Cuando a mediados del siglo pasado empezó a construirse y consolidarse en Europa el llamado Estado del bienestar, a la política se le abrió un nuevo horizonte de actuación, porque con él ampliaba sus funciones, hasta entonces centradas en la tarea del orden social. De esta manera incrementaba significativamente su esfera de poder, aunque bajo la supervisión del empresariado capitalista, dedicado a procurar el bienestar de mercado a las gentes. Una excelente ocasión para, a través del bienestar oficializado, dar nuevos aires a la democracia representativa, introduciendo el tema del bien-vivir de las gentes en el juego, para pasar a consolidarse como moneda de cambio electoral. Desde entonces, la cuestión del voto viene reconducida a ver el que oferta más entre los partidos litigantes. Sin embargo, quien más se ha beneficiado de este asunto no es la burocracia política, que se ha quedado con el aspecto formal, sino la burocracia administrativa, puesto que ha adquirido un poder de dimensiones monstruosas. Hasta el punto de que, en cualquier Estado del bienestar europeo, lo más acertado, sería hablar, dentro de sus respectivos confines, de imperio de la burocracia, en cuanto es la encargada de llevar al terreno real el tema del bienestar.
Este nuevo imperio no coincide con el sentido convencional del término, tampoco está iluminado por el carácter universalista de los imperios clásicos, se diría que apunta hacia un totalitalismo legaliforme, ejercido sobre los administrados dependientes del aparato estatal que gestiona. Aunque, aprovechando cualquier situación, no descarta expandirse a otras gentes. Las leyes de usar y tirar o, si se quiere, de poner y quitar, son el soporte de su actuación, y en ese punto no se puede decir nada, porque, según se empeñan en proclamar los que manejan el poder, la ley lo legitima todo, claro está, que hasta que alguien situado por encima viene a decir lo contrario. En virtud de esta legalidad, el tema del bienestar ha adquirido protagonismo entre las gentes, incluso fingen que se creen lo que entienden como bien-vivir con cargo al Estado. Resulta evidente que, en las llamadas democracias ricas e incluso en las de medios pelos, a sus gobernantes se les ha forzado a emprender extrañas aventuras en esa dirección, olvidándose, en demasiadas ocasiones, de las cuentas públicas.
En el Estado tradicional, la burocracia tenía ese exclusivo papel de vigilante de la seguridad y, por tal motivo, tendía a alimentar su poder sobre los ciudadanos a base de recursos represivos y violentos, para acabar desembocando en puro mandar autoritario. Incluso construyó un aparato que confirmaba su poder, al que se llamó Estado policial, en el que la vigilancia a la ciudadanía, con el argumento de garantizar el orden, se llevaba hasta sus últimos extremos, haciendo de cada ciudadano objeto de investigación. El riesgo de totalitarismo para los Estados era evidente, solo bastaba con caer en las redes de un partido único.
Fracasados los intentos del Estado totalitario y, en parte, el Estado policial, lo del Estado del bienestar pasó a ser una fórmula sutil encaminada en la misma dirección, es decir, al control de la ciudadanía, aunque desde otra perspectiva. Vistas las experiencias totalitaristas del pasado siglo, hubo que descartar el modelo precedente, pero sin que por ello la burocracia perdiera niveles de poder en materia de orden público. Con el Estado del bienestar, la burocracia adquiere una nueva esfera de poder, porque sus funciones aumentan, y ya no podría decirse que se circunscriben a ejercer el control desde la represión descarada. Por otro lado, la función de guardián del orden no se resiente, porque el control lo sigue conservando. Ahora ha resultado que ese control se amplía, incluso llega a ser más agresivo en el plano real, porque ya no es el vigilante estatal el encargado de tomar nota de las intimidades personales para recogerlas en una ficha policial, sino que es el ciudadano, en su propio interés, el que ha pasado a ser colaborador, entregando voluntariamente a la burocracia todas sus intimidades al objeto de se le procure bienestar, para que luego las utilice en la medida de sus intereses.
De cara a un lavado de imagen de la organización que maneja el aparato estatal, el valor del nuevo modelo de Estado ha quedado probado. Por un lado, aporta aires de progreso a la sociedad. Por otro, las masas se sienten atendidas y especialmente satisfechas, al decaer en el Estado, y no en cada individuo, lo de procurar su bienestar. Políticamente es útil a los fines democráticos, puesto que el asunto se ha simplificado, apenas se habla de ideologías, y todo gira en torno a votar al que más promete. Además de su papel electoral, el asunto del bienestar se proyecta en otras direcciones, quizás la más significativa sea amansar a las masas, de manera que no desestabilicen el sistema capitalista, dándolas cierto grado de asistencia y atención a sus necesidades. Pese a tales ventajas, sin la menor duda, lo más significativo, a efectos sistémicos, es que con el intervencionismo estatal en el asunto del bienestar de las gentes, el empresariado capitalista se beneficia indirectamente, porque todo lo que se refiere al bienestar acaba por canalizarse en términos de mercado. Como es allí donde reside el negocio empresarial, el paternalismo estatal genera una importante fuente de ingresos para las empresas
Con las nuevas funciones estatales para abordar el asunto del bienestar, la burocracia se amplía en su operativa, porque adquiere facultades que permiten una mayor intromisión en la vida de la ciudadanía, y crece en tamaño, hasta extremos antes insospechados. La burocracia se ha magnificado dimensional y funcionalmente, pasando a ser la realidad del propio Estado que la sostiene. Si antes se ocupaba del organizar la operativa estatal desde la base del orden, con el argumento del bienestar, también se ocupa de regular la vida de las personas, respondiendo al evanescente principio del interés general. De esta manera conoce de las particularidades personales, sanitarias, económicas o intelectuales de cada uno, atendiendo a la realización practica de las distintas dimensiones en las que se proyecta el llamado bienestar. No solo conoce de ellas sino que las dogmatiza, viene a decir lo que cada uno debe o no debe hacer, cómo debe vivir, lo que debe creer; en definitiva, la burocracia aspira a ejercer un mandato total sobre vidas y haciendas de los administrados en virtud de la legalidad que la asiste en sus actuaciones, usando de la autoridad que le han prestado las instituciones del estatales. El hecho es que no hay espacios de la vida personal donde la burocracia, en interés del orden y el bienestar de la ciudadanía, no introduzca su ojo y oído vigilante-benefactor, lo que implica disponer de poder total. Queda a salvo la garantía de las leyes y los derechos ciudadanos, nunca fiscalizados por la voluntad general, porque ha sido entregados a la voluntad de la burocracia política, encargada de regularlos, mientras resulta que es la burocracia administrativa la encargada de realizarlos.
Al amparo del Estado del bienestar, el Estado se ha hecho más grande en sus funciones, por lo que ha pasado a ser en la actualidad un Leviatán de mayores dimensiones que el tradicional. La burocracia ha crecido con él, y el hecho es que ha adquirido tal poder porque se ocupa de hacerlo efectivo. Como el Estado es un conglomerado institucional que precisa de asistencia operativa, sus operadores son quienes lo realizan conforme a la legalidad y al interés general, ambos acondicionados a las particulares circunstancias de quien gobierna. Así, se ha construido el imperio de la burocracia, en cuanto es la burocracia la que ejerce directamente la acción de mandar y dominar a la propia ciudadanía y a los añadidos, al estar investida de la autoridad que le dan las leyes en prácticamente todos los aspectos de la vida de los ciudadanos. De ahí a un paso de que, tratando de escapar de los totalitarismos clásicos, exista el riesgo de arribar al mismo puerto de destino, aunque sea dando un rodeo. Se dice que para sortear la amenaza de dominio total está la democracia capitalista, encargada de proveer gobernantes de partido, pero apenas sirve porque están encadenados a la acción de la burocracia administrativa, que pasa a ser el poder real, en cuanto da cumplimiento a las leyes y las interpreta conforme a su saber y entender. En el imperio de la burocracia, la ciudadanía poco tiene que decir de forma efectiva, por eso, se ha entregado al escepticismo, viviendo su papel de espectadora política, quedándose con las imágenes y ateniéndose al viejo lema del liberalismo, aplicable al presente político, de dejar hacer y dejar pasar.