Podemos hablar de “revolución” en uno de estos dos casos:
-Cuando una mayoría social, con intereses diversos o no e incluso sin un programa político, derroca una dictadura.
-Cuando un programa político de transformaciones radicales, mediante las armas o no y con el apoyo de una mayoría social, se impone sobre una “democracia burguesa”.
En Egipto hubo una revolución en 2011 en el primero de los sentidos. No ha habido hasta el momento ninguna revolución en el segundo de los sentidos. Y el caso ahora del derrocamiento de Mursi no encaja -es evidente- en ninguna de las dos definiciones. No había ninguna dictadura que derrocar en Egipto (sino una limitada “democracia burguesa”) y no hay ningún programa político de transformaciones radicales en juego, al menos apoyado por la mayoría de la plaza. Cuando son las armas de un Ejército fascista las que derrocan una “democracia burguesa”, eso se llama -técnica y políticamente- “golpe de Estado”. Si millones de personas, incluso muchas de ellas revolucionarias en el primer sentido del término, piden un golpe de Estado, no por eso deja de ser un golpe de Estado. Si miles de personas en la plaza no quieren la intervención del Ejército -porque son revolucionarias también en el segundo sentido del término- su voluntad queda completamente anulada por el golpe de Estado. Un Ejército fascista que destituye y secuestra a un presidente electo, que suspende la Constitución y disuelve el Parlamento, que detiene a los dirigentes del partido mayoritario, cierra sus televisiones y dispara sobre sus partidarios, está dando un golpe de Estado. Si lo apoya mucha gente, lo tiene más fácil. Si lo apoya además la izquierda y lo llama “revolución”, entonces lo tiene facilísimo.
En el mundo árabe ni existían ni existen condiciones para que se produzca una revolución en el segundo sentido aquí reseñado. ¿Por qué era importante -crucial- que se produjeran revoluciones en el primero de los sentidos? Por dos motivos. El primero porque el establecimiento de una “democracia burguesa” bajo el empuje de los pueblos permitía la formación de un nuevo sujeto político y la construcción, en las nuevas condiciones democráticas, de alternativas colectivas hasta ahora inexistentes e inimaginables. El segundo porque una “democracia burguesa” debía sacar a la luz la verdadera relación de fuerzas en la zona, favorable a los islamistas. Esto representaba un peligro, sí, pero también una necesidad insoslayable, pues todas estas dictaduras habían justificado su poder -y la represión de todas las expresiones políticas, incluida la izquierda- contra el “terrorismo islámico”, que ellas mismas alimentaban, en un bucle felizmente eterno para los caudillos, mediante la represión y la tiranía. La normalización política abría la esperanza de una “democratización del islamismo” a través del ejercicio del gobierno, como en parte ha ocurrido en Túnez y también en Egipto antes del derrocamiento de Mursi. La búsqueda de la confrontación a cualquier precio, y la estrategia de acoso y derribo por cualquier medio, sólo puede abortar, por así decirlo, “la maduración del fracaso” del proyecto islamista, que es inevitable pero que debe producirse en un marco democrático si no queremos volver al trágico “día de la marmota” que lleva décadas ensangrentando la zona y sojuzgando a sus pueblos. La izquierda, por desgracia, se ha prestado a este juego en el que sólo puede ganar el “ancien regime”.
Pero hay otro motivo por el que la izquierda debería comprender la necesidad de respetar las reglas de juego que ella misma contribuyó a establecer con las revoluciones democráticas. En el mundo árabe -y en Túnez y Egipto de un modo muy claro- hay dos marcos hegemónicos paralelos: uno, de las clases populares, moldeado por el islam político, y otro, de las clases medias y altas, moldeado por la derecha laica. Durante las dictaduras la izquierda, reprimida, aislada, pinzada entre los dos marcos, se declaró vencida en el territorio que le era natural, el de las clases populares, y acabó asimilada al de la derecha laica, no tanto porque pactara con ella -que lo hizo a menudo- cuanto porque acabó alejada de la calle y encerrada en el ámbar de un elitismo -si no de clase- cultural e intelectual. Un amigo que dejó hace años Nahda, profundamente asqueado, para tratar de elaborar un proyecto de “islamismo de la liberación”, según el modelo de la “teología de la liberación”, siempre reprocha al Frente Popular tunecino este distanciamiento elitista de la cultura popular y, evocando expresamente a Chávez, asegura que Túnez sólo será comunista el día en que, en lugar de empeñarse en vaciarlas, los comunistas prediquen el comunismo desde las mezquitas. Esto sirve para toda la región y, desde luego, también o sobre todo para Egipto. Construir un nuevo marco hegemónico de izquierdas en el mundo árabe presupone la normalización política del islamismo, su desgaste controlado y su radicalización -hacia la izquierda- desde el interior de la cultura popular. Un golpe de Estado basado únicamente en el anti-islamismo (contando, por tanto, con las fuerzas mucho más poderosas, y ya probadamente nefastas, de la derecha laica) no sólo no es una revolución en el segundo sentido arriba evocado sino que aborta la revolución en el primer sentido, condición de cualquier cambio profundo que en el futuro se quiera hacer. Eso es lo que pasó en Argelia en 1992, con el resultado de todos conocidos. Ahora puede ser mucho peor.
Todos citamos a menudo la famosa frase de Marx: la historia se repite dos veces, la primera como tragedia y la segunda como farsa. No es verdad. Se repite muchas veces. La primera como tragedia, la segunda como catástrofe, la tercera como infierno, la cuarta como apocalipsis. No veo qué puede salir ganando la izquierda con esta secuencia mortal... /1.
1/ Que este desplazamiento “dentro de la cultura popular” es posible lo demuestra América Latina, donde algunos proyectos emancipatorios en curso -en Venezuela, Bolivia, Ecuador- han sido posibles gracias a una “maduración” dentro de un “marco democrático burgués”. Todo el mundo estará de acuerdo en que la llamada “revolución bolivariana”, con su fuerte componente, al menos formal, de “democracia participativa”, habría sido imposible si Chávez hubiese llegado al poder a través del golpe de Estado de 1992. Chávez no era entonces Chávez, pero ya era mejor -sideralmente mejor- que Abdelfath Al-Sisi.
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