A semejanza de un rebaño de borregos, conducido en su existencia por un espécímen superior que, al final, tras explotarlas, las llevará al matadero, las masas humanas siguen el mismo camino. Si en un principio habría que hablar de manada, la creencia en un individuo superior dispuesto a dirigirla, convierte al colectivo en rebaño. Lo curioso del planteamiento es que el conductor del rebaño, en el caso de los hombres, se presenta como minoría rectora, cuando en realidad es uno más, que ha sabido explotar una característica prefabricada diferencial que han reconocido los demás. Construido como personaje en la mentalidad del colectivo, potencia la creencia y la respalda con la magia, movilizadas ambas en su provecho personal, para que sin discusión asuma el papel de líder de la masa, por lo que, quien era manada, pase a ser rebaño. Ese líder es el resultado de un engaño creado por la propia mentalidad colectiva y apoyado por una corte de selectos, situados como clase dirigente, marcando así la diferencia entre las minorías dominantes y las mayorías dominadas. Esta ha venido siendo, a muy grandes rasgos, la triste realidad de la tenencia del poder para dirigir a las masas a lo largo de los siglos.
Como simple anécdota de un cambio de formas, pero no de fondo, no habría que pasar por alto algún incipiente intento, dirigido a que las masas se autogobernaran en su propio interés, y no en el de las minorías selectas ocasionales, teóricamente encargadas de dirigir al rebaño humano, dada la incapacidad nata de aquel para conducirse. No obstante, se trataba de movimientos encaminados a promover un cambio de elites que siguen la misma trayectoria que las precedentes, aunque adecuándose a los tiempos que marcan los avances tecnológicos, a los que se ha entregado la dirección del progreso. La nueva realidad impone un cambio de paradigma, que desplaza la fuerza de las armas sustituyéndola por la fuerza del dinero, y la economía pasa a ser guía definitiva de la situación. Las monarquías, herederas de las rentas de los viejos guerreros, han agotado el combustible que las mantenía a la cabeza del poder y la burguesía, los nuevos mercaderes, toman el control, ofertando a las masas, frente a la tradicional metafísica de las creencias, la física jurídica. Si la primera era pura paja, de la que la minoría dirigente se quedaba con el grano, la nueva es más de lo mismo, aunque situando los pies más cerca de la tierra. La primera manipulaba a las masas con divinidades de circunstancias situadas allá lejos, la segunda lo hacía con derechos y libertades evanescentes aquí mismo. Al final las masas mejoraron sus condiciones de vida, gracias a los avances tecnológicos, pero no alcanzaron el poder de dirigir su propio destino, porque se lo encomendaron a otros.
Frente al poder de los mercaderes se habló por un tiempo del poder de las masas, pero dicho en términos publicitarios, asentados sobre ideologías de rechazo, no tanto de la burguesía como de la obsolescencia de un sistema, desde tiempo atrás agotado. Un grupo de nuevas características políticas venía a sustituir a lo que quedaba del absolutismo retrasado en el tiempo y su corte de privilegiados, utilizando a las masas como cebo para quedarse unos pocos con los beneficios de la pesca. Se trataba de una comedia para la ocasión, de lo que resultó que el pueblo soberano, una vez más, seguía siendo un mito, al igual que en el caso burgués, entregado ahora el poder a la dictadura de un partido, que hablaba de igualdad en términos de comunidad, pero cultivaba el privilegio para los dirigentes y afiliados, quedando los desperdicios para los administrados. En este caso, las masas acabaron por descubrir que seguían sometidas a una nueva elite, en este caso de partido, no disponían de poder efectivo ni habían mejorado sus condiciones de vida al nivel de la sociedad de mercado, que puso en movimiento la burguesía del otro lado.
Superando el personalismo propio de la burguesía de tiempos pasados y el modelo de partido redentorista, que no redimía de nada, el capitalismo, subyacente en las actuaciones económicas y políticas como ideología, pasó a ser el nuevo tenedor del poder para conducir el rebaño global. Y sus oficiantes más destacados se situaron en la cúpula para dirigir a las masas. Hoy el capitalismo, en su proceso de materialización, es el que detenta el poder colectivo en buena parte de las sociedades, y su instrumento de difusión mecánica —la globalización—, es la expresión del poder, de características cuasi mundiales en lo económico, en lo político y en lo social. La pregunta sería, qué papel representan las masas en el panorama del poder en la actualidad. Una respuesta sería el de masas inertes, entregadas a las determinaciones del grupo dominante, en este caso de las elites políticas de circunstancias, que siguen las directrices de la elite superior, detentadora del poder económico, que no debe confundirse con la conocida elite de los ricos, quienes están a progresar personalmente en su negocio, sino la que dirige o trata de dirigir los destinos del mundo.
Por el momento, las masas no se mueven, tampoco tratan de hacerlo como antaño, se han quedado quietas, inertes, como anestesiadas por las nuevas creencias democráticas que animan a la pasividad, y en ello juega un papel decisivo el mercado, porque está destinado a procurar el bienestar inmediato puesto al alcance de la mano; de manera que estando en él, no se puede aspirar a más. Entretanto, las elites políticas han venido a aprovecharse de la situación, usando del poder y el privilegio anejo, manteniendo el rebaño estabulado, tratando de nutrirlo en abundancia —en el caso de las sociedades ricas— para obtener sus frutos rápido y de manera creciente. Por su parte, con el estómago lleno, las masas ya no piensan en autogobernarse, probablemente porque las explotan con acierto, al menos lo intentan, tratando de atender a sus necesidades materiales. Les basta, para sentirse satisfechas, quedarse con el eslogan de un gobierno de la gente. Cabría hablar, por tanto, más que de gobierno de todos, de lo de siempre, del de unos pocos, aunque repartiendo parte de los privilegios que le acompañan entre algunos agraciados temporales, dejando la dirección última para quien dispone del poder, algo así a lo que en algún momento se llamó oligarquía, aunque procurando mantener intacta la creencia de que las masas son soberanas en su tierra, porque de ilusiones también se puede vivir, aunque sea a tiempo parcial.