Suenan campanas por Monseñor Romero

"Mis venas no terminan en mí

sino en la sangre unánime

de los que luchan por la vida

el amor, las cosas, el paisaje y el pan".

Roque Dalton (El Salvador, 1933-1975)

La tarde del 24 de marzo de 1980, San Salvador era una ciudad sitiada por el miedo, por la miseria ignominiosa y el terror de una guerra no declarada. Como todas las tardes, luego del tañer de las campanas convocando a la santa eucaristía, Monseñor Oscar Arnulfo Romero entró a la capilla del Hospital de la Divina Providencia para oficiar la misa de seis. Esa institución católica la dirigían las Hermanas Carmelitas desde 1966, estaba dedicada a restablecer la salud a enfermos de cáncer, estos llegaban desde los más remotos pueblos salvadoreños hasta la capital buscando la sanación, esperando el doble milagro: su curación, y ser tratados con generosidad, sin tener un real.

Esa tarde, a las afueras de la capilla del hospital, estaba estacionado un Volkswagen modelo escarabajo, color rojo, en silencio absoluto: parecía un gran insecto inmóvil. Oscar Arnulfo Romero, un sacerdote de 63 años de edad, había proclamado de forma valiente su opción por los pobres, y quizá por ello: había tenido una ascendente y exitosa pastoral, aunque lo habían señalado de comunista. Él era una de las pocas voces que enfrentaba la brutal represión del régimen dictatorial, condenaba las desapariciones de líderes campesinos y estudiantiles, denunciaba las torturas despiadadas a civiles y las ejecuciones que dejaron como resultado 75.000 muertos en esa nación centroamericana. El Salvador era un país martirizado, de campesinos y cafetaleros en la miseria, nación enclavada entre las aguas del océano Pacífico y las selvas espesas de Honduras y Guatemala en sus fronteras norte y oriental.

Ese lunes 24 de marzo, Monseñor Romero comenzó puntual su misa, lucía impecable con su atuendo ceremonial: llevaba la mitra, el báculo, el palio arzobispal y un solideo violeta que parecía una aureola viva, de luz malva. En la homilía del día anterior, domingo 23 de marzo en La Catedral, sólo unas horas antes, Romero había declarado: "Ante la orden de un hombre de matar, debe prevalecer la ley de Dios, su mandamiento: No matarás". Ese sermón encendió las alarmas del régimen militar virulento. Sus misas eran transmitidas por radio, las seguían en buena parte del territorio nacional. Con su tono sereno y reflexivo, Romero increpaba a los miembros del ejército, a los agentes de la policía: "En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo, cada día más tumultuosos; les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: Cese la represión".

Del pequeño auto rojo aparcado frente a la modesta capilla, descendió un hombre armado, entró al templo y realizó sólo un disparo, directo al corazón del pastor, con una bala calibre 22 explosiva que lo fulminó al instante. Su cuerpo cayó a los pies del altar ante los gritos de los fieles, ante el asombro de la grey aterrada, observando impotente el magnicidio. La muerte que tantas veces había presentido monseñor Romero había llegado burlando su altar, su homilía, su hermosa vida.

Todas las investigaciones posteriores al crimen señalaron como autor intelectual del hecho, al mayor del ejército Roberto D´Aubuisson, un radical de la extrema derecha, responsable en buena medida del genocidio que esa nación vivió. D´Aubuisson egresó con honores de la Escuela de las Américas con sede en Panamá, en 1972, el centro de adiestramiento para torturadores auspiciado y financiado por la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos. Él era el cabecilla de "Los escuadrones de la muerte", su temido líder.

El 16 de noviembre de 1989, Roberto D´Aubuisson, cual poseso hereje delirante de rabia, ordenó la ejecución de seis padres jesuitas, todos pertenecientes al personal docente de La Universidad Centroamericana de San Salvador. Los sacerdotes pertenecientes a La Compañía de Jesús fueron masacrados sin piedad en la residencia cural. El militar con apellido francés, era hijo de un inmigrante galo, fundador del partido ARENA, organización política de extrema derecha, que representaba a la rancia oligarquía nacional. El mayor murió a los 48 años de edad, en febrero de 1992, martirizado por un agresivo cáncer de garganta, y acosado por los fantasmas de sus asesinatos y torturas, que le produjeron insomnios interminables. Hasta sus últimas horas usó bufandas para tapar su padecimiento terminal, las horrendas cavidades que le crecieron en su cuello. Al mayor D' Aubuisson lo llamaban "El Hitler de bolsillo" por su baja estatura, y su arrogancia. Él vivió su infierno terrenal.

Las exequias de Monseñor Oscar Arnulfo Romero, se convirtieron en un río de plegarias y dolor, era impresionante ver a la gente llegar en romería de todos los pueblos y aldeas salvadoreñas para despedirlo. A pesar de la ceremonia luctuosa, el ejército desató la represión para dispersarlos, hecho que impactó a la televisión mundial, a la prensa de todo el continente. Desde entonces, la feligresía de El Salvador reclamó su beatificación, en cada pueblo de la nación centroamericana lo consideran "El santo de los oprimidos". No son pocas las hornacinas, murales y grafitis que lo muestran en las calles y en los vericuetos de las barriadas de San Salvador, luciendo su atuendo arzobispal blanco y una aureola de santidad.

Este valiente prelado se había ordenado sacerdote en 1942 en Roma, desde los 11 años de edad había servido a la iglesia con devoción, con absoluta entrega. Alternaba su oficio de cartero, para ayudar a su madre que era empleada del correo, con las visitas al templo vacío, en la más absoluta soledad.

En los años 60 se vivió la sangrienta guerra civil, y se extendió por 14 años, en esos días aciagos él sabía que arriesgaba su vida cada instante, aunque por una causa justa: por la defensa de los pobres. No obstante, nunca abandonó su acción pastoral, no cesó nunca en su reclamo de justicia y paz ante las atrocidades de la dictadura.

En 1989 el actor puertorriqueño Raúl Juliá caracterizó magistralmente a Monseñor Oscar Arnulfo, en el filme del australiano John Duigan titulado "Romero". Esa película rodada en inglés que tuvo una gran difusión en Iberoamérica, y en algunas ciudades de los Estados Unidos con población latina. En esa cinta el histrión boricua mostró su portento dramático, su gran talento actoral, el mismo que lo llevó a participar en 30 obras de teatro y 36 filmes exitosos.

Juliá logró notoriedad mundial con su papel de Chico Mendes en 1994, caracterizando al líder sindical de los recolectores de caucho en Brasil, un activo ambientalista asesinado frente a su casa, en 1988. Quería preservar la selva amazónica ante la tala indiscriminada, y apoyaba en el justo reclamo a los obreros del caucho. Un año después de rodar esa cinta sobre el líder brasileño, Raúl Juliá murió en el Hospital North Shore University de Manhasset, víctima de un ataque al corazón. En ese momento el puertorriqueño tenía 54 años de edad.

Fue asombroso cómo en el film "Romero", logró reflejar la bondad y a la vez la firmeza del carácter del prelado nacido en Ciudad Barrios en 1917, hijo de un telegrafista y una administradora de correos, un joven con talento innato de comunicador, buen orador y excelente escribano. Raúl Juliá encarnó con credibilidad a ese hombre de fe, genuino defensor de los desposeídos de El Salvador.

Han pasado varias décadas desde el asesinato de Monseñor Oscar Arnulfo Romero, y las notas de la canción de Rubén Blades lo dibujan en la distancia: "Suenan las campañas, por un cura bueno, Arnulfo Romero" de su celebérrimo álbum "Buscando a América" publicado en 1984, grabado con la agrupación élite "Los Seis del Solar". Ese tema se ha convertido en un homenaje permanente al legado del pastor Romero, que no pierde vigencia. El pueblo creyente de Centroamérica erige la figura de Romero como un tótem de amor al prójimo, de valiente defensa de los derechos fundamentales del hombre: un auténtico líder cristiano.

El papa Francisco, ese noble argentino dotado de un gran carisma y sensibilidad social, aprobó en febrero 2015 el esperado decreto para la beatificación del arzobispo de San Salvador Oscar Arnulfo Romero. Así lo informó la oficina de prensa del Vaticano. El papa, junto al prefecto de la Congregación para la Causa de los Santos, cardenal Ángelo Amato, aprobó el decreto en el que se reconocía el "martirio" de Romero in odium fidei, es decir: fue asesinado por "odio a la fe".

Pocos hombres se han parecido tanto a Jesús de Nazareth como Oscar Arnulfo Romero, y al igual que El Nazareno, el padre Romero predicó el amor entre hermanos, la justicia, el servicio al prójimo, el respeto a la vida de los humildes: y por ello murió a manos de verdugos despiadados. Su altar fue profanado, lo convirtieron en un Gólgota centroamericano, su sangre unánime de mártir fue derramada.

Por ese cura bueno, que siempre estuvo firme ante las asechanzas, hoy suenan las campanas, las oraciones de su pueblo han logrado que sea beatificado. Ese ha sido un auténtico acto de justicia, pues Monseñor Romero, es un santo del pueblo latinoamericano.

Parafraseo a su paisano Roque Dalton, el poeta asesinado cinco años antes, en mayo de 1975 y afirmo: Las venas de Romero no terminaron ahí, ahora estarán junto a la sangre unánime de los que luchan por la vida, el amor, el paisaje y el pan.



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León Magno Montiel

Premio Nacional de Periodismo 2004.
www.saborgaitero.com
Director de SUITE 89.1 FM
www.suite891.com

 leonmagnom@gmail.com

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