Sobre la base del consumo creciente, el capitalismo se ha hecho el amo del mundo, implantándose a nivel global. Para asegurar su posición, no ha bastado la alienación promovida por el consumismo, la elite económico-política considera que debe tomar la senda totalitaria, es decir, dominar la existencia de las personas, sin posibilidad de otras alternativas que no sean la plena entrega a un mercado regido por sus particulares normas. A tal fin, el consumismo, como instrumento de dominación capitalista, ya avanzó desde el inicio su papel de proveedor del bienestar de las masas como componente de atracción, para luego pasar a ser indispensable, configurado en términos de adicción colectiva, para que no pudiera salirse del cerco del mercado. Sin embargo, como ese bienestar material es efímero, precisa de aportes que permitan su renovación permanente para revitalizarse, y aquí entra en acción la tecnología. Sin los avances tecnológicos, el consumismo estaría dirigido al agotamiento, puesto que no habría margen para alimentar el componente adictivo basado en la novedad, las necesidades vitales ya estarían satisfechas y el bienestar como ilusión efímera habría tocado techo. Cuando las necesidades naturales parecen haber sido atendidas, entra en escena el ocio, su finalidad responde a que el negocio continúe su marcha, para ello se trata de crear otras necesidades o deseos artificiales, y es aquí donde aparecen en escena las innovadoras estrategias de la mercadotecnia. Se trata de diseñar un mundo de encantamiento colectivo, creando necesidades aparentes de manera continuada, conduciendo el proceso al terreno de la adicción. Ambas caminan manteniendo un estrecho entendimiento en su condición de instrumentos del mercado. Como la tecnología comercial requiere conocimiento del panorama social, a tal fin, toma contacto con las tendencias personales, acumula ingentes cantidades de datos para contemplarlas en términos masivos, lo que permite tratarlos tecnológicamente, obtener conclusiones y hacer previsiones, como punto de referencia para adelantarse a las tendencias y canalizarlas, utilizando seguidamente refinadas técnicas de manipulación. Hasta aquí, la tecnología ha hecho su tarea, aportando el instrumental que permite crear mercancías comerciales innovadoras, mientras que de su promoción se ocupará el marketing dejándolas listas para el mercado.
En todo caso, los fundamentos doctrinales no han sido superados, es preciso continuar promocionando el principio de adicción al bienestar que anima al consumista y que se nutre del sentido hedonista de la vida, lo que lleva a alimentar más necesidades con la etiqueta de progreso. El marketing trabaja para elevar el nivel de la publicidad, como medio de captación de masas, incidiendo en lo novedoso, previamente fabricado al efecto, acogido a la fórmula de la moda, que pasa a ser la concreción del espíritu innovador que asiste al mercado. La moda, como espurio símbolo del progreso, se proyecta al terreno de las masas para que la sigan como el rebaño al pastor, asistida de la publicidad agresiva, reinventándose permanentemente, se explaya a todos los niveles comerciales para que la moda, representada en la nueva tendencia mercantil, pase a ser objeto de atención mayoritaria. Lo que queda al margen del proyecto masivo conducido por la moda, e incluso una parte de este, es atraído por el sentido de diferenciación económica de base social, que trata de mantener la relevancia personal en el hoy océano de masas, de ahí el papel asignado al lujo y el componente de distinción social que aporta la simbología de las marcas como elemento diferencial. La estrategia de las ventas, soportada en el auge adquirido por la publicidad en el plano de la moda, el lujo y la marca, auxiliada por el componente hedonista, y hasta narcisista, que acompaña al bien-vivir, llega a los límites del espectro consumista personalizando la mercancía o convirtiéndola en fetiche, dirigida a satisfacer a los más exigentes en el plano comercial. El marketing juega con todas esas variables, adecua los productos del mercado a las distintas preferencias, tratando de copar todos los espacios sentimentales de los individuos que se mueven en sociedad.
Tanto la tecnología como las distintas estrategias de venta necesitan proyectarse a través de los medios de difusión para desplegar su efectividad. En razón a su eficacia, la difusión de la publicidad tradicional ha sido desplazada en parte por internet, dadas sus dimensiones mundiales, centrándose progresivamente en la estrategia de grupos ordenadores en los distintos ámbitos diseñados para crear redes. Y para llegar al reducto de la individualidad se promueve la fidelidad al teléfono inteligente, como herramienta capaz de crear dependencia, por su versatilidad y posibilidades de interconexión. A partir de ese momento es posible avanzar del hombre-masa hacia el hombre-red, como consumista todavía más entregado. El valor mercantil del primero sigue intacto, el segundo es un producto comercial todavía más sólido, en línea con los intereses del mercado, siempre salvando esa apariencia de libertad de la que se nutre el sistema, pero en realidad, con él, la alienación, resultado del consumismo creciente, ha llegado a su punto álgido. Ese momento del proceso de dominación en el plano individual, abocado al totalitarismo, está dirigido por el poder adquirido en los últimos tiempos por las redes sociales, controladas por las multinacionales del sector, dedicadas a elaborar argumentos de convicción para mantener a los usuarios en el cercado, mientras sus dividendos aumentan exponencialmente.
Tecnología, marketing y comunicación parecerían ser suficientes elementos de manipulación social a los efectos del dominio del mercado empresarial, pero el elitismo político y económico continúan siendo fundamentales como instrumentos para incentivar creencias y consolidarlas, facilitando la sumisión de la voluntad de las masas al sistema y su entrega incondicional. En política, la democracia al uso se ha ocupado de asegurar el modelo, aunque se trate de elites devaluadas, dirigidas por la elite económica, pese a todo, el dogma de la superioridad se mantiene intacto, pero ahora se pone al alcance de todos la posibilidad de acceder a ellas. La elite económica despierta ilusiones masivas cuando se saca a escena el colectivo de los más ricos, haciendo de ellos la representación de los mejores, como muestra de lo más señalado de la especie, e igualmente por esta vía se mantiene la posibilidad de que cualquiera pueda ser rico. El plan no es otro que conseguir que las individualidades y las masas, primero, no acepten su propia identidad y desplacen su imaginación al terreno de las elites, reforzando la alienación, y, segundo, se sometan a una dirección minoritaria, generando confianza en el sentido de que esa minoría les conduce con acierto —en algunos casos, hacia el precipicio—. Como el despertar ilustrador acecha, las elites han de mostrarse lo más cercanas posible a las masas, pero manteniendo la distancia para suavizar las diferencias. Este juego equilibrado de cercanía y distancia, fundamentalmente se despliega en el mercado. Muestra de este elitismo más cercano son los influencers, como líderes de opinión para dirigir comercialmente al rebaño dada su familiaridad, su aparente credibilidad y esa aire de proximidad que les caracteriza. Hay que ver en ellos, algo parecido a elites devaluadas, surgidas para la ocasión, a fin de servir de guía a los incautos, marcando las tendencias de moda o promover simples ocurrencias comercializables, que deben seguirse para sintonizar con la actualidad del mercado.
Con tal instrumental, manejado por el empresariado, conforme a la doctrina dominante, todo está bajo control. No obstante, todavía queda por dar un paso más. Empresas como las big tech, unas conocidas y otras que no lo son tanto, superando el clásico monopolio sectorial, se encaminan al monopolio total del mercado, porque su actividad abarca gran parte del espectro económico, y ya están dispuestas a desplazar en poder a los Estados. Son los nuevos señores feudales económicos preparados para competir con los Estados, a los que están desafiando abiertamente. En su afán de poder, ya multisectorial, aspiran a dominar casi la totalidad del mercado y la política, tratando de satisfacer el bienestar de las masas desde su particular sello comercial, anteponiendo la marca, dispuesta para imprimir valor al producto y copar el mercado. Se establece una carrera entre ellas para construir el monopolio de su respectiva marca e imponerse a las otras, entrando en la deriva del totalitarismo empresarial, dispuesto a reemplazar a cualquier totalitarismo político, dirigido a que las masas, sometidas al mercado de su marca, que avanza para cubrir la economía más rentable, se entreguen a la función que les ha sido asignada por el capitalismo. En realidad, más allá de lo publicitario al respecto, su presencia responde a una estrategia de control de la inteligencia del poder económico sobre el poder político. No obstante, la política sigue cumpliendo con el papel que se le ha asignado en el marco del sistema capitalista. Colabora con el fomento del consumismo, y lo hace respondiendo a su particular razón del poder. Reducir la política a atender los intereses de mercado, en definitiva, procurar el bienestar de los gobernados, supone haber alcanzado superiores cotas de domino social, porque permite ampliar los límites de lo que ha venido siendo la función ordenadora. La entrega de las masas al consumismo ya implica asumir el orden del mercado, ahora la función política consiste en que nadie se salga del cercado, lo que conlleva asumir nuevas esferas de poder. Si al capitalismo le basta con que las masas se entreguen totalmente al mercado, en lo sustancial, la política aspira a que reconozcan a la minoría dirigente como soporte conductor del proceso. Burocratizada esta, se construye una pirámide de poder cuyo peso han de soportar las masas. Debidamente asistida por la propaganda, en interés del bienestar y prioritariamente de los intereses del mercado, la burocracia entra a saco en la individualidad, respetando sus derechos y libertades de papel, pero no su particularidad. Sobre estas bases y la falacia democrática, las masas gobernadas no perciben que la burocracia política arrasa su intimidad y destruye su individualidad en interés de un supuesto bienestar de todos, pero solamente lo hacen para que rindan culto a su poder provisional, que se va proyectando en el tiempo, atendiendo al principio de la renovación de los personajes en un panorama de elite única. Al instrumental propagandístico, la elite añade el apoyo de la tecnología como instrumento de control. Los modernos nanotubos, microchips, smartphones, computadoras, apps y otros instrumentos más sofisticados son la maquinaria para procurar big data y un mayor control individual y social, en un panorama dominado por los grupos de interés y las redes sociales. Debidamente manejados, han pasado a ser el instrumental para conducir desde la manipulación de última generación al rebaño consumista.
Así resulta que el capitalismo, que comenzó como ideología del interés frente a la barbarie tradicional de las armas, hoy ha pasado ser una doctrina que impone la moderna barbarie del dinero. Dirige la existencia social sin dejar espacio a otras alternativas, con el añadido de que no hay posibilidad de escape. Más allá de monopolios empresariales, controlando el mercado como centro de la existencia colectiva, del totalitarismo impuesto a la sociedad de mercado, que exige consumir con fricción, y del totalitarismo político, construido como democracia, se ha establecido un control absorbente sobre la sociedad para responder a los fines capitalistas. Sobre la base del consumismo, que ha permitido la alienación individual extendida al plano colectivo, el totalitarismo empresarial, en nombre del capital, domina la existencia.