Todo imperio se cree eterno porque erróneamente se considera divino e inmutable. Todo autócrata es indiferente al título de grandeza con que lo coronan y lo idealizan sus súbditos más cultos y más arrastrados a su cola burocrática. Le gusta que lo simbolicen como el enviado supremo del Dios de sus confesiones. Sólo cuando las masas, en estado de locura, se despojan de la camisa de fuerza y rastrean, desafiando peligros y venciéndolos, el universo geográfico de sus límites es que el autócrata se plena de miedo, se desespera y busca afanosamente controlar el
Todo imperio, que no sea el de la libertad y la justicia, se asienta en sus atrocidades, que las bendice, las premia con impunidad, porque no se sostiene sin acometerlas y disfrutarlas. Todo imperio para sostenerse requiere de esclavos que lo eleven y lo beatifiquen con su resignación y su trabajo. Toda explotación y opresión (de clase, de nación o del hombre por el hombre), es en sí una atrocidad aunque mucho progreso y desarrollo haya traído al mundo. Cuando el despotismo cruza la línea maginot, es porque ha perdido toda la necesidad que lo hizo nacer y, por esa misma razón como antítesis, igual lo hace digno de morir. Todo déspota es un caudillo que en la caricia a sus descendientes planifica el dolor para su pueblo.
El huerto de un imperio es terrible. No existe Providencia que intervenga ni en contra ni en su favor. Son las masas, guiadas por el espíritu de su vanguardia, las que le truncan su acción y le paralizan sus órganos para que muera. El imperio va a sus últimas batallas con todos sus defectos. Si hay nubes y la lluvia es un soldado decidido en la mezcla de las masas rebeladas, llueve para que más pronto resbale el imperio y más segura sea su derrota. Cuando la genialidad de un pueblo se cree envejece es porque está creciendo, mientras que la de un imperio decrece perdiendo el sentido directo de la victoria, deja de asimilar el escollo, no profetiza el lazo y no percibe la pendiente del abismo. El imperio, alimentando su riqueza y su poder, acrecentando la miseria y el dolor en su pueblo, deja de captar que las catástrofes se le vienen encima como el lodo a la planicie cuando se derrumban sus cerros. Ya no tiene dedo soberano y lo que dirige va derecho al precipicio, derrotado y fanfarroneando sus conceptos que pierden todo sentido pronunciado por su boca.
Cuando un imperio confunde las apariencias con realidades cree que los árboles son una llanura y una pradera un laberinto de cuevas que aseguran su emboscada. El imperio lleva sobre sus hombros la sombra que le acosa su forma y su contenido. Cuando un imperio va a su última batalla, donde le matan su cuerpo paralizándole su corazón, suele confiar su estrategia en tácticas de sol, pero al éste no aparecer todo se le obnubila, se confunde, se desespera en la incertidumbre, vacila y amenaza como sinónimo de sus últimos respiros. La tempestad, que son las masas, lo primero que le cortan al imperio es su divinidad y, luego, le produce la estocada para que tambaleándose mire a sus vencedores y le duelan todas sus atrocidades antes de morir completamente. Así es Waterloo.
En una batalla donde el imperio se sentencia derrumbado nadie se ocupa, en el campo donde los heroísmos manifiestan la sublimidad de sus sacrificios, de las biografías de los frentes ni de la historia de las fuerzas que se baten ardorosamente por el triunfo. Sólo después, abatido el imperio, se escriben las tonterías que niegan el mérito a los soldados vencidos para ganar indulgencia con escapulario ajeno lisonjeando al vencedor. Eso no es historia, eso es fanfarronería novelada.
Dicen, algunos biógrafos, que se ha descubierto que para la batalla fulgurante que hiere de muerte a todo imperio, éste hace su entrada al campo de acción en estado de buen humor. Quizá es la señal que por última vez se ríe de su adversario de tanto subestimarlo. Ningún imperio, por muy predestinado que se crea, execra sus contradicciones que le conducen inevitablemente a su fenecimiento. Todo autócrata se desgasta en el festejo de sus crímenes y en su burla del dolor ajeno. En su batalla final ningún imperio deja de descubrir sus verdaderos caracteres. Se le atascan sus desplazamientos y le entra el hambre y la sed por la logística que nunca les llega. No se percata que lo domina el capricho porque ha perdido el ingenio. Ha dejado de familiarizarse con los acontecimientos. Es ya un cadáver y no se da cuenta que sólo le quedan los huesos y no le circula sangre por sus venas resecas de tanto derramar sangre de su pueblo y de otros pueblos para colonizarlos. Ni siquiera se percata del silencio que precede a su derrota. Ya siente lástima de sí mismo. Un imperio resquebrajado, paupérrimo por sus atrocidades, no lo soporta ni su propio mal. Por todos sus frentes las masas exaltadas y eufóricas, ansiosas de victoria, le abren brecha y le cortan su ánimo de salvar el honor en un repliegue desordenado y desmoralizado. Es cuando cae en el abismo y se olvida de sus propios muertos para dejar que éstos entierren a los otros muertos que vienen detrás. Es cuando el imperio se mezcla profundamente en las fatalidades. Todo imperio, por necio, tiene su precio que se le rebela y lo desaparece de la demanda: el sufrimiento de su pueblo.
Algunos novelistas, como Víctor Hugo, conciben la causa de la derrota del imperio en las manos de Dios y no en sus atrocidades que encienden de ardor revolucionario a las masas que lo destruyen. La mejor razón para verificar una derrota de un imperio se halla en que el curso de la historia ya lo desprecia, no lo necesita y le condena a la muerte para que lo nuevo lo sustituya. El imperio no molesta a Dios sino a la historia humana. Todo imperio, en su fase final, donde busca vida encuentra la muerte. Donde cree va por una victoria segura, se divisa el fracaso y no lo calcula. Su propio horror lo ciega y lo traumatiza. Por eso la realidad no le facilita la psicología de evitarlo a tiempo. Ya, cuando todas sus energías han colapsado, el imperio se vuelve un Quijote al revés y confunde soldados con árboles y en vez de atacar, da la espalda para cubrirse con ellos, que son su sepulturero. Tal vez, su último grito sea para que el cielo tenga piedad del autócrata que lleva a sus soldados a la muerte segura, no por un ideal sino por resguardar un capital económico que ellos ni producen ni disfrutan. Sólo la historia grabándose los hechos sopla al oído de soldados inocentes y obligados a defender un imperio que no les crea felicidad: <
Todo imperio, en el ímpetu de su carrera y su tiempo, construyendo un calvario la vida de sus súbditos descuida, saboreando todos los gustos y ventajas del poder autocrático, que va creando en el dolor de su pueblo los átomos de la guerra, los que descubren la verdad de sus maniobras, la esencia de sus picardías, y son esas masas oprimidas y hastiadas de tanta atrocidades de su opresor, en la última fase imperial, los que le propinan la derrota definitiva.
La derrota y el pánico de un imperio no deja enigmas indescifrables. Las masas, con la victoria izada, sacan a relucir su inteligencia por encima de todas sus audacias. En adelante es bueno que la lección sea aprendida por esos imperios que actualmente se creen divinos y eternos. La historia les tiene reservado su Waterloo, porque en cada pueblo hay un Cambronne capaz de gritar la palabra que armoniza las dos caras de la moneda: la derrota para el imperio, la victoria para las masas que se juegan el todo por el todo por su ideal prendido en la conciencia como práctica social..