Aunque no se define claramente hasta años más tarde, la globalización, como instrumento para establecer el imperio capitalista a nivel mundial, tiene sus orígenes al finalizar la segunda gran guerra del siglo pasado. Su patrocinador oficial, es decir, el que se ofertó como promotor político, utilizando el argumento de la superioridad atómica y económica, lanzando el diseño de Bretton Woods, fue USA. Desde tiempo atrás, el otro imperio económico en la sombra — la sinarquía—, ya trataba de construir un nuevo orden mundial por su cuenta, sometido a los intereses de la superélite capitalista, pero revirtiendo el elitismo institucional, que en su momento estableció el propio capitalismo, de vuelta al elitismo corporativo. No se trataba de que las verdaderas elites fueran esos personajes que las circunstancias convertían en históricos, sino de una corte situada en el plano superior de la pirámide truncada del nuevo poder económico, oculta a todas las miradas y manejando el poder del capital.
Desde los comienzos del imperialismo económico, sin que apenas haya constancia de ello, la superélite ha creado una sociedad a la medida de sus intereses comerciales regida por un nuevo orden, que ella dirige, en el que se ha tomado el camino de retorno para restablecer la distinción elites vs. masas, pero superando el patrón de fuerza tradicional al haber sido declarada obsoleta — porque la nueva fuerza es el capital—. Ha colocado como símbolo del poder al ídolo del dinero, representación visible del capital y única fuente de creencias, haciendo del mercado su templo, al que todos están obligados a acudir como devotos fieles. Eliminada toda competencia, porque se ha apresurado a pervertirla para ponerla al servicio del dinero, el final de su época parece mostrarse lejano. En defensa de los intereses del poder del capital, sus dirigentes han promovido la decadencia o la pérdida de ciertos valores sociales como soporte de la existencia colectiva, para crear individualidades zombis, parásitos y material afín, todos dispuestos para entregarse sin condiciones al mercado, ya sea con cargo a su propio dinero o acudiendo a la generosidad estatal.
Por otra parte, la política se mueve entre Estados cuyos gobernantes colocan por delante de los intereses del país respectivo los compromisos externos, asumiendo que no representan a sus ciudadanos, sino que son comisionados del imperio al que deben fidelidad. Esta situación política es plenamente consensuada por las masas, a quienes resulta irrelevante quien tome la dirección, porque la atención generalizada se centra en que alguien, sea quien sea, garantice una digna calidad de vida. La gran mayoría de consumistas, ajenos al mundo real, porque han sido drogados por las imágenes de un mundo virtual, se han entregado al hedonismo sin importar el coste. El cartel es atractivo, en cuanto se ofertan libertades y derechos, en una especie de jardín del edén, en el que, si se sigue la doctrina, ya puede decirse que se ha alcanzado el bien-vivir. La factura de este desentendimiento es elevada, se trata de dejarse llevar por el totalitarismo económico que se ocupa de gestionar sus vidas. Aunque no sería necesario, dada la entrega sin condiciones al capitalismo comercial. No obstante, para sortear la mala imagen que le acompaña, astutamente se ha maquillado el totalitarismo, revocando la fachada con falsas libertades y derechos a conveniencia, para adecuarlo a las circunstancias de los tiempos, perfeccionando el instrumental de sumisión de las gentes adictas a las redes del sistema, que en realidad son redes de las que no es posible salir. De manera que, movida la existencia por la apariencia, casi nada es lo que parece. Frente a esta situación, hay que considerar que su imperio puede durar mil años pero, como todos, acabará sucumbiendo por su propio peso de grandeza. Ante esta situación, de momento, solo queda la alternativa de moverse en el terreno de la utopía, esperando que, sin llegar a ese límite, mucho antes acabe por derrumbarse.
Buscando un punto de referencia a tal fin, la tesis que determinó la aceptación social del capitalismo, en la que ha venido residiendo la fuerza soporte de su poder global, es decir, ser proveedor del bienestar y nuevas fórmulas de progreso, puede suponer un riesgo para sus intereses que, en plena euforia, no han calculado detalladamente los dirigentes del sistema. Por otro lado, este principio crematístico, que incide en el triple plano en el que se mueve la globalización, no es tan sólido como parece. Una economía basada en la depredación dirigida por la minoría del dinero, pese a la renovación creativa, acabará secando la fuente del consumismo por falta de fondos, mucho antes de que se agote la creatividad. Políticamente, la destrucción del modelo de Estado-nación, sustituido por un órgano administrativo del imperio, acabará por crear situaciones socialmente inasumibles para los países y contribuirá al despertar de sus gentes cuando se conciencien de que están desamparadas. Una sociedad fragmentada, débil, políticamente irrelevante, en línea con los intereses del imperio global, no es sostenible durante demasiado tiempo, porque los que han trabajado por construirla, descubrirán la ineficacia de la utopía de la sociedad universal y volverán a reclamar su lugar. El culto al dinero, cuando llegue el momento en que escasee, llevará a las individualidades a descubrir que han sido burladas y vendrá la reflexión obligada, para luego tomar el control de su existencia eliminando intermediarios, con lo que lo que la salida del cercado será posible.