La pandemia y las argucias del gobierno de derecha de Sebastián Piñera aplazaron un inexorable triunfo de la primavera chilena iniciada en 2019. A 47 años del golpe militar y tras más de 30 de soso gatopardismo, podemos decir que Chile ha iniciado su retorno a la democracia, y que el autoritarismo neoliberal ha quedado en bancarrota absoluta en el que fuera su experimento piloto.
Desde los años setentas del siglo pasado hasta hace poco menos de un lustro se nos quiso vender a Chile como el país modelo para toda América Latina. Propagandistas hablaban del “milagro económico chileno” y luego de la tibia transición pactada con el pinochetismo para ahogar una insurrección en ciernes a finales de los años ochenta, se mostraba a Chile como país democrático que había superado plenamente tanto la dictadura, como la conflictividad social y sobre todo el peligro de un gobierno de izquierda. Nada más alejado de la realidad, y nada más rebatido en el momento actual. Luego de que los tecnócratas colombianos copiaran el “paquete chileno” neoliberal con el sistema pensional privatizado y la desregulación laboral en los años noventa, hoy el establecimiento de nuestro país mira con temor a Chile y se esfuerza por trazar diferencias impostadas para que la actual crisis nacional no tome le rumbo de la nación austral. En resumen, durante casi medio siglo, Chile fue un “buen ejemplo” para calcar su neoliberalismo y autoritarismo, pero hoy no deben tenerse en cuenta la lucha del pueblo chileno que está construyendo una salida a la crisis que engendraron los mismos modelos económicos e ideas políticas que importaron las elites colombianas de este país.
Desde la Misión Chilena que trajo el gobierno conservador de Rafael Reyes a que se le impusiera al ejército colombiano el modelo prusiano, hasta la imitación del experimento económico que los llamados “Chicago Boys” -con Friedman a la cabeza- implementaron a sangre y fuego en la dictadura de Pinochet, las élites chilenas fueron inspiración para el mantenimiento del statu quo en Colombia. Hoy, cuando pese a las obvias distancias y particularidades el estallido social de los dos países obedece a grandes causalidades muy similares en lo económico y lo político, es inevitable leer las enseñanzas del pueblo chileno y de otros pueblos de Nuestra América para construir una salida común a esta grave crisis que tras más de 3 semanas de paro, se torna insostenible pero no se atisba su resolución por un gobierno mediocre e ilegítimo como el de Duque.
El 18 de octubre de 2019 una juventud rebelde nacida en el neoliberalismo y criada en los gobiernos de la “Concertación”, ante un aumento de la tarifa del boleto saltó los torniquetes del metro de Santiago gritando al mundo: “No son 30 pesos, son 30 años” denotando que su indignación e inconformismo no se acotaba a una medida puntual, ni a un pliego reivindicativo, sino a un sistema cuya crisis hacia metástasis. La respuesta del gobierno derechista de Piñera fue la más brutal represión policial que cercenó los ojos de cientos de manifestantes y asesinó 34 personas, durante meses de movilización. Cualquier parecido con los paros de 2019 y 2021 en Colombia no es pura coincidencia, es un modelo, aunque hay que reconocer que la magnitud de la letalidad de la fuerza pública al servicio de Duque no tiene proporción posible en este continente, como puede apreciar quien coteje las cifras de víctimas en ambos países.
El estallido social chileno implica un acumulado de luchas sociales de más de una década que iniciase con la llamada “Rebelión de los Pingüinos” en 2006, la gran movilización universitaria de 2011, así como la sostenida resistencia del pueblo mapuche, las centrales obreras e históricos partidos de izquierda que mantuvieron su vigencia tras la dictadura y los embelecos de la concertación. La chispa del estallido fue el desgaste del neoliberalismo en crisis mundial desde 2008, sumado a la inepta gestión de un Piñera repitente ante una derecha sin recambio. La ruta de la salida chilena al neoliberalismo tiene como mayor mérito el partir de identificar a la Constitución pinochetista de 1978 con sus candados antidemocráticos y neoliberales como cortapisas que debía removerse para poder satisfacer las exigencias de las protestas.
La consigna “Nueva Constitución” se convirtió en el horizonte estratégico de la rebelión chilena, sin que no se llegasen a avanzar en otras reivindicaciones específicas como abrir el debate para reformar a los carabineros o sin tener importantes avances electorales para la izquierda. Esta sin duda es la mayor virtud del pueblo de Chile. Como en Venezuela, Ecuador, o Bolivia, las y los chilenos entendieron que no se podían resolver sus reivindicaciones en el orden constitucional existente, heredad de la dictadura y el neoliberalismo. Chile comprendió que la vieja constitución era parte del problema y no de la solución, entre otras porque los mecanismos antidemocráticos y el modelo neoliberal estaban constitucionalizados.
En Colombia se sigue sacralizando la Constituyente de 1991, que no solo hoy no está vigente, sino que tras estos 30 años se nos ha develado como un pacto excluyente en lo económico y en lo político, que en la práctica constitucionalizó la continuidad de la guerra. Yo misma entré al Congreso de la República en 1991 esperanzada por la apertura democrática que implicaba dejar atrás la vetusta y conservadora Constitución de 1886. Pero aunque se tuvieron avances importantes en los primeros años, -como la Ley 70- rápidamente las expectativas de democratización fueron siendo superadas por la esencia neoliberal de la constitución y por la profundización del autoritarismo del régimen político que implicó el ascenso de un proyecto fascistoide desde 2002. Hoy las calles de Colombia gritan contra pilares de la Constitución vigente: contra la regla fiscal, contra el desconocimiento de los derechos sociales como la salud o la educación y su necesaria gratuidad, y contra la omnipotente violencia que ejerce una fuerza pública adiestrada en la contrainsurgencia y que trata a los civiles como objetivos de guerra.
También se clama por las promesas incumplidas de hace 30 años: descentralización, reconocimiento a los pueblos étnicos, democracia realmente participativa, entre otras. La resolución estructural de lo que pide la juventud que ha paralizado el país, implica inevitablemente transformar un marco constitucional pensado hace tres décadas con otros fines.
No pretendo que se importen modelos, -como si lo hicieron los neoliberales con el chileno-, pero si espero que no se objete lo evidente. Ante el temor insuflado que la ultraderecha aproveche un proceso constituyente para imponer un estado de opinión, -sin negar los obvios riesgos que tiene cualquier escenario político- habría que decir que es un miedo pueril creer que el peligro de una victoria uribista se cierne solamente sobre una Asamblea Constituyente y no también sobre las elecciones ordinarias en este amañado poder constituido. Una vez más emerge el ejemplo chileno. Luego de una contundente victoria de la derecha en 2017 que aún hoy se mantiene en la presidencia, el estallido de 2019 y la actitud no contemporizadora de viejas y nuevas izquierdas ha logrado que el antiguo orden empiece a ser sepultado electoralmente. Se ganó el Sí a la Convención Constitucional, se ganó que no fuese un apéndice del Congreso, se logró su paridad, y este domingo el voto popular le negó el derecho a veto a los partidos de derecha. La histórica Democracia Cristiana, piedra angular del régimen de la concertación, apenas logró 3 constituyentes, mientras la izquierda con el Partido Comunista y el Frente Amplio, junto a emergentes grupos independientes tienen amplias mayorías. Como lo sentenciara con dignidad en su martirio el presidente Salvador Allende, se han abierto de nuevo las grandes alamedas, por donde pasa el pueblo chileno libre para construir una sociedad mejor.
En Colombia, cuándo lo lograremos? El primer paso es entender que el proceso constituyente debe ser nuestra ruta.
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