Muchos mueren demasiado tarde, y algunos mueren demasiado pronto... Morir a tiempo es lo que Fidel enseña. En verdad, quien no vive a tiempo, ¿cómo va a morir a tiempo?... También los superfluos se dan importancia con su muerte, pero estos no podrán nunca celebrar la fiesta más bella.
Fidel muere su muerte victoriosamente. Rodeado del amor de los que se yerguen y prometen. Ha muerto en la lucha prodigando un alma grande. Como un combatiente victorioso a quien le resultó siempre odiosa la muesca gesticuladora de la muerte que se acerca furtiva como un ladrón.
Así se debería aprender a morir. Nunca como los moribundos. Como los que jamás podrán morir. Como los que seguirán ahogándose en sus propios venenos de envidia y de soledad.
Nunca como esos a los que la tierra rechaza y está cansada de ellos. Nunca como esos que con sus discursos podridos pretenden hacer del mundo un jardín de cadáveres, un cementerio de medio-muertos.
Fidel ha muerto elogiando su muerte, como todo aquel que quiere la muerte en el momento justo para la meta y para los herederos. Por esto, no se colgarán coronas marchitas en el santuario de su vida.
Fidel ha muerto sin volverse viejo para sus verdades y sus victorias. Teniendo derecho a todas y ejerciendo el difícil arte de irse a tiempo. Algo que sólo conocen los que serán amados todos los tiempos.
No como aquellos cuyo destino es asechar, venderse y traicionar. Esos a los que, al mismo tiempo, se les envejece el corazón y se les arruga el espíritu. Los que fueron ancianos en su juventud y pretenden hoy una juventud tardía. A los que el gusano venenoso de Occidente les roe el corazón y vegetan su senectud en Miami o en Madrid. Todos, retenidos en el tiempo de su cobardía.
Como dice Zaratustra: ¡Ojalá vinieran tempestades que los hagan caer del árbol a todos esos podridos y comidos de gusanos! ¡Serían las oportunas tempestades que sacudirían los árboles de la vida! (Nietzsche, 115).