El código de barras o matematización electrónica usada para con un solo tris codificar mercancías y particularmente sus precios lo pueden descifrar las cajas tragabolívares del Seniat, de tal manera que esos mercachifles fenicianos podrían hacerle trampas a los compradores, pero no al gobierno. El código de barras lo descifran sus contadores y programadores, pero no el consumidor o pendejo para su mejor caracterización.
El caso es que el consumidor de bajos ingresos (la mayoría de la población) pasa las de Caín y termina viéndoselas muy negras cuando asustadiza y avergonzadamente sufre la humillación de bajar del carrito de compras, con dolor, rubor, lástima y preocupación, parte de sus necesarias mercancías. El bochornoso acto lo sufre el venezolano porque nunca podrá saber cuánto le costará esta tarde su cesta básica, ni mañana, ni pasado.
Es que este humillado comprador llega a la tragabolívares del Seniat sin saber matemáticamente con cuánto “se bajará”. Además, sabemos que el recaudador oficial sólo controla por muestreo estadístico algunos precios mientras el grueso de ellos los deja sujetos (¿) al libre albedrio de un comerciante ávido de pronto enriquecimiento. De manera que sólo a los mercaderes que se hayan levantado con pie torcido les cae el recaudador.
Corolario: De poco o para nada está sirviendo en este mercado venezolano ir a la Escuela, y de mucho menos las frescas lecciones de la Misión Robinson, porque se podrá saber leer y contar pero en otro lenguaje distinto al subrepticio del código de barras.
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