Se ha construido un mundo repleto de libertades imaginarias y otras bondades, que salta por los aires cuando tropieza abiertamente, aunque en muy pocas ocasiones, con la realidad. El hecho es que el sistema actual opera en la misma línea que los precedentes, es decir, unos pocos explotan a la mayoría para gozar de privilegios en exclusiva. En el fondo, el problema está en las elites que gobiernan en la medida de sus intereses y unas masas pacientes que se quedan a la expectativa de que les suministren una vida digna. En general, lo último que se oferta les suele parecer lo mejor, pero si hay minorías dirigentes, lo bueno será para ellas. Esto es lo que sucede en el mundo capitalista, que entrega a todos a la voluntad del mercado empresarial, como sede del bien-vivir, y les sujeta al control de la partitocracia, de las democracias de papel o de las dictaduras, centros de poder de esas minorías dominantes. Sin embargo, pese a las aparentes diferencias, los altos privilegiados por tales modelos políticos tienen en común ser abierta o solapadamente seguidores del credo capitalista—aunque se diga lo contrario—y, en definitiva, sometidos a esa otra elite situada en la cúspide, que es la que realmente manda en la panorámica de la globalización.
Cuando los mercaderes lograron su reconocimiento social como nueva fuerza dominante, no lo hicieron solamente con la pretensión de tomar el control de un país, sino para dominar el mundo. Ya que, si la fuerza bruta de su precedente tenía un recorrido limitado y local, el dinero era universal. Lo era y es, en cuanto viene a ser la representación sensible del valor capital. Construido a la manera de una ideología, reconocida como capitalismo, la fuerza material soporte se encauzó como poder. En este punto, una parte de la elite del dinero, fue consciente de que servía exclusivamente al capital, y se definió como elite superior o superelite. De ella surge la inteligencia que ha instrumentado los medios para dominar el mundo sin encontrar rivales a su paso o, en todo caso, los ha puesto finalmente al servicio de sus intereses.
Siguiendo un proceso, hábilmente calculado por la inteligencia, la superelite concibe diversas estrategias, que parten de la primacía del enfoque económico como núcleo de su poder, para construir un orden político, con visos de racionalidad, y diseña una nueva sociedad mundial. Su finalidad es dar seguridad y solidez al dogma del capitalismo, invertir capital para crear más capital. La política se hace racional desde que se da prioridad a la dimensión jurídica, proyectada formalmente a través del modelo de Estado institucionalizado, tomando como referencia la democracia representativa, los derechos y las libertades ciudadanas. Sobre este fundamento, netamente aparente, en cuanto que el poder político no descansa en las masas, sino que es alienado en favor de las elites dominantes, las empresas, en su condición de comisionadas del capitalismo, se mueven libremente por el mundo explotando todo cuanto pueda representarse en dinero, para incrementar el poder del capital. La sociedad, vivirá un modelo de existencia entregada plenamente al mercado, guiada por la doctrina capitalista, cuya función es iluminarla a través de un sistema de creencias.
En un corto recorrido, de algo más de dos siglos, la revolución que protagonizó la burguesía no ha venido a cambiar los términos de las relaciones de poder elites frente a masas. Los continuadores de aquellos que en su día cantaron a la libertad y a los derechos, que hicieron de los siervos del poder de los herederos de los señores de la guerra y sus cortes de notables ciudadanos, hoy imponen la servidumbre a través del mercado y el férreo control de la política en cualquiera de sus formas, como si el tiempo no hubiera pasado. Más allá de ese bienestar que acompaña al progreso mercantil, este es el panorama generalizado que aporta el poder del gran capital en el panorama socio-político. Parece que no hay quien le detenga, porque domina no solamente la economía mundial, sino la política y la sociedad. Sin embargo, no hay percepción del problema, porque las masas han sido sobornadas con la promesa efectiva del bien-vivir entregado a la dirección de los avances tecnológicos, mientras el totalitarismo, las dictaduras y autocracias que emergen de la democracia del voto se instalan y ejercen como tales sin contemplaciones. El precio político a pagar es elevado, pero se quiere compensar con los beneficios de una supuesta vida mejor, sin llegar a preguntarse si existe la posibilidad de continuarla sin acudir a la sumisión incondicional al sistema capitalista.
Es posible que haya otra forma de existencia que no dependa de ser totalizados por el capitalismo, pero para alcanzarla, el paso obligado es superar ese proceso de lavado de cerebro colectivo al que han sido sometidos los ciudadanos, en complicidad con la tecnología comercial que inunda el mercado. Ese paso se dará cuando objetivamente se someta a debate público, sin manipulaciones propagandísticas ni verdades absolutas, la dimensión real del sistema y se pongan límites efectivos a la depredación capitalista y al reinado de las elites políticas ocasionales. Mientras llega ese tiempo, hay que hacer llamadas permanentes a la política, nutrida con mandatarios de quitar y poner, tales como que dejen huecos para que pueda transitar la capacidad de pensar individual sin interferencias, moderar la censura establecida para la defensa de sus verdades, hacer de la información auténtica información, aliviar de la carga que suponen sus agobiantes leyes represivas, donde todo lo que no circula por el carril de la doctrina oficial está prohibido, que no digan a las personas cómo tienen que obrar y, ante todo, no imponer lo que deben hacer con sus vidas. Entretanto, solo cabe entregarse a la utopía blochiana de ese cambio que llegará, porque la historia, ajena a las manipulaciones de los vencedores del momento, tiene su propia memoria que a la larga viene a decir que ningún sistema se impone eternamente y, pese a los férreos controles de las elites a la sazón dominantes, acabará sacando a la luz la verdad histórica. Solo cabe quedar a la espera de que surja la ocasión para que las masas recuperen la identidad perdida y esa individualidad, acorralada en todos los frentes, llegue a ser libre para adoptar sus propias decisiones y tome conciencia del relevante papel que se les ha venido escatimando.