El espíritu de nuestra época, en efecto, se llama “cuerpo”, un conjunto de procedimientos de adaptación al medio, materiales e inmateriales, que van mucho más allá de la pura existencia biológica. ¿Por qué -por qué- nos refugiamos en el “cuerpo” cuando todo parece desmoronarse a nuestro alrededor, cuando la inseguridad, la inestabilidad y la pobreza amenazan de pronto un mundo hasta ayer inexpugnable y risueño?
En primer lugar porque un gimnasio es mucho más barato que un hotel, como para los viejos eremitas del siglo IV resultaba mucho menos gravosa la vida en el desierto (donde apenas necesitaban una cueva o una choza) que en las complicadas y lujosas ciudades imperiales.
En segundo lugar porque la vida del “cuerpo”, como la del alma antigua, se puede administrar en soledad, al margen de toda dependencia colectiva. Es, digamos, el único marco de autogestión posible en un mundo gestionado ya por fuerzas abstractas, distantes y adversas: esos mercados caprichosos y destructivos frente a los cuales, al igual que frente a los dioses paganos o los feroces germanos, no podemos hacer nada, ni siquiera rezar. Moldear nuestros músculos, cepillar nuestras varices, depilar nuestras excrecencias son gestos que garantizan un mínimo de soberanía personal en medio de un remolino de fuerzas ciegas que ninguno de nosotros puede controlar -y apenas conocer.
Pero en tercer lugar también porque “el culto al cuerpo” es una inversión muy rentable en favor de la salvación, como lo era el culto a Dios en los cálculos soteriológicos -el cielo o el infierno- durante la Edad Media. El darwinismo social impuesto por el mercado laboral determina una “selección natural” en la que los más jóvenes, los más guapos, los más saludables tienen muchas más posibilidades de ser contratados (es decir, salvados) que los más débiles o viejos. Allí donde no deja de aumentar lo que Marx llamaba “el ejército de reserva”, compuesto en España por casi seis millones de personas, las luchas entre parados son luchas a muerte entre gladiadores airados que dedican el tiempo libre a fortalecer sus biceps y afilar sus armas.
El “culto al cuerpo”, un culto enteramente religioso y, por lo tanto, funcional al equilibrio fraudulento de clases, se ajusta a la perfección a los intereses de un capitalismo en crisis: deja en manos privadas la gestión de la salud corporal, abarata los gastos destinados a los cuidados, desplaza y deforma la intensidad y calidad de la lucha, genera la tranquilizadora ilusión de propiedad autogestionada y soberana. Ensimismados, volcados sobre sus propios caparazones en gimnasios, peluquerías y quirófanos, los españoles esculpen sus cuerpos mientras las columnas del universo se derrumban a su alrededor.
El filósofo Gunther Anders declaraba irritado su incomprensión frente a este tendencia a la introspección en tiempos de amenaza: si no tenemos suficiente fuerza para cambiar las cosas y mejorar el mundo, ¿la solución será encerrarnos en casa? ¿Volver a la familia? ¿Dedicarnos al culto de los dioses o del cuerpo? ¿No deberíamos hacer exactamente lo contrario? ¿Unirnos, organizarnos, ocuparnos del mundo compartido? Nada más curioso -y al mismo tiempo más coherente- que esta reacción de “consumidores fallidos” en virtud de la cual el viejo “desprecio del mundo”, reivindicado durante siglos por la Iglesia y denostado por los revolucionarios, adopta ahora la forma de una “obsesión por el cuerpo”. El cuerpo, como ya he dicho, es nuestra nueva alma o nuestro nuevo espíritu y esta fanática “corporeidad”, como la “espiritualidad” de antaño, se ha convertido en uno de los grandes obstáculos para la transformación social del planeta y para la conservación ecológica de sus recursos y equilibrios.
Un programa estadounidense de televisión, reproducido por un canal español, ofrece los testimonios de algunas mujeres desgraciadas que buscan la paz interior y la salvación. La emisión se llama Tu estilo a juicio y comienza, en efecto, con una especie de proceso despiadado, una suerte de Juicio Final de la Convención Social: a las mujeres elegidas se les señala cruelmente, ante la opinión pública, su exceso de peso, su falta de elegancia, la fealdad de su ropa, la desigualdad de sus dientes, la pequeñez de sus pechos, y se las culpabiliza de su baja autoestima y su fracaso personal y social. ¡Pero hay una solución! Los dioses son misericordiosos y se llaman estilista, peluquero, entrenador, psicólogo, dentista, cirujano. ¡Esos dioses buenos han decidido salvar a las desgraciadas! Tras un purgatorio de duración variable, según la gravedad de los pecados, las pobres mujeres salen redimidas de los gimnasios y las salas de belleza. Ahora son guapas, delgadas, sus dientes resplandecen y sus “cuerpos” aletean en las alas del reconocimiento social y la satisfacción emocional. Ahora se quieren a sí mismas, son queridas, empiezan una nueva vida de éxito y felicidad. La vieja relación entre el alma y el sacerdote ha sido sustituida por este forcejeo salvífico entre el cuerpo y el entrenador, entre el cuerpo y el omnipotente asesor de imagen.
Todas las crisis han aumentado siempre el número de fieles en los templos; es la hora de las iglesias, las sinagogas y las mezquitas. Pero lo es también -por una especificidad propia del capitalismo- la de las peluquerías y los gimnasios. El nuevo ascetismo se llama, en efecto, “culto al cuerpo”.
¿Y los cuerpos? Ya no existen.