En lo que pudiera ser el tablero de juego de la sociedad capitalista de primer nivel económico, la superelite patrocinadora de la doctrina avanza, sin posibilidad de frenarla, en la dirección del totalitarismo descarado de los que dominan el mercado. No es necesario fabricar consumistas dedicados a cumplir con la doctrina, puesto que ya ha tomado su lugar en el código genético de las víctimas, motivo por el cual, el asunto de la atadura al mercado no requiere especial atención. Lo fundamental ahora es continuar adoptando medidas para que no se produzcan mutaciones y acaben por generalizarse. Sobre esta base, la privacidad de cada uno esta abierta a cualquier extraño y, seguidamente, se tomará al asalto la intimidad personal, rompiendo los muros que la protegen, hasta hacer de ella un libro abierto, tanto para la oficialidad como para el empresariado. Indebidamente protegida, la intimidad subsiste, mientras la privacidad ya no existe, pese a las buenas intenciones de las medidas seguidas, al amparo de la protección de los datos personales; el problema reside en que ha sido entregada a la discrecionalidad de la burocracia.
Cualquiera, eludiendo la norma o ateniéndose a ella, puede adentrarse en esos datos que, debidamente tratados, construyen el perfil de la persona, siempre que esta no sea más avispada que las máquinas y lo suficientemente capaz para fabricarse un perfil falso, pero este sería el caso excepcional, porque esa ingenuidad casi genética ha pasado a ser el rasgo dominante. Por lo general, el hecho es que la privacidad ya no pertenece a las personas, y de ello son responsables los poderes públicos que, en ocasiones, operan desde el papeleo habitual, dan atribuciones indebidamente a los mercaderes del sistema, hacen oídos sordos a las quejas —salvo cuando les permite hacerse propaganda gratuita— y permiten a los señores de la tecnología caminar por libre.
El control totalitario que ejerce la superelite económica sobre la sociedad de mercado, en especial en las sociedades ricas, con sus pobres debidamente subvencionados, porque allí hay cierto potencial de negocio, reclama estrategias actualizables cada día. No basta la censura mediática, encargada de difundir solamente la doctrina oficial, colaborando con la censura legal, ocupada en crear delitos permanentemente para consolidarla, se trata de acceder a espacios de la personalidad a la que por los medios habituales no es posible llegar. Merced a la tecnología se instrumentan medios para acosar permanentemente la privacidad de las personas. El procedimiento a seguir es siempre el mismo; primero, dotarlas de derechos y libertades panfletarias, protegerlos a través de la burocracia asalariada del sistema, para dejarlas en poca cosa, entregadas a la discrecionalidad de los protectores, con lo que realmente quedan en menos que nada, salvo que medie el interés. Por otro lado, se abre la puerta de atrás a los oficiantes del negocio capitalista para que arrasen con la privacidad, dentro de la legalidad formal, acudiendo a un sinfín de artilugios, a través de los cuales se les blinda para meterse en terreno ajeno.
Si la privacidad en el ámbito de lo público, manejado por la burocracia, es protegida por las leyes frente a las intromisiones de los particulares, no sucede así en lo que afecta a sus propios intereses como clase y poder, porque el llamado ciudadano aparece recogido en una ficha de caracteres policiales en la que se anota todos los aspectos de su vida; por consiguiente, en este caso, la privacidad y la intimidad son una simple fábula, que sirve de adorno a las constituciones en términos de progreso social. Sin embargo, el asalto a la privacidad, que se observa tan a menudo, responde a maniobras orquestadas a alto nivel para mantener el control permanente sobre el ciudadano. Es obvio que, como tantos otros derechos, cuando se entrecruzan con los intereses del poder dominante, dejan de serlo. El proceso de intromisión trata de maquillar el totalitarismo y la discrecionalidad del poder económico dominante invocando intereses generales locales, necesidades públicas o la simple sumisión al Estado-hegemónico de zona y, en último término, que se limita a cumplir veladamente con las disposiciones de esa superelite del poder que maneja el sistema. Sobre esta base, las leyes e instituciones, que dicen amparar privacidad-intimidad, han sido diseñadas para poner orden entre las personas, permitiendo vías de escape, no solo para la burocracia pública, sino para la burocracia empresarial. A veces, de hace de mutuo entendimiento entre ambas para mejor controlar al ciudadano.
Ya en el plano de los hechos concretos, es significativo el avance de la tecnología al servicio del poder y del negocio, dispuesta para la confección de ese nuevo mundo innovador en manos de unos pocos, para los que el capital no es participativo como se dice, sino monopolio de una minoría que sobre esta base se convierte en superelite. La vigilancia tecnológica sobre la ciudadanía cubre todas las dimensiones, sobre su alcance no es preciso extenderse, baste con mencionar de pasada algunas de sus dedicaciones más conocidas. En el plano externo, se puede ver a pie de calle, representada por cámaras que dan fe de cualquier movimiento, justificadas ya sea por motivos de seguridad, de tráfico, velar por la salud ambiental o cualquier otro motivo de represión, buscando de otro lado la posibilidad de recaudación o represión. Para incidir en el plano privado, cobra auge el llamado dinero de plástico, y en ello trabajan los medios sacando estadísticas que animan a los del efectivo a pasarse a este terreno, porque están a punto de quedarse aislados, acosados por la moda. Cumplir con el progreso en este caso tiene su parte de trampa, porque de esta manera es posible conocer por donde transcurre la vida del sujeto, amén del control burocrático público y privado sobre su dinero.
Mencionando las galletitas de internet, esos productos con fines comerciales, estamos ante otro gran camelo que, sin perjuicio de sus fines claros y otros más oscuros, permite entregar forzosamente al empresariado las preferencias personales y algo más, asunto que, aunque se disfrace, es un claro atentado contra la privacidad, examinado en su contexto final. Es el precio a pagar por la gratuidad del entretenimiento o de la información. Y, si se habla de que en buena parte de las actividades de consumo se exigen datos personales del consumidor o usuario y, por arte del mercado, amparado por la burocracia, pasan a ser públicos y comercializables, acaba resultando que, a cada paso, lo de la privacidad es un cuento para niños. Dejemos a un lado, esos útiles de vigilancia, como son los mal llamados teléfonos móviles inteligentes, con sus apps, que no permiten dejar pasar ni un solo detalle de esta privacidad del usuario, que la han convertido en totalmente abierta en cuanto a su vida íntima, personal y social.
Se venía a decir, que el acoso a la privacidad avanza, para que no se trate de burlar a los que ejercen el poder y para reforzar la autoridad de los mandantes, contando con la correspondiente cobertura legal, en muchos casos, y justificado por razones de interés general. Este suele ser el título de la función, mientras que el fondo real consiste en la simple intromisión en la vida de las gentes para fidelizarlas al sistema. Resulta que en las sociedades democráticas de pacotilla más adelantadas, ciertos límites burocráticos a la privacidad se venden como progreso ante la muchedumbre, anestesiada por las nuevas tecnologías dirigidas por el gran capital, para que, junto a otras ocurrencias políticas de titulares, se rindan sin condiciones. El hecho es que en ellas hasta empresas privadas, como las entidades financieras, dedicadas a explotar el negocio de la especulación con el dinero, pasan a ser fiscalizadoras de la actividad privada, como si se tratara de instituciones públicas.
De manera que el cliente tiene que detallarles su vida y hacienda, es decir, se pueden permitir exigírselo discrecionalmente, bajo la imposición de tomar medidas represivas —como bloquear el uso cotidiano de su dinero—, amparados por una legalidad que las privilegia, en base a argumentos fundamentales en el fondo, pero inútiles en gran medida en la práctica. Lo que se trata de concesiones interesadas —fundamentalmente para aliviar de la pesada carga de trabajo a algunos empleados públicos, dedicados al teletrabajo—, sin el menor sentido de racionalidad, en un elevado porcentaje de actuaciones, como es tratar de luchar contra el blanqueo de capitales, actividad ilegal a la que solo se suele dedicar una minoría pudiente. La consecuencia del hacer de unos pocos en cierta manera se carga en las espaldas de todos, y el ciudadano común debe regalar parte de su privacidad a extraños, aportando todo su historial económico, incluidas actividades, bienes y detalles de su hacienda en general. Este pudiera ser un ejemplo, entre tantos otros, que también permite ilustrar sobre el tema. El resultado viene a ser que, en demasiadas ocasiones, la burocracia empresarial asume la función de burocracia pública y acumula un nuevo poder, a la par que se debilita el derecho a la privacidad de los ciudadanos.
Es obvio que en la sociedad de los derechos y la democracia, haciendo un ejercicio de hipocresía por el poder, la vida privada de cualquiera es un libro abierto para quienes mueven los hilos, no solo con la inestimable colaboración de internet y sus redes, sino por las exigencias de la burocracia, ya sea pública o privada. En parte, porque algunas leyes no han sido diseñadas exclusivamente para la defensa de los intereses generales, sino para atender a las particularidades de quienes mandan. De esto sacan provecho los que viven del mercado y quienes viven del poder. El resultado es que la privacidad ha pasado a ser una mercancía más, expuesta en ambos escaparates, dispuesta para la venta o para ser utilizada. Mayor problema es que, aprovechando ese internet al servicio de los intereses comerciales de la globalización, los datos, para ser tratados a fin de bucear en la privacidad y la intimidad de las personas de medio mundo, acaben en los ordenadores centrales de las empresas que controlan el panorama económico mundial.
Ante una realidad que desplaza los intentos de propaganda de la burocracia política, asistida por una legalidad que se queda en el texto y una burocracia pública que dice protegerla, pero que no la protege, salvo cuando entran en juego intereses de grupos de presión, electoralistas, comerciales o de imagen, resulta que, en la práctica, el ciudadano común está desamparado. Por lo que sería preferible, en un ejercicio de sinceridad, que no se hablara en términos absolutos de derechos, de protección pública y mucho menos de privacidad y hasta de intimidad, porque casi todo en torno a ambas se mueve por intereses y conveniencias de quienes mandan; por contra, cuando no se mueve, es porque se impone la desidia o el desinterés.