Después de las independencias latinoamericanas, la construcción de las diversos Estados durante el siglo XIX confió en las iniciativas económicas de los sectores privados. Pero todos los países estaban dominados por clases terratenientes, grandes comerciantes y algunos banqueros, ya que las economías de la región eran básicamente precapitalistas y, además, oligárquicas. Esas clases en el poder no realizaron las inversiones que hoy suponen las visiones económicas contemporáneas. Eran sectores rentistas, cuya riqueza provenía de las diversas formas de explotación y subordinación a las clases campesinas e indígenas, así como del aprovechamiento del trabajo de los sectores asalariados y semiasalariados urbanos, sujetos a pésimas condiciones laborales y carentes de derechos mínimos. Las haciendas, estancias, plantaciones y latifundios marcaron largamente la vida económica.
En las condiciones descritas, los Estados poco intervinieron, exceptuando aquellos momentos en que estuvieron al frente del gobierno ciertos presidentes e incluso dictadores interesados en promover alguna modernización y adelanto para superar el atraso reinante. A mediados del siglo XIX, la época de la Reforma en México e incluso la del porfiriato a fines del mismo e inicios del XX, expresan esos momentos de progreso, aunque con distintos alcances y orientaciones políticas y sociales. El conservador García Moreno y el liberal Eloy Alfaro en Ecuador, coincidieron en el impulso de las obras públicas y el fomento educacional. Gracias a los Estados inversores en distintos países se logró avanzar en centros educativos, hospitales y casas de asistencia para niños o ancianos, carreteras, caminos y puentes, ferrocarriles, infraestructuras urbanas. Sin embargo, los ferrocarriles a vapor, que representaron los instrumentos técnicos más adelantados de la época, no solo se debieron a los Estados, sino a inversionistas externos, particularmente ingleses y norteamericanos. Pero, mientras Europa y los EEUU llenaron sus geografías con ferrocarriles, en América Latina sus líneas eran escasas o ausentes, ante todo por la falta de recursos. De modo que Argentina, Brasil y México fueron los países que mayor adelanto y modernización ofrecían al comenzar el siglo XX.
Con la segunda revolución industrial, basada en el petróleo y la electricidad, nacieron gigantescas empresas monopolistas en los países de capitalismo central, que se lanzaron a la explotación de recursos en América Latina. Su presencia en grandes plantaciones o en la explotación minera y en varios servicios básicos, así como la impunidad de sus abusos especialmente en materia laboral, o la carencia de controles sobre el movimiento de sus capitales y de sus utilidades, explican la paulatina generación de conciencias nacionalistas y de gobiernos que procuraron controlar a tales empresas. México dio un paso ejemplar con la nacionalización de la industria petrolera durante el gobierno de Lázaro Cárdenas (1934-1940). Bolivia hizo algo igual con las minas durante la Revolución Nacional de 1952. Ese intervencionismo estatal igualmente caracterizó a los populismos latinoamericanos clásicos y fue ampliándose en las sucesivas décadas, como ocurrió con la "chilenización" del cobre acordada por el gobierno de Eduardo Frei en 1964 o el control estatal del sector petrolero que mantuvo la dictadura del general Guillermo Rodríguez Lara en Ecuador (1972-1976).
En América Latina la estatización o nacionalización de empresas se entendió como una medida de soberanía y de acción del Estado por controlar la economía con sentido social, por sobre los intereses privados. Incluso se admitía la existencia de un sector estatal productor de bienes y servicios, que debía retener los recursos estratégicos y extender a la sociedad obras y servicios en comunicación, telefonía, transporte, carreteras, electrificación, alcantarillado, agua potable, sanidad, hospitales, escuelas y colegios, etc. Esos gigantes esfuerzos estatales permitieron adelantos indudables, como ocurrió bajo el modelo desarrollista de las décadas de 1960 y 1970, que permitió superar los tradicionales regímenes oligárquicos, expandir la industria, fortalecer la diversificación de las empresas privadas y avanzar en la atención al cuadro de subdesarrollo y atraso tan agudo que seguía caracterizando a Latinoamérica. Pero es necesario comprender, igualmente, que las obras y servicios desde el Estado tuvieron como sustento los recursos sociales generales, pues no habrían sido posibles, sin el pago de impuestos, tasas o contribuciones, sin las deudas contraídas por los gobiernos y pagadas gracias al esfuerzo colectivo, sin el trabajo creador de las poblaciones nacionales.
Las décadas finales del siglo XX trastrocaron los antiguos conceptos por intermedio de las tesis neoliberales, las imposiciones del capital transnacional y los condicionamientos externos como los que provinieron específicamente del FMI. Una persistente labor ideológica logró convencer que el Estado debía retirarse de la economía, que era necesario achicar su supuesto tamaño obeso y que los bienes y servicios públicos debían privatizarse. Las experiencias privatizadoras se generalizaron. Chile y Argentina, de la mano de gobiernos empresariales y neoliberales, se convirtieron en países ejemplares de lo que había que hacer en cuanto a privatizaciones. Y el "modelo" de esos países se convirtió, por todas partes, en consigna de los empresarios latinoamericanos más ricos y poderosos, de modo que ellos pasaron a ser la fuerza política determinante de las orientaciones de los gobiernos conservadores de la región, que también asumieron como políticas de modernización y avance la flexibilidad laboral, el alivio de impuestos directos a las elites empresariales y la apertura sin límites a los mercados.
Esos caminos fueron cortados por el primer ciclo de gobiernos progresistas latinoamericanos que coincidieron con el inicio del nuevo milenio. Rechazaron los conceptos neoliberales y encaminaron sus proyectos hacia economías de carácter social. Muchos de sus logros sociales son inéditos en la historia contemporánea de la región. Pero el retorno de gobiernos conservadores y la restauración de las consignas neoliberales, han cortado la continuidad del camino para la edificación de economías de bienestar social. Nuevamente se han impuesto el lucro, los buenos negocios, la acumulación de riqueza, sobre la base de superexplotar la fuerza de trabajo por intermedio de las flexibilizaciones laborales, la evasión de impuestos gracias a políticas destinadas a reducir o suprimir los directos y condonar las deudas tributarias, liberalizar mercados y privatizar todos los bienes y servicios públicos posibles.
No han interesado las experiencias de los años 80 y 90, tampoco las que provienen de la pandemia por Covid, que claman por el intervencionismo estatal y la subordinación de los intereses privados al interés publico. La pandemia evidenció la nefasta conducción de la economía sujeta a los principios e intereses exclusivamente empresariales. Pero tras la pandemia, a pesar de las formulaciones de la OMS, el PNUD y particularmente la CEPAL, en lugar de retomar el camino para construir Estados de bienestar, los gobiernos conservadores latinoamericanos, condicionados por los intereses de las derechas económicas y políticas, han tomado el rumbo de los buenos negocios para las elites empresariales. Y en ese marco, en Ecuador se propone avanzar en procesos de privatización que incluso contradicen los principios de la Constitución de 2008 y sus bases económicas. El punto de partida es el sector eléctrico, que ha sido un logro social y estatal desde la década de 1960; pero está listo un programa amplio sobre variadas áreas y proyectos público-privados. Se espera, entonces, que, en virtud de los acuerdos con el FMI, el país reafirme la transferencia de bienes y servicios, fruto de esfuerzos colectivos, para el beneficio de élites que privilegian los buenos negocios y no necesariamente el mejoramiento de la calidad general de la vida. El bloque de poder constituido en el Estado lo garantiza.
http://www.historiaypresente.com/privatizaciones-del-estado-a-los-negocios/