Años después, en 1894, según el Decreto 243 del general José María Reyna Barrios, presidente de la República de Guatemala, territorio ya constituido como país independiente, con fecha 27 de marzo y refiriéndose a los terratenientes cafetaleros de la época, se establecía que “el patrón (…) podrá retener o poner en depósito provisional los haberes en especie, animales u objetos que la ley permite embargar y que pertenezcan a un colono [mozo campesino, peón de finca] que haya huido o dé señal inequívoca de querer huir sin estar solvente con el patrón. Los patrones (…) podrán perseguir a los trabajadores fraudulentos que no hubieren cumplido sus compromisos y las autoridades designadas en esta ley están estrictamente obligadas a expedir órdenes de captura y facilitar los medios que están a su alcance para su aprehensión”.
Hoy, finalizando la primera década del siglo XXI, las cosas no han cambiado tanto: la semana pasada se registró un accidente automovilístico donde un camión cargado (ilegalmente) con alrededor de 80 braceros (varones adultos, mujeres, jóvenes y niños) que eran transportados a una finca para tareas de cosecha del café -igual que en el siglo pasado- sufrió un accidente donde murieron unas 20 personas. El hecho, absolutamente abominable, tuvo muy poca prensa. Pero sin dudas es una demostración sintetizada de lo que ha pasado y sigue pasando con los pueblos mayas, que son campesinos sin tierra, pobres, excluidos, y que el fin de una guerra que intentó modificar esa matriz histórica no parece haber cambiado mucho. Por eso es importante no dejar pasar el incidente, más allá de la crónica policial propiamente dicha.
En el Imperio Romano la aristocracia dominante consideraba tres tipos de instrumentos de trabajo: mudos (arado, palas, azadones), semi-parlantes (animales de carga, bueyes, caballos) y parlantes (los esclavos). Más de dos milenios después, en Guatemala las cosas no parecen estar tan lejos de lo que pensaban los aristócratas romanos del Imperium. Hoy, después de 36 años de una guerra que, habiendo intentado cambiar la situación histórica de explotación de las grandes mayorías rurales, mayas fundamentalmente, dejó 200.000 muertos y el 46% de todos los desaparecidos de las guerras sucias que ensangrentaron Latinoamérica recientemente, con más de 600 aldeas masacradas y un terror instalado que aún campea por todos los rincones, el país centroamericano no parece haber cambiado sustancialmente, pese a la firma de una serie de Acuerdos de Paz que, se suponía, debían sentar las bases de un nación moderna e incluyente. Si hubo cambios, en todo caso quedan aún más en lo cosmético, en lo superficial (lo “políticamente correcto” podría decirse) que en su estructura profunda. El Estado-finca sigue siendo lo dominante.
Guatemala es el país de América Latina con mayor porcentaje de población originaria; si bien los datos son equívocos (lo cual muestra justamente el racismo imperante) se estima en más del 50%, pudiendo llegar a los dos tercios incluso. Los pueblos mayas, herederos de una de los grandes proyectos civilizatorios de la antigüedad, son extraños en su propia tierra. Desde la llegada de los españoles pasaron a ser la mano de obra super explotada de las grandes fincas. Su trabajo, como el de toda la población indígena del continente americano al igual que el de la población negra traída del África, contribuyó a la acumulación originaria del capitalismo europeo. Hicieron parte del gran salto adelante de la economía industrial en ascenso, pero sólo desde el punto de vista del sacrificio: los beneficios -siempre en el Norte- aún siguen ausentes por estas latitudes.
En la actualidad, pleno siglo XXI, la situación estructural de los pueblos mayas que habitan Guatemala y el sur de México (Yucatán y Chiapas, donde tiene lugar el movimiento revolucionario armado zapatista, hoy día muy silenciado) no presenta grandes cambios en relación a años (o siglos) atrás: sigue siendo la mano de obra super explotada de las grandes fincas. La referencia al Imperio Romano no es caprichosa.
¿Por qué decimos esto? Guatemala, igual que otros países centroamericanos, pero más que ninguno sin dudas, se construyó como la “gran finca” agroexportadora (añil en su momento, luego algodón, más tarde café y caña de azúcar, también banano, hoy día biocombustibles -con la llegada de la palma africana fundamentalmente-) a base de la inmisericorde explotación de la fuerza de trabajo de los pueblos mayas, es decir: campesinos despojados de sus tierras históricas, marginados, brutalizados. Explotación económica que fue construyendo una ideología racista monumental, un virtual nuevo apartheid (aunque en Guatemala no se use precisamente ese término) que dio como resultado una cultura de exclusión donde ser “indio” es sinónimo de ser “bruto”. La mano de obra de las poblaciones mayas (obreros rurales estacionales para las tareas de cosecha en las grandes fincas -cafetaleras, azucareras- en el caso de los varones, o personal doméstico en el caso de las mujeres) es siempre mal pagada, rara vez está sindicalizada, en general no goza de ninguna prestación social, y cada vez que quiso organizarse recibió respuestas represivas. Esa situación de fondo, en el marco de la contrarrevolución antiarbencista de 1954 apoyada por Washington, fue lo que motivó el inicio de la guerra interna de estas últimas décadas, entre 1960 y 1996. Es decir: la situación histórica de explotación económica de los campesinos de origen maya, montada en un racismo excluyente nada distinto al que se dio en Sudáfrica por ejemplo, fue lo que dominó el escenario político-social por espacio de siglos, desde la colonia ya en los primeros años de la llegada española (véase la cita de Fernández de Oviedo del siglo XVI), y que se continuó en la república llamada independiente que se gestó a partir de 1821 (véase la cita del decreto presidencial de fines del siglo XIX).
La historia de Guatemala es la historia de esa explotación: el Estado-finca actual, racista y capitalino, es la expresión de las fuerzas que dominaron la sociedad por espacio de siglos. La situación de los pueblos originarios, dentro de esa lógica de super explotación, hace recordar la idea que circulaba en Roma hace milenios con relación a los esclavos: son instrumentos de trabajo (para el caso: hablantes), y nada más. Y si bien el Estado guatemalteco pudo refrendar la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, de 2007, que en su artículo 2 expresa que “los pueblos y las personas indígenas son libres e iguales a todos los demás pueblos y personas y tienen derecho a no ser objeto de ningún tipo de discriminación en el ejercicio de sus derechos, en particular la fundada en su origen e identidad indígenas”, en la práctica ello no se cumple, o se cumple en forma bastante relativa.
Ahora bien: los años de guerra recién vividos no pasaron absolutamente en vano. En el país, aunque sea cosméticamente, algo ha cambiado. Hoy día la discriminación étnica está tipificada como delito, y se va generando -muy lentamente, por cierto- una conciencia antirracista impensable hace algunas décadas atrás. De todos modos, en la estructura profunda de la sociedad queda mucho por cambiar. Prueba de ello es lo recientemente sucedido, que es el núcleo del presente artículo: al igual que décadas atrás, braceros de origen maya, campesinos oriundos de lugares recónditos del país donde incluso casi no se habla el idioma español, son llevados a los cortes de café de grandes propiedades territoriales en la costa sur del país. Pero son llevados en camiones, igual que ganado, y las condiciones de trabajo en su sitio de labores sigue siendo deplorables. Eso sucedió por años en el siglo XX, y todo indicaría que hoy, más aún luego de la guerra y en consonancia con documentos de Naciones Unidas como el arriba indicado, eso ya no podría suceder. ¡Pero sucede!
¡Sucede trágicamente!, aunque ello no sea una gran noticia, ni dentro del país, y mucho menos fuera de él. Acaban de morir 20 personas en un accidente que se podría haber evitado. Pero lo más importante es que eso demuestra la dinámica real de una sociedad que sigue asentada en una estructura despiadada, de super explotación económica y amparada en un racismo patético (“seré pobre pero no indio”, pude llegar a decir un pobre urbano no indígena por ejemplo).
Pero hay algo más patético aún. Introduzcámoslo así: ¡gatopardismo!, cambiar algo para que nada cambie. ¿Qué significa esto? Terminados las décadas de guerra interna con un sangriento balance donde el 83% de las víctimas fueron mayas, la situación de exclusión económico-político-social de estos pueblos no se transformó en lo sustancial. Hubo, sin dudas, una serie de mejoras que les dan mayor presencia, mayor visibilidad en la escena nacional. Muy poca todavía (sólo 8 diputados mayas sobre 158 en un país con mayoría indígena), pero absolutamente inexistente e impensable apenas unas décadas atrás. Una Premio Nobel de la Paz de origen maya, galardonada nada menos que el día del 500 aniversario de la llegada de los españoles a suelo americano, el 12 de octubre de 1992, la maya-quiché Rigoberta Menchú, es todo un símbolo; aunque ello no cambia de raíz las cosas. Y como van las cosas, parece que no hay a la vista ninguna transformación profunda. Los años de la post guerra, con una fuerte presencia de la cooperación internacional en algunas tareas de reconstrucción -infinitamente lejos de ser un nuevo Plan Marshall, porque lo que llegó aquí fueron algunas monedas solamente- sirvió para darle uno nuevo lugar a la cultura maya. Aunque vale apuntar muy certeramente lo que eso significó: un nuevo lugar a la cultura (¿pintoresquismo folclorista?), porque la situación de base, como nos lo muestra patéticamente el accidente recién acaecido, no cambió. Aunque en la actualidad los mayas tengan derecho a celebrar sus ceremonias religiosas en sus propios idiomas, siguen siendo la mano de obra barata, excluida y olvidada.
Hoy día, apoyado por agencias de cooperación internacional de las grandes potencias del Norte, de los mismos países que se siguen aprovechando de la mano de obra barata y desorganizada del Sur para instalar allí sus nuevas plantas industriales (Guatemala es un evidente ejemplo con sus numerosas maquilas), que se siguen aprovechando de sus recursos naturales en detrimento de la población nativa (los biocombustibles son una evidencia: se necesita una hectárea de maíz -la principal fuente de alimentación de los mayas- para elaborar un galón de etanol), esos mismos países desarrollados y opulentos apoyan a los pueblos tradicionales…pero curiosamente ¡para retomar sus raíces ancestrales y revitalizar sus cosmovisiones espirituales! Es así que hoy asistimos a un renacer de las prácticas culturales tradicionales de los pueblos mayas, habiéndose desarrollado toda una estructura de nuevos guías espirituales e intelectuales indígenas que se dedican al asunto. Pero lo del camión, la forma en que aún trabajan los jornaleros de las fincas y esos 20 muertos que recuerdan la división de los instrumentos de trabajo de los romanos…., eso sigue sin tocarse. Ceremonias religiosas tradicionales: sí. Pensar en modificar algo de la estructura finquera histórica: ¡ni hablar!
En un valiente artículo de una representante maya sobre este tópico, María del Carmen Culajay, podemos encontrar una aguda reflexión en relación a este proceso de “apuntalamiento” de la espiritualidad maya: “Hacer ceremonias religiosas (…) ¿qué aporta, si las condiciones de vida reales no se transforman? Ese cambio en ciernes, “políticamente correcto”, suena a complot silencioso entre esas burocracias intelectuales con nombre maya (que no viven en las comunidades, por supuesto; acostumbradas a los hoteles cinco estrellas y al aire acondicionado) y a las agencias de cooperación, que son quienes levantaron ese aparato en estos últimos años”. Como correctamente lo dice: más allá del gatopardismo en juego, cambiar algo sustantivo es “no tanto llamar a ceremonias religiosas y pedir la multiculturalidad de una sociedad con corrección política” sino transformar esa situación de inequidad histórica.
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