Había amanecido un día gris, casi lluvioso en la ciudad, aunque pocos
imaginarían que terminaría siendo negro, como el color del plomo.
Temprano, aquel hombre había bajado en su automóvil con sus
guardaespaldas y se dirigía a sus oficinas, como siempre donde hacía
hacía casi 3 años despachaba. Apenas llegó, le dieron el parte: la
situación era, por primera vez dramática, sin eufemismos. Se resolvió y
llamó a una emisora radial. Ya sabía del poder de convocatoria de los
medios y esperaba sumar voluntades. Le atendieron y pidió que las
palabras que dijera por el teléfono se enviaran en cadena a varias
emisoras radiales. Las televisoras parece que quedaron bloqueadas y no
había unidades móviles en las oficinas. Con su voz "metálica" pero más
tranquila que de costumbre, llamó a la calma. Que todos fueran a su
trabajo, a pesar de un levantamiento que se creía confinado a una
ciudad. Que "tenía la certeza" de que los soldados cumplirían con su
obligación. Que el pueblo esperara instrucciones para actuar. Nunca hubo
esas instrucciones.
Veinte minutos después, hizo un nuevo llamado hablando de la
insurrección. Pero el "otro golpe" ya había empezado. Los dueños de
otras emisoras de radio, bien por la satisfacción de "sacarse el clavo" o
por miedo, le dieron cabida a los comunicados emitidos por uniformados
que, en lenguaje altisonante e insolente propio de las organizaciones
terroristas, comenzaron a inundar el espacio radioeléctrico. Algún
ingeniero ideó la estrategia de dispersar las señales emitidas por los
alzados, ahogando entre gritos destemplados y cobres marciales al hombre
de voz tranquila que, lentamente se estaba quedando solo...Mientras
tanto, los aviones que habían sido adquiridos para la defensa de la
Patria, eran tripulados por "heroicos pilotos" para bombardear las
antenas y los transmisores de Radio Corporación. Pero nadie sabía que un
radioaficionado grababa en una cinta, la conversación entre los
sátrapas que se preparaban para clavarle sus garras a su propio país. Un
empleado de la emisora arriesgó su vida grabando en un casete todo lo
que el hombre de voz tranquila decía desde su oficina.
En su oficina, con un casco y un fusil, sin haber jamás disparado un
arma, se aprestaba a dar las órdenes a sus pocos hombres fieles. No pudo
despedirse como debía de los suyos, pero estaba dispuesto a llegar al
final, aunque fuese librando una batalla perdida desde siempre. Más
llamadas, esta vez a otra emisora y ya se había dado cuenta aquel hombre
que nada podía hacerse. En circunstancias en que cualquier persona
perdería el aplomo y la calma, aquel hombre de pelo entrecano y bigote
blanco y ataviado con escasa vestimenta militar, volvió a hablar. No
importaba si lo escuchaban o no, sería consecuente con su idea: de su
oficina acribillada a bombazo limpio, lo sacarían muerto. Con
tranquilidad pasmosa, habló por última vez, de hombres futuros que
superarían el momento gris y amargo, habló de un hombre nuevo que
caminaría por las grandes Avenidas de la Libertad para construir un
futuro de paz y una sociedad mejor. No pudo saber que, mientras hablaba,
unos seminaristas en una humilde pensión al oirle lloraban, quien sabe
si en silencio o a gritos, como cuando la desesperación de saberse
perdidos en una guerra "ilegal e inmoral" es lo único que se tiene a
mano.
Aquel hombre , salió de su oficina, armado con la metralleta y empezó a
disparar no se a quienes. Y cuando los uniformados traidores le llamaban
para exigirle que se rindiera, les restregaba su falta de honor y les
recordaba en duros términos a sus indignas madres. Finalmente, se dijo
que era hora de cumplir su promesa. Al aproximarse las hordas asesinas,
pidió a sus compañeros que se rindieran. El capitán abandona su barco al
final. Se quedó rezagado en la fila de sus atemorizados compañeros, se
sentó en un sofá del solitario y derruido salón de cuyo esplendor
pasado, solo quedaban ruinas humeantes. Miró la metralleta y en un
relámpago pasó ante su ojos su infancia favorecida, sus éxitos
estudiantiles, la vida en su hogar, su grado en la Universidad, la
ocasión en que decidió ser luchador social, su matrimonio, el nacimiento
de su descendencia, las notas del Himno de su País martirizado, el
recuerdo de los artistas y del público del común que lo aclamaron cuando
creyó llegar a la cima de la Gloria. Se sentó y se diría a sí mismo que
ya había llegado la hora de partir, así que apuntó la metralleta y haló
del gatillo. En un instante infinitesimal, pasó a otro plano y el
resto, quizá fueran las tinieblas.
Así terminó sus días, el Hombre de la Paz cuya frente estaba limpia de
pesadillas, enterrado casi clandestinamente, cuyo recuerdo fuera
silenciado deliberadamente. Aún así, no se le ha olvidado y por eso,
cuando un pueblo lucha por su libertad e independencia, allí estará
siempre la imagen del Presidente Mártir Salvador Allende Gossens quien
sacrificó su vida por un Chile y un Mundo Mejor. Ojalá más temprano que
tarde, se abran los caminos de libertad que predijo, para que nadie
vuelva a pisar una Santiago ensangrentada y, en lugar de llorar, se
celebre la presencia de los ausentes.
¡Que viva Chile por siempre, carajo!
ramjar@cantv.net