La emblemática plaza Tahrir en El Cairo ha vuelto a ser el corazón de la protesta social en Egipto. Y un grito unánime exigiendo la renuncia del presidente Mohamed Morsi se ha impuesto. Pero la toma del poder por parte de los militares, tras cuatro días de masivas protestas en todo el país, abre una serie de interrogantes sobre el futuro de la revolución. Muchos son los que se preguntan, ¿adónde va Egipto?
El ascenso de los Hermanos Musulmanes al poder fue tan rápido como ha sido su caída. Las aspiraciones de cambio que muchos depositaron en ellos, se han visto truncadas tras un año de Gobierno. La situación no solo no ha mejorado desde entonces sino que ha ido a peor. La continuidad en la política social y económica, en relación al antiguo régimen, ha sido la tónica dominante. El arraigo social y la fuerte estructura organizativa permitieron a los Hermanos Musulmanes erigirse como la fuerza electoral dominante, pero quienes vieron en ellos y en Mohamed Morsi una alternativa, hoy los señalan como responsables de la situación de crisis.
Asimismo, su prepotencia en el poder ha agudizado el malestar social. La nueva Constitución fue aprobada de manera unilateral en el parlamento por los Hermanos Musulmanes. Y Mohamed Morsi se auto-otorgó total inmunidad como presidente. El retroceso en libertades individuales y colectivas, especialmente de las mujeres, y la persecución de periodistas críticos con el Gobierno y la Hermandad no han hecho sino añadir más leña al fuego.
Las aspiraciones emancipadoras del pueblo egipcio, en consecuencia, han tomado de nuevo las calles del país. Y el grito “Pan, libertad y justicia social”, que dio origen a la revuelta del 2011, vuelve a estar de actualidad con nuevas consignas. Amplios, y muy diversos, sectores políticos y sociales han expresado estos días su profundo malestar con las políticas gubernamentales y su oposición al proyecto neoliberal, conservador y autoritario de Morsi Y se ha visto, claramente, como unas elecciones no significan ni plena democracia y, aún menos, justicia económica.
El ejército, aliado en un primer momento con los Hermanos Musulmanes, ha tomado, de nuevo, las riendas del cambio de rumbo. Un ejército que no ha dudado en utilizar la represión contra quienes protestaban, cuando ha estado en el poder, y que cuenta con estrechos vínculos con Estados Unidos, tanto políticos como económicos (las fuerzas armadas reciben anualmente 1.300 millones de dólares del gobierno estadounidense), y controla una parte muy importante de la economía del país. Una vez más, los militares intentan hacerse con el control de la transición democrática, frenando la revolución. No hay que tener confianza alguna en el ejército. Más allá de su retórica, su objetivo no es la defensa de la revolución sino su domesticación y canalización hacia cauces inofensivos para las estructuras de poder.
Se abre ahora un período con importantes interrogantes. Y la fragmentación y la debilidad del conjunto de la izquierda social y política leal con el proceso revolucionario lastra las perspectivas de futuro. En este contexto, la férrea voluntad y el potencial de movilización del pueblo egipcio para conseguir una sociedad más equitativa y justa, como bien se ha demostrado, es la mayor esperanza para el cambio. Lo acontecido estos últimos días -masivas protestas pero con un desenlace político capitalizado por el ejército- muestra sus fortalezas y debilidades.
"Las revoluciones -como decía el filósofo francés Daniel Bensaïd- tienen su propio ritmo, marcado por aceleraciones y desaceleraciones. También tienen su propia geometría, donde la línea recta es interrumpida en bifurcaciones y giros repentinos". Cuando muchos daban por muerta la revolución egipcia, una vez más la historia nos sorprende con volantazos cuyo destino es imprevisible.
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