Cualquier doctrina pasa a ser la representación ante la sociedad de un poder que aspira a establecerse como dominante y excluyente. Como hecho social, viene a confirmar la debilidad de los seguidores frente a la fortaleza de los promotores, que tratan de definirse como sus conductores. La doctrina marca el camino a las gentes, porque han perdido el rumbo y flirtean con la anarquía, les dice cómo deben existir, cómo vivir y cómo pensar. Simultáneamente les droga utilizando creencias de cosecha propia, para destruir su personalidad y permitir así que su tarea resulte más sencilla, mientras que las posibilidades de escape de los afectados se reducen. Las víctimas del mal doctrinal se muestran satisfechas, fundamentalmente porque la doctrina permite aliviarlas de la pesada tarea de tener que ser ellas mismas. Por tanto, necesitados de una dirección existencial, la doctrina permite moverse en la creencia de que solucionará sus problemas, para ello basta con cerrarse a toda reflexión que no les venga dada, cumplir fielmente las normas del credo y seguir la corriente social dominante.
Hasta la llegada del capitalismo, las doctrinas encerraban a sus fieles en una jaula con barrotes de hierro para que no escaparan, sin embargo la doctrina capitalista, elaborada por la inteligencia de la superelite del capital, familiarizada con la marcha de los tiempos, es aparentemente más moderada. Ha hecho desaparecer las jaulas de hierro tradicionales y las ha sustituido por cadenas que se sujetan al cuello de las personas y permiten mayor radio de movimientos, de ahí que con ella se pueda hablar de doctrina en libertad. Incluso asistida de derechos, dentro del cercado. La generosidad capitalista va a más, ya que ha permitido contar con realidades materiales aquí mismo, en la tierra, alcanzado esa demanda de felicidad del ser humano. Para lograrla basta entregarse sin freno al mercado, porque a cada acto de participación le corresponde una cuota de bienestar, que alguien lo entiende, en su conjunto, como la felicidad. Por tanto, sus fundamentos resultan ser sólidos y parecen duraderos.
En los últimos tiempos, las sociedades mundializadas no solo han entregado a sus gentes a las exigencias del mercado, como centro de desarrollo de la actividad existencial, proclamando que fuera de él no hay nada, sino que sus gobernantes democrático-progresistas de marca registrada colaboran con la doctrina capitalista, al objeto de hacer de sus gobernados súbditos del imperio del capital e intelectualmente establecer un pensamiento lineal acorde con las exigencias de la doctrina. Se había venido hablando fundamentalmente, para señalar diferencias, sobre el grado de desarrollo de los derechos, el alcance de las libertades y el estado de democracia del voto, como fórmulas de distinción frente a aquellos otros países que no están integrados plenamente en el sistema, a los que se les ha venido mirando por encima del hombro. Hoy, por unos u otros motivos, todos esos puntos para marcar distancias con las sociedades menos favorecidas respecto a la progresista sociedad occidental, han quedado vacíos de contenido, arrollados por el empuje de la globalización, reconducidos a mera propaganda, para cultivar el ego de sus incautos pobladores, alentar la soberbia de las elites que les dirigen y fabricar ciudadanos zombis. Lo real es que la doctrina, en su tendencia impositiva sobre las personas, ha pasado a ser tan agobiante que ya no da tregua, lo que permite que ese modelo de progreso se vaya convirtiendo en dictadura mercantil de hecho, en cuanto sobre tal base de distinción, en decadencia, la libertad, los derechos y la democracia son un instrumental simbólico al que se trata de dar lustre, mientras la ciudadanía se encamina a esa fase de especie de muertos vivientes, propia de cualquier sistema totalitario.
Lo que se muestra a la vista, más allá del barniz temporal y la tesis del bien-vivir, es que el poder económico, en alianza con los usuarios del poder político, ha establecido un mundo de creencias, para que todos marchen al ritmo marcado por la doctrina capitalista. Cabe señalar entre los motivos de su auge presente, primero, el asunto de la pandemia, luego, las distintas crisis económicas y, últimamente, la guerra. Todos ellos, instrumentos para reforzar el valor de la doctrina, crear terror entre las masas y asegurar su fidelidad al sistema, que se ocupará de resolver todos sus problemas. Lo socialmente relevante es que las masas han renunciado a su propia vida, entregadas al vaivén que marcan las modas, las redes sociales y la tecnología mercantil, para encontrar un asidero frente a la deriva que toma su existencia. Alimentadas por el ambiente de terror y seducidas por el bienestar del paraíso del mercado único, con sus juguetes de actualidad, en el que se sienten cobijadas, han vuelto a seguir la trayectoria de sumisión tradicionalmente marcada, en base a creencias, ahora tecnificadas; mientras, las elites ocasionales sacan provecho de la situación, utilizando el progreso, entregado a la ciencia y a la tecnología, para dominar. Al fondo del escenario, la superelite se mantiene vigilante en interés del negocio.