De entrada, hay que señalar que en la burocracia de las democracias avanzadas la pandemia ha supuesto un hito en cuanto a su funcionamiento. La vieja burocracia de ventanilla decimonónica, la del vuelva mañana, las pólizas, el no molesten al empleado que está tomando el café, las colas interminables u otras menudencias, podría decirse que casi ha desaparecido. Gracias al desarrollo tecnológico, la burocracia, desde el pasado siglo, sin disimulo, se había subido al carro del progreso, usando de las ventajas de los avances tecnológicos, para trabajar lo menos posible, e iba caminando, aunque dando tumbos. Al menos, entonces, al personal se le obligaba a cumplir con el horario y atender al respetable público, puesto que merecía cierta consideración, ya que, en definitiva, es quien paga la factura del personal. La pandemia, de la que en tono triunfalista se dice que ha desaparecido, gracias al suministro de vacunas americanas, vino a acabar con lo de respetar el horario laboral, la atención personal al público e incluso el servicio público; de tal manera que ahora parece ser que es el público el que sirve a este servicio. Lo que ha permitido, con invocación de la carga de trabajo, de la que presume, y la supuesta falta de medios, incrementar los privilegios de los que ya venía gozando ampliamente el gremio, elevar su nivel de poder y gobernar a discreción al administrado, en el marco de una legalidad diseñada para la ocasión y a conveniencia.
La pandemia, ampliamente explotada por los que disponen a su gusto del poder para dominar a las masas, ha venido siendo utilizada políticamente como arma de doble filo; para mandar sin limitaciones y para sembrar el terror entre las gentes. Ambos instrumentos de poder, no han pasado desapercibidos para la burocracia y, en el campo de sus atribuciones, los ha utilizado convenientemente para elevar su estatus de poder. El resultado ha sido una burocracia que, de cara al administrado, aunque guardando las formas, se muestra prepotente en el plano real, usa de la discrecionalidad maquillada por la legalidad y, apoyada por la consideración forzada que exige la autoridad, impone criterios de simple irracionalidad. Pueden señalarse unas pocas referencias que permiten iluminar a cualquier mente despierta sobre cómo ha quedado definida la nueva relación entre administradores y administrados en la labor de la burocracia moderna, ambientada por ese aire policial que percibe el usuario en cualquier oficina pública.
En primer término, se ha establecido de manera definitiva lo que ya se avanzaba tiempo atrás como una especie de conquista laboral para el atareado burócrata. La llamada cita previa ha cobrado arraigo, además de por motivos profilácticos, se ha venido utilizando como medio para limitar el trabajo diario del selecto personal, ha aligerado la presencia de la gente en las oficinas públicas por cuestión de imagen y ha hecho de algunos de los modernos medios de comunicación instrumentos imprescindibles para llamar a las puertas del poder, que se abren discrecionalmente, cuando no permanecen cerradas a cal y canto usando de la versatilidad de esos medios. Lo que se vende como solución para aliviar las esperas personales en una hilera de personas que guardan su turno para ser atendidos presencialmente, se desplaza en la dirección de otra espera mucho más larga, con su coste personal, los correspondientes obstáculos, acorde con la lentitud, que ya era tradicional en el modelo burocrático, lo que, paradójicamente, pugna con la eficacia e inmediatez que imponen los nuevos tiempos. La cita previa, que se exige para cualquier trámite burocrático, ha pasado a ser la panacea para alcanzar el buen vivir laboral de unos y un martirio más en la carrera de obstáculos para el ciudadano. Su uso abusivo llega al extremo de que se ha impuesto la nueva moda de solicitar cita previa para pedir cita presencial.
Siguiendo el modelo de la metrópoli americana, que sirve de inspiración a las colonias en estos tiempos de la globalización, la burocracia se ha agarrado a lo del teletrabajo, naturalmente porque también es un medio para evitar concentraciones de usuarios en la oficina y tener que dar la cara ante los administrados. Su valor laboral radica en que permite trabajar discrecionalmente, conciliar con el entorno personal, disponer de más tiempo particular para dedicarlo a otras actividades, especialmente al ocio. Esta nueva fórmula de trabajo, que se vende como progreso en la materia, útil para los empleados que pueden usar de ella, es otro argumento más para el descontrol y la ineficacia, que permite, en contra de lo que se publicita, alargar las esperas e incentivar la lentitud. Un privilegio, en definitiva, que facilita guardar, más aún, la distancia con el administrado y mejorar la calidad de vida de una minoría.
Acaso para seguir con el proceso de evitar la contaminación vírica, el papel documental ha pasado de moda. Progresivamente se ha impuesto a la ciudadanía o en esa dirección parece que se camina, el uso de los modernos medios digitales y las comunicaciones a través de internet; debe ser para, una vez más, no verse las caras, probablemente en aras del progreso o de algo que se le parece, en interés de la agilidad documental. Lo que sucede es que al utilizar internet como ventanilla, resulta que se abre a conveniencia de la burocracia, siendo una puerta de comunicación que, en ocasiones, se cierra para el administrado, tras superar las exigencias, reservadas a los más diestros. Por tanto, parece que, lo que es visto como un medio para una relación cómoda y fluida de las partes, deja mucho que desear. También, por exigencia del progreso digital, y puede ser que para guardar el anonimato de la jerarquía, aumentan los casos en los que ya no se identifican en debida forma los mandatos burocráticos para conocimiento del afectado común —no así para los entendidos— y simplemente con decir que lo ordena la jefa o, en pocas ocasiones, el jefe, ya basta. Sin duda, la fórmula permite aliviarles de trabajo, porque se han descargado de la pesada carga de firmar papeles de su puño y letra , dejando clara constancia de su identidad.
Como complemento de semejante alivio de trabajo, avanza con decisión aquello de la semana laboral de tres días —ya se ha dicho que con uno de descanso en el medio, para no agobiarse—, porque lo de los cuatro días de dedicación a la tarea burocrática es un hecho, para algunos. Se dice que falta personal, que ha aumentado la carga de trabajo, pero como lo que antes se hacía en siete u ocho horas de jornada o con mayor dedicación, ahora las máquinas permiten hacerlo en un momento y a ratos perdidos, tal medida reductora está plenamente justificada, al menos, si se trata de crear más empleo. En cualquier caso, prosiguiendo con los avances, hay que animar a la tecnología para que ponga en venta otros ingenios, a fin de que este plantel de privilegiados del trabajo y los salarios, con mejores sueldos, puedan seguir gozando del merecido premio de trabajar discrecionalmente, sea en casa, en el campo, la montaña o en la playa, no cuatro ni dos días a la semana, sino un rato y basta.
Evidente que, en todo esto, anda por el medio la cuestión sanitaria como justificación para la ocasión, como también lo es que, aliviado publicitariamente el problema inicial que trajo la pandemia, la tendencia no ha cambiado. Todo sigue igual o parecido, salvo para practicar el ocio y el turismo, donde la pandemia ya no existe durante el presente verano. De manera que mientras se anuncia que no pasa nada, con la finalidad de que la economía intente resucitar, resulta que la burocracia sigue invocando el covid como instrumento de justificación de sus actuaciones, ya sea en lo de la cita con cuentagotas, guardar distancias, mangonear al usuario, justificar el teletrabajo, el escaqueo o los retrasos en la tramitación de los expedientes. Hay que hacer una observación en este punto, frente a la laxitud en los temas que interesan al ciudadano, la burocracia ha mostrado su eficacia en la parte represiva y en lo de cargar de impuestos a la ciudadanía, para que aquella otra practique la política de despilfarrar con ayudas y subvenciones a los desfavorecidos y a los amiguetes, dicho sea en interés del mercado, y siguiendo ordenes superiores, para favorecer los intereses electorales de los jefes políticos de turno.
Sin perjuicio de tales insignificancias impuestas al aire de la pandemia, para este mundo atento al negocio global, en el fondo, la burocracia pudiera ser que efectivamente se hubiera modernizado, por haber superado aquello que practicaba con rigor la vieja escuela. Al menos, ya no se habla de volver otro día, lo de las pólizas o de no molestar al servidor público en sus momentos de merecido descanso, ahora la nueva burocracia deja caer con otras formas lo de que no incordien, porque se hace lo que se puede y, como premio, contribuyan para que sigan ingresando el merecido salario en nuestra cuenta bancaria. Todo un triunfo del progreso, aunque cabe preguntar de qué progreso. Para iluminar el asunto, basta ponerle en línea con la realidad dominante, y es que la burocracia continúa siendo una pieza más de los nuevos tiempos, movidos por la globalización, asumiendo el papel que le corresponde en ese proyecto totalizante, que dirige la vida de los que un día quisieron ser ciudadanos, hoy son simples consumistas y súbditos.