Han retornado al cercado, lo que quiere decir que las masas han vuelto a donde, según los expertos, siempre debieron estar. La previsión de Ortega, en cuanto a la rebelión, parece haber tenido solo efecto testimonial, marcado por un sentido temporal y limitado. Los aires revolucionarios de la burguesía, seguido de la realidad material guiada por el progreso tecnológico, capaces de iluminar ideologías de libertades y derechos animaron por un tiempo la ilusión de las masas, llegando a parecer que ponían fin al protagonismo de las elites, pero la burbuja se va deshinchando. Nunca ha habido rebelión efectiva, porque desde el capitalismo, el empresariado ha movido los hilos con cierta destreza, las masas han sido incapaces de rebelarse para imponer su modelo de existencia y han dejado hacer a las elites. Al final de la secuencia ha sucedido lo inevitable.
Tras el cambio capitalista, surgieron ideas innovadoras y hasta revolucionarias, pero los aires que anunciaban tempestades se fueron calmando, al punto de que que llegó el momento en el que las masas, seducidas por el mercado, ya no se rebelan. Primero, porque socialmente se enfrió el eslogan de la desigualdad y, segundo, porque el consumo venía a aliviar los motivos para la rebelión. Se instauró el culto al bienestar y el aliciente del trabajo como moneda para obtenerlo. Las empresas capitalistas llevaron la existencia al terreno del mercado para ofertar una vida mejor. De ahí que la revolución por el pan ya no tuviera sentido y el nuevo ídolo colectivo permitiera aliviar las distancias con las elites, aparentando que allí eran iguales, dado que todo era susceptible de adquirirse con dinero que, en principio, no se atiene a distinciones. Estaba claro que entonces había argumentos para que las masas fueran dóciles al mandato de las elites económicas que lo controlaban y ya no se rebelaran.
Quedaba pendiente la cuestión política, pero las posibilidades de rebelión eran menores. De un lado, ampliamente integradas las masas en el mercado capitalista, en buena parte movidas por ese bienestar que cada día alcanza nuevas cotas, entretenidas con imágenes y seducidas por la atracción del lujo, la cuestión política no era prioritaria, bastaba con participar en el juego a través de los procesos electorales. La golosina política, expresada como democracia representativa, mantuvo su vigencia por un tiempo, hasta que se fue enfriando bajo los efectos de esa cercanía en la relación elites frente a masas a la que contribuye el mercado de internet. Los ciudadanos consumidores experimentaban cierto malestar porque notaban, pese a su papel de figurantes políticos, la distancia que le separaba de sus elites electivas en virtud de la autoridad. Para animarles, se optó por algo más enérgico como la democracia espectáculo, servida por personajes políticos que rompen con la imagen política habitual para mostrarse en línea con los que se dicen virales en internet. En este caso, lo de acortar distancias se reconduce a la estética, a través de la cual se trata de crear la apariencia de que lo común marca lo selecto. Basta este arreglo ocasional para que se diga que las masas no se rebelan, al percibir que las elites políticas se han vulgarizado en apariencia, se han hecho más cercanas, mientras se pasa por alto que han conservando la autoridad y ha quedado intacto el elitismo.
Tanto el consumismo como el traslado a la política de los efectos de internet eran una solución provisional que no excluía el despertar de las masas, y el capitalismo ha sido consciente de ello. De ahí la necesidad de algo más enérgico, y la solución estaba a su alcance. Se ha acudido a emplear una estrategia avanzada, que finalmente ha llevado a las masas de retorno al cercado para que no planteen problemas al sistema.
Sujetas al mercado a través del culto al consumismo y políticamente atadas a la democracia espectáculo, resultaba que las posibilidades de una auténtica rebelión de las masas no era posible. No obstante, aunque no se rebelaran, siempre ha estado presente riego que en cualquier momento saltara la chispa de la rebelión ideológica. Aclarando que solo se trataría de rebelión, o sea, lo que no afecta a la estabilidad del sistema, porque a las masas, sin dirección minoritaria, solo les cabe rebelarse; distinto es el caso de la revolución, como algo más profundo y radical, pero reservado a las elites. Por tanto, quedaba pendiente la expectativa del despertar ideológico, haciendo uso del poder que permite el consumo, y que desde allí se alentara el camino de una rebelión para dejar constancia de su presencia. Para que esto no sucediera ha venido a poner orden la pandemia del 2020, generada por ese virus que, dadas las circunstancias de su propagación, efectos y capacidad selectiva, hay que calificar una vez más de inteligente.
Experimentados sus efectos colectivos, salvo en lo que afecta a la grave cuestión sanitaria, todo parecería seguir igual en lo sustancial. Aunque el consumo toma otras direcciones, se mantiene sin salirse de los cánones convencionales, siguiendo en gran medida la ruta de internet. La democracia espectáculo se conserva intacta, con sus abalorios en forma de derechos y libertades. Los que gobiernan siguen gobernando, pero han dado un paso más y ahora resulta que mandan y dejan en el aire derechos individuales, aprovechando cualquier ocasión. Entonces, ¿donde estaría el antídoto de las elites frente a la simple posibilidad de una rebelión de las masas?.
La pandemia ha venido asociada a la ideología del miedo, dispuesta también para enfriar cualquier intento de rebelión de las masas más allá de lo autorizado. Ya no se trata de que las masas no quieren rebelarse porque están cómodas con las concesiones del sistema, sino porque el virus las ha debilitado. Por contra, los que mandan se han fortalecido, básicamente aprovechando la creencia colectiva de que a través de ellos se va a solucionar la catástrofe. El resultado es que ha quedado evidenciado el papel de cada una de las partes, las elites son las que mandan y las masas las que obedecen sin rechistar. A su vez, entre las primeras, por un lado las elites políticas velan por la estabilidad del sistema, mientras las elites económicas, representadas en las grandes multinacionales, lo hacen porque continúe la buena marcha del mercado.
Afectadas por el miedo a la enfermedad que provoca un virus incontrolado, las masas se han entregado sin condiciones a la voluntad de las elites. De esta manera se acabó toda expectativa de rebelión —al menos por el momento, porque el progreso no lo puede detener ninguna forma de poder— e incluso se ha ido más allá, porque las masas han vuelto al cercado, como en los viejos tiempos. Lo que quiere decir que ya no representan papel relevante en el escenario, porque el protagonismo corresponde exclusivamente a las elites locales que toman las decisiones en todos los campos de actuación sin contar con ellas, pero fieles a las directrices globales. Con lo que una nueva forma de elitismo se consolida. Esto supone que si, por un lado, las elites políticas nacionales pueden declinar en calidad, afectadas, entre otros motivos, por su incursión en la antiestética política, la ganan las elites internacionales. En el nuevo panorama marcado por la pandemia, parece claro que quien marca la dirección de todos sigue siendo la elite del poder económico.