Desde el apartamento en que me encuentro, piso 15, se divisa el Pacífico, plomizo y sereno como una plancha de zinc. Por donde uno mire hay nubes negras al fondo; a cualquier hora puede comenzar a llover. Los cuerpos empapados de sudor, la humedad cruenta con su goteo lento, que acaba en chorros por la nuca, por el pecho, por los brazos.
Panamá es una selva, ahora también de concreto.
No estamos aquí para comprar, sino para recordar. Recordar a la Panamá vieja con sus opulentas casas de vecindad, con sus gentes empapadas siempre por la lluvia. La Panamá que albergó a famosos balleneros, la de los negros culíes, la de los negros congoleses con sus candombes y rochelas. El istmo con su faro bolivariano que debió ser el centro político de la tierra.
Todas las razas embutidas en un punto, que llegaron para los trabajos más insanos y terribles, que pudieron resistir todas las muertes, todas las alimañas, fiebres, calores sofocantes, asfixias lentas.
Yo no hubiese conocido a la Panamá profunda, histórica y humana si no sufro una fiebre que me noqueó por cuatro días. El fuego de la ciudad entre sus gasas de nubes negras.
El músico Joaquín Manuel Recuero me habla de los terrenos del voraz comercio, tomados por los judíos, los indostanos, los chinos, los árabes, cada uno dueño y señor de su área específica. Por doquier se izan descomunales edificaciones, enormes centros comerciales, bancos, hoteles, en una carrera loca por convertir a esta tierra en el Shanghái de América Latina.
Para ver panameños hay que ir a los pueblos del interior, que no se ven en la gran metrópoli, fundidos entre miles de buques de tránsito que bajan millones de toneladas de mercancía cada minuto, cada hora. Pueden que sean ya sombras que se quedaron deambulando con carretas cargadas con la herrumbre de millones de desembarcos, con mimbres o bambuco japonés, con pesadillas de plásticos o electrónicos chinos, textiles de los cinco continentes, máquinas dragadoras, equipos para horadar el cielo, los ríos, las enormes vastedades de los pantanos sin límites.
Nuestros anfitriones son una pareja de venezolanos y otra panameña. La venezolana es una diosa que resume lo más noble y generoso de nuestro pueblo: el amor por nuestra historia, la poesía, la pasión por la patria. Tiene el don de la vitalidad creadora en todo lo que trata, la delicadeza y el buen tono para la conversa. Es un trozo de lo más genuino de nuestra tierra que pareciéramos no merecer. Su esposo es su complemento bolivariano más perfecto, porque para Simón Bolívar sus edecanes tenían que ser ingleses o irlandeses. Para mí la anfitriona venezolana merece el nombre de Simona: su misma estatura, vitalidad, elocuencia y brillo en la claridad de las ideas. Y hay que decir, por supuesto, que Simona es profundamente chavista.
En Panamá todo está por venderse, y se ofrecen centenares de condominios para el que quiera retirarse a vivir en un apartamento de lujo de un edificio de cincuenta pisos. Las personas de la tercera edad cuentan con descuento del 30% en restaurantes, farmacias y algunos comercios. Uno comprueba que la distorsión de la economía venezolana ha sido destrozada por Fedecámaras, que ha convertido a nuestro país en uno de los más caros del mundo. En Panamá, cualquier persona se viste desde la cabeza a los pies con sólo diez dólares: sombrero, camisa, guardacamisa, pantalón y medias. La comida es muy barata, y los taxis nunca cobran, por cualquier carrera, más de tres dólares.
Miles de venezolanos han llegado a esta tierra huyendo del “tirano”. Cuando estuve en una clínica, lo primero que me preguntó la médica fue: “Viene usted huyendo de Chávez”, a lo que lo me respondí: “Qué manía. La gente suele vivir huyendo de sí misma; el problema en Venezuela tiene que ver con cosas que ustedes no entienden. Ellos los que “huyen” son los más viles tiranos de la tierra, y por cobardía le echan sus miserias al Presidente”. Ese es el problema que hay en el mundo, demasiados imbéciles informados de todo, pero que nada saben ni nada entienden. Porque los medios se encargan de dotarlos de todas las estupideces abismales y ridículas que por doquier andan regando contra nuestro país. Yo pensaba que a partir del golpe de 2002 en Venezuela, le sería muy difícil a los medios seguir mintiendo, como igualmente seguir encontrándose gente que todavía se deje engañar; pero me he equivocado y cada vez me doy cuenta de que realmente, como decía el poeta Schiller, contra la estupidez, ni los mismos dioses pueden.
Con mi amigo Joaquín Manuel Recuero nos pusimos a recorrer la exuberante zona selvática por entre los restos de la ciudad en la que residían los marines, y fuimos al Cerro Ancón.
Pasamos por El Chorrillo, la barriada heroica que fue masacrada por los norteamericanos bajo el mando del asesino George Bush. Allí donde estaba afincado el cuartel general de la guardia panameña, hoy transformado en un gueto. Los gringos invasores se afincaron en ametrallar esta zona porque es donde residen los pobres, es nuestro 23 de enero.
Pasamos frente a un precioso terreno en el que están levantando un gran parque, y me refiere Joaquín que todo ese terreno fue un campo de golf que expropió Omar Torrijos. Entonces allí nadie dijo ni pío.
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