamentales de la producción y el consumo capitalistas, a saber las de: (1) bienes y servicios; (2) planta y maquinarias; y (3) la fuerza laboral misma. En otras palabras, cada día estamos utilizando menos las mercancías que producimos, cada día estamos utilizando menos las maquinarias y las instalaciones, y cada día estamos utilizando menos la fuerza laboral disponible, y esto es una clara manifestación de la crisis estructural que estamos viviendo. El derroche y la producción destructiva están gobernando nuestras vidas.
Lo anterior se traduce en un desempleo estructural —desperdicio de la capacidad laboral— y los que aún están empleados cada día producen más basura, porque hay una tendencia decreciente del valor de uso de las mercancías.
Por un lado, la competencia entre capitalistas hace que se reduzca la calidad de las mercancías para vender más barato. Y por otro lado, la obsolescencia programada, y fechas de vencimientos arbitrarias, reducen la vida útil de los productos con el objetivo de vender más y acumular más capital. Este último se constituyó en uno de los principales mecanismos que el capital ha empleado a lo largo de la historia para lograr su crecimiento. A tal punto que la tasa de utilización de un vehículo particular está por el orden del 1%. Esto no debe extrañarnos. Esto es posible cuando el vehículo solo se usa dos horas diarias para ir y venir del trabajo, y solo se ocupa un asiento de los cinco que contiene.
Pero producir mercancías desechables no fue suficiente, se necesitaba acumular más capital. Entonces se desarrolló el complejo militar/industrial que produce desperdicios y destruye bienes en nombre de la seguridad nacional, y de paso, cómodamente con dinero del estado, sin necesidad de competir con otros capitalistas. Ahora no hay diferencia entre consumo y destrucción. Para acumular capital, igual da consumir que destruir. Estamos en presencia de la forma más cruel de autorreproducción destructiva del capital, propia de la crisis estructural del capital. Este mecanismo se utiliza desde la posguerra como palanca extremadamente potente de la expansión capitalista, y es también una manifestación de la tasa de utilización decreciente.
Así como se subutilizan los bienes y servicios, cada día aumenta el porcentaje de subutilización de las maquinarias y las instalaciones. A menudo se recurre a la práctica “productiva” de arrumbar maquinarias con poco uso para reemplazarlas por otras más avanzadas. Con la conveniente ideología de la “innovación tecnológica”, el estado le provee los fondos a las transnacionales para la renovación de las maquinarias e instalaciones. Pero sabemos que es la competencia del mercado más que las necesidades humanas la que presiona para la renovación de tecnología. Otra vez el estado apuntalando al sistema empresarial privado.
También cada día aumenta el porcentaje de subutilización de la fuerza laboral socialmente disponible. El uso o no-uso de la fuerza laboral disponible —dice Mészáros— constituye la contradicción más potencialmente explosiva de todas las del capital. Al tiempo que el capital necesita más consumidores, también se requiere de menos trabajadores. Esta es una contradicción antagónica irreconciliable que domina el discurso de la teoría económica burguesa moderna. O sea, las leyes inmanentes del sistema no permiten que todos trabajemos.
Es obvio que con la tasa de utilización decreciente se expande el capital, pero se destruye lo que producimos, se destruye la naturaleza, se nos mata en las guerras que provocan los empresarios, y los que quedamos vivos nos morimos de hambre. De esta manera la tasa de utilización decreciente de “la mercancía, la maquinaria y el trabajo” pone en evidencia la crisis estructural en la fase de autorreproducción destructiva del capital, y que tiene su expresión más cruel en las aventuras guerreristas del complejo militar/industrial.
Camaradas, para acabar con esta farsa tenemos que desintegrar el sistema constituido por “el capital, el trabajo, y el estado”. Solo como “productores libremente asociados” podremos controlar nosotros mismos la producción de valores de uso. Porque la producción, distribución y consumo, es una relación dialéctica: Si no podemos recibir “de cada quién según su capacidad”, sin división social vertical y horizontal del trabajo, entonces no se podrá dar “a cada quién según su necesidad”. Recordemos lo que dijo Marx en la Crítica del Programa de Gotha, que el trabajo no puede ser solo un medio de vida, sino la “primera necesidad vital”.
Tenemos que ir más allá del capital. Las condiciones objetivas del trabajo alienadas por el capital privado, o estatal, no permiten que satisfagamos nuestras necesidades humanas. Para mañana es tarde. Podemos empezar por la creación de un semi-estado obrero y comunal. Urge una economía orientada hacia la utilización óptima de los bienes y servicios producidos.
Esto no es fácil. Estamos alienados. No se puede decretar la abolición del fetichismo del capital. El fetichismo es un efecto estructural que se produce en los trabajadores que no tienen tiempo de investigar, y no pueden relacionar una categoría con el resto de la estructura que conforma la sociedad. Como lo dijo Marx en Manuscritos Económicos de 1961-63, pareciera que “el capital emplea al trabajo”.
Todavía la mayoría de los trabajadores obreros, y más aún los trabajadores profesionales, creen que el empresario les da trabajo en lugar de descubrir que es el trabajo lo único que produce riqueza. Todavía hay muchos trabajadores que creen que los empresarios arriesgan su dinero, y eso los hace respetar y hasta admirar a los patronos, y pueden llegar incluso a ser víctimas del “fetichismo de las personas” como ocurría en la sociedad feudal con los reyes.
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